Ignacio y Zoe están sentados en una banca de la iglesia católica a la que asisten todos los domingos, escuchando los evangelios que lee, desde el púlpito, un sacerdote de corta estatura, vestido con una túnica verde y blanca. Se han sentado más adelante de lo que Zoe habría querido. Ella prefiere sentarse en la última fila. Le disgusta estar apretujada en una dura banca de madera, escuchando las cosas previsibles que dice el religioso, rodeada de tanta gente. Soporta en silencio el aburrimiento de estar en misa un domingo más con su marido. Sabe que debe cumplir esa rutina odiosa porque Ignacio se lo ha pedido con un énfasis que ella encuentra inexplicable. La gente como nosotros no viene a misa, piensa. Vienen las viejitas, el pueblo, pero no la gente como yo. Zoe preferiría seguir durmiendo en su cama y no estar allí, tolerando los olores avinagrados que despide a su lado una señora de edad avanzada, que reza con los ojos cerrados, apretando un rosario. Zoe cree en Dios porque así fue educada, pero ante todo cree en la elegancia, el buen gusto y la felicidad, y por eso, a pesar de que ha tratado, no puede pasarla bien los domingos en misa, porque le incomoda confundirse en ese tumulto que repite a ciegas lo que debe y obedece con sumisión al sacerdote. En la misa todos somos iguales, un rebaño de ovejas que siguen al pastor, y yo no quiero ser igual que toda esta gente, no quiero sentirme una oveja, piensa, observando con bien disimulado desdén a las personas que la rodean en el templo.
Para aburrirse menos y abstraerse de las palabras del religioso, que no comprende y la aturden, pues aluden a cosas del pasado que ella encuentra absurdas, Zoe pasea su mirada buscando a los pocos niños que han acudido a la iglesia en compañía de sus padres. Es el único pasatiempo que se inventa para soportar mejor la misa de doce, el de observar a los niños, sonreírles cuando puede, hacerles algún guiño cómplice, seguir sus juegos, acompañarlos en su aburrimiento, celebrar algún grito o chillido que ellos emiten, rompiendo la pesada formalidad de la ceremonia y provocando algunas miradas adustas. Mirando a esos niños vestidos en su opinión con excesivo rigor, Zoe se entretiene, escapa a ratos del tedio de la ceremonia, aunque a menudo también recuerda aquello de lo que carece, una familia, tener hijos, ser madre, y entonces se pregunta qué diablos hago yo acá, por qué sigo jugando a ser una ejemplar esposa católica cuando ni siquiera estoy segura de que Dios exista, porque si existiera y fuera tan infinitamente bueno como dice este cura afeminado, ¿entonces por qué diablos me ha negado tener hijos, por qué me ha castigado con tanta maldad cuando yo además no lo merecía porque siempre he tratado de ser una buena persona?
Los niños, el recuerdo de la maternidad que le ha sido negada, acaban entristeciéndola, minando su fe en el futuro, cuestionando su presencia al lado de Ignacio, que, como todos los domingos, sigue la misa con una seriedad que ella encuentra exagerada. Ojalá me escucharas a mí con tanta atención como escuchas las palabras de este padre que ya no aguanto porque siempre dice las mismas cuatro cosas bobas, piensa Zoe, mirando de soslayo, con poco cariño, a su marido. Quizás cuando mueras irás al cielo, Ignacio, pero espero no acompañarte, porque me seguiría aburriendo de todas maneras, piensa. En mi próxima vida, prefiero pasar más tiempo con Gonzalo. Perdóname, Dios, por pensar estas cosas acá en la iglesia. Pero el marido que me has dado me aburre más que el cura. Quisiera amar más a Ignacio, disfrutar de la misa como él, estremecerme con cada palabra que dice el padrecito, pero no puedo, sinceramente no puedo. Yo me siento más cerca de Dios cuando miro un cuadro de Gonzalo que cuando vengo a misa con el pesado de Ignacio.
