—Pero están equivocados, mister Poirot. Todo es un error.
—¿Quiénes están equivocados, mademoisélle?
—No puede haber sucedido..., como dicen; me refiero a que le diera una dosis excesiva de anestésico. Eso no puedo creerlo.
—Usted cree que no fue asi.
—Estoy segura. Algunas veces los pacientes no la asimilan bien, pero es porque son fisiológicamente ineptos..., porque su corazón no funciona normalmente, pero una superdosis es algo muy raro. Los odontólogos están tan acostumbrados a la cantidad empleada, que en ellos se convierte en un hábito mecánico por completo... Automáticamente ponen la cantidad requerida.
Poirot asintió.
—Sí, eso es lo que yo creo.
—Siempre utilizan la misma cantidad. No como un farmacéutico, que prepara diferentes combinaciones de dosis múltiples, donde un error puede producirse sin intención. Ni un doctor, cuyas recetas son tantas y tan diferentes. Un dentista es muy distinto.
Poirot quiso saber:
—¿No pidió que le permitieran hacer estas observaciones durante el interrogatorio del forense?
Gladys Nevill negó con la cabeza mientras retorcía sus manos, inquieta.
—Ya verá—dijo al fin—. Temía empeorar las cosas. Claro que sé que mister Morley no hizo una cosa así..., pero eso haría que la gente creyese... que lo había hecho deliberadamente.
Poirot hizo un gesto de asentimiento. La muchacha continuó:
—Por eso he venido a verle, mister Poirot. Porque nuestra conversación no será oficial.., Pero yo creo que alguien debe saber... lo poco convincente que es todo esto...
—Nadie desea saberlo —le repuso Poirot.
Ella le miró extrañada.
—Quisiera saber algo más de aquel telegrama que recibió pidiéndole que se marchara.
—Con sinceridad, no sé qué pensar, mister Poirot. Es tan raro. Quien lo envió conoce bien mi vida... y la de mi tía..., su residencia y lo demás.
—Sí. Parece como si lo hubiese escrito uno de sus amigos íntimos, o alguien que viviera en la casa y la conociera muy bien.
—Ninguno de mis amigos haría una cosa así, mister Poirot.
—¿No sospecha de nadie?
La muchacha vacilaba. Al fin dijo, despacio:
—Solo al principio, cuando supe que mister Morley se había suicidado, pensé si lo habría enviado él.
—¿Quiere decir que en consideración a usted quiso que no estuviera presente?
La joven asintió con la cabeza.
—Esa idea me parece algo fantástica, aunque hubiese pensado suicidarse. Es muy extraño. Francis, mi novio, se mostró muy poco comprensivo al principio. Me acusó de querer marcharme a pasar el día con otra persona..., como si yo fuese a hacer una cosa semejante.
—¿Hay alguien más?
Miss Nevill enrojeció.
—No. Claro que no. Pero Francis ha estado tan extraño últimamente..., tan variable y desconfiado. La verdad es que, como usted sabe, había perdido su empleo y no le era posible encontrar otro. Es malo para un hombre no tener nada que hacer. Me sentía muy angustiada.
—Se disgustó al saber que se había marchado, ¿verdad? ,
—Sí. Venía a decirme que había encontrado un nuevo empleo..., algo maravilloso..., diez libras semanales. Y no pudo esperar. Quería que lo supiera en el acto. Y que se enterara también míster Morley, porque le dolía su desprecio, y que influyera en mí contra él.
—Lo cual es cierto, ¿verdad?
—Sí, en cierto modo. Claro que Francis ha perdido muchos empleos y no ha sido lo que se dice muy... seguro. Pero ahora será distinto. Yo creo que uno puede hacer mucho bajo la influencia de otra persona. Si un hombre sabe lo que una mujer espera de él, procura realizar ese ideal.
Poirot suspiró. Mas no hizo comentario alguno. Había oído el mismo argumento a cientos de mujeres, con la misma fe ciega en el poder redentor de su amor. Suponía cínicamente que por lo menos una vez entre mil pudiera ser cierto.
Y entonces dijo:
—Me gustaría hablar con su novio.
