– Pero si quisieras venderlos, te aseguro que se venderían muy bien y pagarían precios altos por ellos, mamá -opina Ignacio.
Sí, claro, piensa Zoe. ¿Eres tonto o te haces?
– Deberíamos pagarle por el cuadro, Ignacio -sugiere, sabiendo que su marido se opondrá.
Doña Cristina se ríe de buena gana. Lo toma como un cumplido, no como la provocación que pretende ser.
– De ninguna manera -zanja el asunto Ignacio, dirigiéndole a su esposa una mirada de reproche.
– ¿No te parece que sería más justo si te lo compramos, Cristina? -insiste Zoe.
Ignacio se enfurece pero calla.
– Bueno, si tú te sientes más cómoda dándome algo de plata, yo no la voy a rechazar -dice doña Cristina-. La tomaré como una donación y la entregaré en la parroquia para los niños huérfanos.
– Mucho mejor así -aprueba la idea Zoe-. Éste es un cuadro muy valioso y no me parece justo que nos lo regales. ¿Por qué no le pones un precio?
– Zoe, no insistas, no veo qué tiene de malo que mi madre nos regale un cuadro -dice Ignacio, y la mira con ternura, como pidiéndole que renuncie a ese capricho que encuentra absurdo.
– Muy bien, nos lo llevarnos de regalo -dice ella, contenta de haber creado esa pequeña tensión, rompiendo la perfecta armonía familiar que le parece falsa y odiosa.
– Pero si quieres mandarme un dinerillo, lo que tú quieras, yo lo donaré a la parroquia -le dice doña Cristina.
– De acuerdo, yo te haré llegar una sorpresa -sonríe Zoe.
Eres tan increíblemente tacaña, piensa. Eres capaz de guardar la plata en un envase de plástico en la refrigeradora.
Zoe contempla el cuadro una vez más.
– Es tan lindo -dice-. Pintas precioso, Cristina.
Has pintado mi matrimonio, piensa. Es tan perfectamente soso y aburrido. Lo colgaré en mi casa para recordar que debo huir de ese lugar al que Ignacio y tú me han llevado.
Sentado frente a un escritorio moderno donde destacan los retratos enmarcados en plata de su mujer y sus padres, Ignacio se distrae un momento de las múltiples ocupaciones que atiende en esa oficina reservada al dueño del banco más importante de la ciudad y mira con una expresión sombría, desde ese piso tan elevado, las pequeñísimas siluetas humanas que se adivinan en las oficinas de los edificios vecinos y, al hacerlo, recuerda la fragilidad y la pequeñez de su existencia. No te engañes, piensa. Serás un hombre rico, pero si no tienes paz en tu corazón, eres un infeliz más. Debes llamarlo y reconciliarte con él.
El asunto que lo inquieta es su relación con Gonzalo, una relación cargada de desconfianza, animosidad y recelos. No siempre fue así. Cuando eran niños, se querían mucho y jugaban durante horas sin pelearse. A pesar de que Ignacio es cinco años mayor, se mantuvieron muy apegados en los años turbulentos de la adolescencia y vivieron juntos algunas aventuras que ambos recuerdan con cariño. Todo se jodió cuando me enamoré de Zoe, piensa Ignacio. Mi hermano no me perdona que haya tenido tanta suerte con ella. En el fondo, siente que no merezco estar con Zoe. Cree que ella no es feliz conmigo. Lo sé. Me culpa del aburrimiento que ella se permite como un lujo de millonaria. Todo se jodió con Gonzalo cuando me casé con Zoe y él se fue enamorando de ella. No soy tonto. Quizás sea un poco paranoico, pero sé perfectamente que Gonzalo tiene una debilidad por mi mujer, que ella le gusta más de lo que él puede disimular. Nunca fuiste bueno para mentir, Gonzalo. Se te nota demasiado. No sabes disimular que Zoe te gusta. Cuántas veces te he pillado mirándola con una intensidad sospechosa, sonriéndole como si quisieras seducirla pero no te atrevieras del todo. Cabrón, sé que te gusta mi mujer y que me odias por eso, porque tú no le as encontrado ni encontrarás a una mujer como ella. Pero yo no tengo la culpa de eso. Es muy injusto que me odies sólo porque he tenido mejor suerte que tú en el amor. Tú has tenido todas las mujeres que has querido pero no has podido enamorarte porque yo creo que estás enamorado de Zoe y comparas a todas tus amantes con ella y por supuesto salen mal paradas porque Zoe es única, insuperable. Pero no quiero seguir viviendo con esta pena en el corazón. Me jode sentir que ahora no nos queremos, cuando hemos sido tan buenos amigos toda la vida. No me llancas nunca. Me evitas. Me desprecias. Ni siquiera me invitaste a tu última exposición. Me enteré de ella leyendo el periódico. Es una vergüenza que nos llevemos así de mal. Papi se moriría de pena. Siempre trató de que, más que hermanos, fuésemos amigos. Tengo que hacer algo para arreglar las cosas. No puedo seguir peleado con Gonzalo. Si le gusta Zoe, que lo admita, que me lo confiese y que entienda que esa batalla la tiene perdida y más le vale aceptarlo como un hombre. Yo no me molestaría si me dijera que Zoe le gusta, que le gustó desde que la conoció. Lo entendería. Es una mujer demasiado fantástica como para pasar inadvertida a los ojos de un mujeriego profesional como Gonzalo. Cómo no entendería yo eso. Pero es mi mujer, yo soy su hermano y tenemos que aprender a llevar la fiesta en paz. No puedo estar tranquilo sintiendo que somos enemigos, Gonzalo.
