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Miss Morley dijo:

—Es muy lamentable, querido; pero, después de todo, ella no tiene la culpa.

Mister Morley movió la cabeza tristemente.

—¿Y cómo sé yo que su tía ha sufrido un ataque? ¿Quién me dice a mí que no ha sido todo tramado por ella y ese jovenzuelo indeseable que la acompaña? ¡Ese muchacho es de lo peor que he visto! Entre los dos deben de haber planeado esta escapatoria.

—¡Oh, no, querido! No creo que Gladys hiciera una cosa así. Siempre has dicho que es muy escrupulosa.

—Sí, es cierto.

—Y muy inteligente y diestra en su trabajo.

—Sí, sí, Georgina; pero eso era antes que apareciera ese indeseable. Está muy cambiada..., por completo... Abstraída, trastornada, nerviosa.

La mujer exhaló un profundo suspiro.

—Al fin y al cabo, Henry, llega un momento en que todas las muchachas se enamoran. Es inevitable... y necesario a la vez.

Mister Morley alzó la voz.

—Pero no debería dejar que afectase su eficiencia de secretaria. Y precisamente hoy que es-toy tan ocupado. Tengo varios pacientes muy importantes. ¡Es demasiada molestia!

—Seguramente debe de ser un fastidio, Henry. A propósito, ¿cómo se desenvuelve el nuevo botones?

Henry Morley repuso de mal humor:

—Es de los peores que he tenido. Es incapaz de recordar un solo nombre, por sencillo que sea, y tiene unos modales de lo más groseros. Si no mejora, tendré que echarle y probar otro. No comprendo los resultados de la educación de hoy en día. Salen una colección de inútiles que no comprenden nada de lo que les dices, y ni siquiera lo recuerdan.

Miró su reloj.

—Debo marcharme. Tengo toda la mañana ocupada, y he de sacar tiempo para atender a esa miss Sainsbury Seale. Le sugerí que viera a Reilly, pero no quiso ni oírme.

—Claro que no—dijo Georgina fielmente.

—Reilly es muy competente, mucho. Diplomas de primera clase y muy al día en su trabajo.

—Le tiembla el pulso—dijo miss Morley—. Yo creo que bebe.

Su hermano echóse a reír, recobrando su buen humor.

—A la una y media vendré a tomar un bocadillo, como siempre.

2

En el hotel Savoy, mister Amberiotis, con el entrecejo fruncido, escarbaba sus dientes con un palillo.

Todo iba bien.

La suerte le acompañaba, como de costumbre. Y pensar que un puñado de palabras amables dedicadas a aquella mujer estúpida fueran tan espléndidamente recompensadas. ¡Oh, bien!... Arroja tu pan sobre las aguas... Siempre fue un hombre bondadoso. ¡Y generoso! En el futuro podría serlo aún más. Se imaginó haciendo buenas obras El pobre Dimitri... y el buen Constantopopolus luchando para sacar adelante su restaurante... ¡Qué agradables sorpresas iba a darles!

El mondadientes de mister Amberiotis seguía escarbando sus encías descuidadamente hasta que se hizo daño. Las visiones rosadas se desvanecieron para dar paso a las preocupaciones del inmediato presente. Acarició la parte dolorida con la lengua. Sacó su librito de anotaciones:

«A las doce. Calle de la Reina Carlota, número 58.»

Quiso recobrar su anterior estado de ánimo, sin conseguirlo. El horizonte se limitaba ahora a estas escuetas palabras:

«Calle de la Reina Carlota, 58. A las doce.»

3

En el hotel Glengowrie, al sur de Kensington, acababa de concluir el desayuno. En el vestíbulo, miss Sainsbury Seale charlaba con mistress Bolitho. Eran vecinas de mesa en el comedor e hiciéronse amigas al día siguiente de la llegada de miss Sainsbury, una semana antes.

Miss Sainsbury Seale estaba diciendo:

—¿Sabes, querida? Ya no me duele. ¡Ni una punzada! Me parece que voy a telefonear...

Mistress Bolitho la interrumpió:

—Vamos, no seas tonta. Ve al dentista y acaba de una vez.