Ignacio también se aburre un poco, pero hace un esfuerzo por escuchar atentamente al sacerdote y encontrarle un sentido a la misa. No ha dejado de ir a misa todos los domingos desde que se casó. Incluso cuando está de viaje, no olvida preguntar si hay algún templo católico cerca del hotel donde se aloja y se las ingenia para cumplir con lo que considera su obligación de católico practicante. Ignacio cree que debe ir a misa -aunque se aburra más de lo que esté dispuesto a reconocer ante su mujer- porque se considera un hombre muy afortunado y siente el deber de expresarle a Dios esa gratitud, dedicándole una hora semanal en el templo, rodeado de desconocidos, dejando de ser un hombre importante y mezclándose con todos. Yo no la paso bien en misa, piensa, cuando advierte sin esfuerzo el gesto de fastidio que no oculta su esposa. Yo también me aburro a veces. Pero trato de no aburrirme. No me abandono fácilmente al aburrimiento. Hablo con Dios. Le doy las gracias por tantas bendiciones que me ha dado. No pienso, como tú, Zoe, en las cosas que no tenemos, en los hijos que no nos dio, prefiero pensar en todas las cosas tan maravillosas que nos ha dado y resignarme con humildad a aceptar que, por alguna razón que no alcanzaremos jamás a comprender, el Señor ha creído mejor negarnos la experiencia de la paternidad. No me torturo pensando que es un castigo de Dios. Pienso que es una prueba, una lección, una oportunidad para ser mejores personas. Y ante todo, recuerdo la vida increíblemente privilegiada que nos ha tocado, todas las comodidades que nos han sido dadas, la buena salud y los momentos felices. Por eso vengo a misa. Para decir simplemente gracias. Para agradecerle a la vida, que es Dios, todo lo que somos. No tendría ningún mérito venir los domingos si fuese un espectáculo divertidísimo y emocionante. Si así fuera, uno vendría a pasarla bien, a encontrar un cierto placer, y entonces sería un acto de egoísmo porque lo haría por mí y no por Dios. Venir a misa a oír la palabra de Dios, piensa Ignacio con humildad, es como aburrirte escuchando a tus padres: lo haces porque los quieres, te aburres con gusto porque es una manera de quererlos.
De rodillas, los ojos cerrados, los codos apoyados sobre la banca de adelante, el mentón descansando sobre sus manos entrelazadas, Ignacio reza, le pide perdón a Dios por haber estropeado el cuadro de su hermano, le pide perdón por masturbarse de madrugada mientras Zoe dormía, le pide perdon por hacer llorar a su esposa, por hacerla infeliz, perdon por ser tan mezquino y egoísta, y le pide luego que le de fuerzas para olvidar la conversación telefónica entre Gonzalo y Zoe que nunca debió escuchar. Ayúdame a perdonarlos y a seguir queriéndolos como si nada hubiera pasado, piensa. Ayúdalos a no hacerse daño. Si están haciendo algo indebido que los envilece y te ofende, te ruego que los ayudes para que dejen de hacerlo. Estoy sufriendo por eso, Señor. Porque no puedo dejar de pensar que mi hermano y mi mujer tienen una relación extraña, a espaldas de mí. Tú has querido que yo lo sepa. Tú hiciste que escuchara esa conversación. Ahora no sé bien qué debo hacer. Creo que lo mejor es perdonar, olvidar, amarlos a los dos. Pero te pido que no me hagas sufrir más con esto. Que Zoe vuelva a ser la mujer con la que me casé. Que seamos felices juntos. Tú sabes que yo la amo y haré todo lo que pueda para no perderla y hacerla feliz.
Al lado de su esposo, Zoe permanece sentada, prefiere no arrodillarse. Me duelen las rodillas, piensa. No es justo que me obliguen a arrodillarme en esta madera tan dura. Ni siquiera le han puesto una tela acolchada, algo que haga más suave estar de rodillas tanto rato. Yo no tengo por qué arrodillarme cuando los demás lo hacen. Tampoco veo por qué tengo que estar pidiendo perdón cada diez minutos. Yo quiero ser feliz, gozar de la vida y no me provoca pedir perdón por eso. Que Ignacio se arrodille y pida perdón por ser tan tonto, por aburrirme y hacerme infeliz. Yo no me arrodillo. Zoe cruza las piernas, observa sus manos bien cuidadas, siente un cosquilleo cuando recuerda el beso que le dio en la mejilla de barba crecida a su cuñado la noche anterior.
Tú reza por mí, le dice mentalmente a Ignacio, al verlo tan ensimis-mado, hincado de rodillas, con los ojos cerrados. Yo voy a rezar por tu hermano, piensa, sonriendo para adentro. Dios, si me has negado los hijos, no me niegues también el amor, dice para sí misma. con menos arrogancia que tristeza. Si no puedo ser mamá, déjame ser una mujer feliz, dame el amor que necesito. Y si mi marido no puede dármelo, déjame encontrarlo en otro hombre. Lo haré en secreto. Nadie se enterará. Ignacio no sufrirá. No abandonaré a mi marido. Pero no es justo que me tengas así. No me quites también la ilusión del amor. Ayúdame a ser valiente para decirle a Gonzalo que no puedo dejar de pensar en él.