Ignacio marca el número telefónico de su hermano. Lo sabe de memoria. A pesar de que no lo ha llamado en los últimos meses, lo recuerda sin dificultad. No ha querido pedirle a su secretaria que haga la llamada porque sabe que eso molestaría a Gonzalo. Después de apenas dos timbres, escucha la voz de su hermano en el contestador: «Hola, soy Gonzalo. Ya sabes lo que tienes que hacer.»
Luego suena el pito de rigor, que anuncia el comienzo de la grabación. Ignacio no se apresura en hablar, carraspea y dice:
– Si estás porahí, por favor, levanta el teléfono. Soy Ignacio. Quiero hablar contigo.
No hay respuesta.
– Gonzalo, ¿estás ahí? -insiste.
Sabe que su hermano está allí, en el taller, pintando, tratando de pintar, desparramado en un sillón, hablando solo, bebiendo, mirando por la ventana, agonizando un poco para renacer en sus cuadros, haciendo todas esas cosas o ninguna, pero Ignacio sabe que su hermano está allí, sabe que Gonzalo cumple un horario estricto en el que, aunque no pinte, trata de pintar, y por eso le advierte:
– Si no contestas, voy a tener que ir a buscarte.
Ignacio no se equivoca porque Gonzalo está de pie, al lado del teléfono, escuchando cada palabra, midiendo los silencios, dudando si levantar o no el maldito aparato que ha interrumpido un momento de pintar inspirado. Tengo que desconectar el teléfono cuando pinto, piensa Gonzalo. No basta con no contestar y oír los mensajes. No quiero que unas voces se metan a mi casa sin pedir permiso, no quiero escuchar voces indeseables cuando estoy pintando, no quiero hablar contigo, cabrón.
– Contesta, Gonzalo. Tenemos que hablar -escucha la voz serena pero firme de su hermano mayor.
Aunque habría preferido mantenerse imperturbable, Gonzalo se irrita, pierde la calma y coge el teléfono con brusquedad:
– ¿No sabes que me jode que me interrumpan cuando estoy pintando?
Al sentir la voz áspera de su hermano, Ignacio suaviza el tono y se repliega cautelosamente:
– Lo lamento. Si prefieres, te llamo más tarde.
– No, dime -se apresura Gonzalo, como si quisiera cortar pronto-. ¿En qué te puedo ayudar? -añade, con cierta ironía.
Gonzalo piensa que no hay nada en lo que pueda ayudar a su hermano. Ignacio no necesita ayuda, piensa. Tampoco se deja ayudar. Su vida es triste pero nunca lo admitiría y menos pediría ayuda porque es condenadamente orgulloso. No hay nada en lo que te pueda ayudar, Ignacio, lo sé de sobra. Y tampoco quiero que me ayudes. Porque la única ayuda que podrías darme es dejar de joderme y a lo mejor prestarme una noche a tu mujer para que compare quién es más hombre, quién la hace más feliz.
– Quiero hablar contigo -dice Ignacio, con una voz tranquila.
– Ya estamos hablando -casi lo interrumpe Gonzalo.
– Personalmente. Me gustaría verte. Hace tiempo que no nos vemos. Meses. La última vez que te vi fue hace como tres meses, un domingo en casa de mamá. Siento que algo está mal entre los dos, Gonzalo. Tenemos que hablar.