—Y a mí también, mister Poirot. Pero ahora su único día libre es el domingo. Toda la semana la pasa en el campo.
—¡Ah!, en su nuevo empleo. A propósito, ¿en qué consiste?
—Pues no lo sé con exactitud. Me figuro que alguna secretaría o departamento del Gobierno. Solo sé que tengo que escribirle a Londres y de allí le remiten las cartas.
—Es un poco extraño. ¿No le parece?
—Sí, pero Francis dice que hoy en día es muy corriente.
Poirot la miró unos instantes sin hablar. Al cabo dijo deliberadamente:
—Mañana es domingo. ¿Me harían el honor de comer conmigo en el Logan's Corner House? Me gustaría que discutiéramos este desgradable asunto.
—Gracias, mister Poirot. Yo... Sí, estoy segura de que nos encantará comer en su compañía.
8
Frank Carter era un muchacho joven, de mediana estatura y aspecto elegante. Hablaba deprisa y con facilidad. Sus ojos, demasiado juntos, movíanse inquietos de un lado a otro.
Mostróse receloso y hostil.
—No tenía idea de que íbamos a comer con usted, mister Poirot. Gladys no me dijo nada.
Al hablar dirigía una mirada contrariada a su novia.
—Lo decidimos ayer—sonrió Poirot—. Miss Nevill está muy trastornada por las circunstancias del fallecimiento de mister Morley y quizá si nos uniéramos...
—¿La muerte de Morley? —le interrumpió Francis Carter—. ¡Estoy harto de este asunto! ¿Por qué no puedes olvidarle, Gladys? No ha sido nada extraordinario, que yo sepa.
—¡Oh, Francis!, no creo que debas hablar así. Me ha dejado cien libras. Ayer me dieron la carta en que lo dice.
—Esto está bien. Pero, después de todo, ¿por qué no había de hacerlo? Te hacía trabajar como una negra..., ¿y quién cobraba las facturas importantes? Él, desde luego.
—Bien; es cierto, pero me pagaba un buen sueldo.
—No, según mis ideas. Eres demasiado modesta, Gladys querida. Conocía a Morley. Sabes tan bien como yo que hizo lo que pudo para que me dieses calabazas.
—¡Él no comprendía!
—Comprendía perfectamente. Ahora está muerto; de otro modo puedo decirte que hubiese sabido lo que pienso.
—Y fue a decírselo en la mañana de su defunción, ¿verdad? —preguntó el detective con amabilidad.
Francis Carter dijo de malos modos:
—¿Quién le ha dicho eso?
—Fue usted a eso, ¿verdad?
—¿Y qué? Deseaba ver a miss Nevill.
—Pero le dijeron que no estaba.
—Sí, y eso me hizo sospechar bastante. Le dije a ese tonto pelirrojo que esperaría para ver a Morley. Ya duraba demasiado su interés en ponerla contra mí. Quería decirle que ya no era un pobre desgraciado sin trabajo, que tenía un buen empleo y que ya era hora de que Gladys lo supiera y fuera pensando en su trousseau.
—Pero no se lo dijo.
—No. Me cansé de esperar en aquel mausoleo oscuro y me fui.
—¿A qué hora salió?
—No me acuerdo.
—Entonces, ¿a qué hora llegó?
—No lo sé. Me figuro que poco después de las doce.
—Y estuvo allí una media hora... ¿Más? ¿Menos?
—Le digo que no lo sé. No soy de esos que siempre están mirando el reloj.
—¿Había alguien más en la sala de espera?
—Había un gordiflón cuando entré, pero no estuvo mucho tiempo. Luego, me quedé solo.
—Así, pues, debió de salir antes de las doce y media, porque a esa hora llegó una dama.
—Puede ser. Aquel lugar me crispaba los nervios.
Poirot contemplábale pensativo. El fanfarrón estaba inquieto. No parecía muy sincero, aunque bien podría ser solo los nervios.
Con tono cordial le dijo el detective:
—Miss Nevill me ha dicho que ha tenido la suerte de encontrar un buen empleo.
—El sueldo es bueno.
—Me dijo que diez libras semanales.