Mistress Bolitho era una mujer alta y autoritaria, de voz profunda. Miss Sainsbury Seale tendría unos cuarenta años, y llevaba los cabellos teñidos, formando bucles descuidados. Sus vestidos eran holgados, aunque bastante elegantes; y sus lentes, sujetos solo sobre la nariz, siempre se le caían. Era una gran conversadora.

Le decía con animación:

—Pero es que en realidad no me duele nada.

—¡Qué tontería! Me has dicho que apenas dormiste esta noche.

—No, no dormí, es verdad; pero quizá ahora el nervio esté muerto.

—Razón de más para ir al dentista—afirmó mistress Bolitho—. Todos queremos librarnos por cobardía. Es mejor que te decidas y acabes de una vez.

Algo pugnaba por salir de los labios de miss Sainsbury Seale en un susurro:

«Sí, pero el diente no es tuyo.»

En cambio, solo dijo:

—Creo que tienes razón. Y mister Morley es un hombre muy cuidadoso y nunca hace daño a nadie.

4

La reunión de la junta directiva finalizó habiendo transcurrido sin incidencias. El informe fue bueno, sin ninguna nota discordante, aunque el sensible Samuel Rotherstein vio algo desacostumbrado en el presidente.

Una o dos veces había empleado un tono áspero, completamente innecesario.

¿Alguna preocupación interna? Quizá. Y, sin embargo, Rotherstein no podía relacionar a Alistair Blunt con preocupaciones. Era un hombre insensible, netamente inglés.

Siempre cabía la posibilidad de qué le molestase el hígado. A mister Rotherstein le atormentaba de vez en vez, pero nunca oyó quejarse a Alistair de aquella dolencia. Su salud era tan buena como su cerebro para las finanzas. Y, a pesar de todo..., había algo... Un par de veces, el presidente, llevándose la mano a la cara para apoyar en ella su barbilla (cosa rara en él) pareció..., sí, distraído.

Al salir del salón de la junta empezaron a bajar la escalera.

Rotherstein dijo:

—¿Puedo llevarle a su casa?

Alistair Blunt, sonrió moviendo la cabeza.

—Mi coche está esperándome—miró su reloj—. No vuelvo a la ciudad. A decir verdad, tengo hora dada en casa del dentista.

El misterio estaba aclarado.

5

Hércules Poirot, después de apearse del taxi y pagar al conductor, pulsó el timbre del número 58 de la calle de la Reina Carlota.

Tras un corto intervalo abrió la puerta un muchacho pelirrojo, de cara pecosa, vestido con el uniforme de botones.

Hércules Poirot, habló:

—¿Mister Morley?

En su interior albergaba la ridicula esperanza de que mister Morley hubiese tenido que salir, estuviera indispuesto o no visitase aquel día... Todo en vano. El botones se hizo a un lado y Hércules Poirot tuvo que entrar en la casa. La puerta cerróse tras él como una sentencia inapelable.

El botones preguntó:

—¿Su nombre, por favor?

Poirot se lo dijo, y el muchacho, luego de abrir una puerta a la derecha del vestíbulo, le hizo pasar a la sala de espera.

Era una habitación amueblada con buen gusto y, según opinión de Hércules Poirot, muy lúgubre. Sobre la bruñida mesa, imitación Sheraton, veíanse revistas y periódicos cuidadosamente colocados. En un mueble, dos candelabros plateados y un épergne. Sobre la chimenea, un reloj y dos jarrones de bronce. Las ventanas estaban ocultas por cortinajes de terciopelo azul, y las butacas tapizadas de un tejido de dibujo jacobino con pájaros rojos y flores.

En una de ellas hallábase sentado un caballero de aspecto marcial con un fiero mostacho y rostro amarillento. Miró a Poirot como quien contempla un insecto dañino y quisiera tener a su alcance un pulverizador con D.D.T. Poirot, observándole con disgusto, se dijo: «En verdad que algunos ingleses son tan desagradables y ridículos que debieran librarlos de su miseria en el mo-mento de nacer.»

El militar, concluida su larga contemplación, volvió su silla para evitar mirar a Poirot y se puso a leer el Times.