– Algo está mal contigo, dirás -dice Gonzalo, en tono ligeramente burlón.
– ¿Por qué dices eso? -pierde un poco la calma Ignacio.
– Porque le vendo un cuadro a tu mujer y lo tiras a la piscina, huevón -se enfurece Gonzalo-. Porque desprecias mi trabajo y malogras un cuadro que tenía mucho valor para mí.
No me llames huevón, piensa Ignacio. No comiences con tus modales de camionero. Estás hablando con tu hermano mayor. Aprende a respetarme. No te creas tan listo. Si tú estuvieras sentado acá, con la responsabilidad de dirigir el banco sobre tus hombros, te echarías a llorar como una niña, saltarías por la ventana. Así que no me llames huevón, insolente.
– Lo siento -se contiene Ignacio-. Tuve una pelea con Zoe y perdí el control. Te pido disculpas. No quise ofenderte. No fue nada personal. Pude haber tirado otra cosa a la piscina.
– No te creo -dice Gonzalo.
Podrías tratar de ser más simpático, imbécil, piensa Ignacio.
– ¿Cuándo nos vemos? -insiste, de la manera más cordial que puede-. Tenemos que hablar. Papá no merece que nos llevemos así de mal.
No metas a papá en esto, piensa Gonzalo. No me hables con ese tono de superioridad moral que me calienta la sangre. Tú no eres mi papá. No me hables como si fueras papá.
– No sé -dice Gonzalo-. Yo te llamo. Estos días ando muy ocupado pintando.
– ¿Me vas a llamar o me estás tonteando? -pregunta Ignacio.
– Yo te llamo uno de estos días -dice Gonzalo.
El próximo siglo te voy a llamar, piensa. No voy a perdonar la canallada que me has hecho, mariconazo.
– ¿Por qué mejor no quedamos en cenar mañana o pasado? -insiste Ignacio, sabiendo que Gonzalo no llamará.
Gonzalo calla un momento, medita su respuesta.
– No tengo ganas de verte por ahora -dice con franqueza y piensa que él es capaz de decir la verdad, a diferencia de su hermano, a quien considera un mentiroso profesional, un experto en decir medias verdades, en disimular y fingir-. Si cambio de opinión, te llamo.
– Como quieras -dice Ignacio, tratando de disimular que las palabras de su hermano le han dolido-. Espero tu llamada, entonces.
– Espérala sentado -dice Gonzalo, y cuelga.
Jódete, cabronazo, grita y sus palabras resuenan con estruendo en ese ambiente espacioso, de techos altos.
Eres un perdedor, piensa Ignacio, en la soledad de su oficina. Muy a su pesar, marca nuevamente el teléfono de su hermano, oye el saludo de rigor “ya sabes lo que tienes que hacer”; hay que ser muy cretino para grabar ese saludo, piensa- y, después de oír la señal, dice algo de lo que se arrepentirá diez minutos más tarde:
– No me llames. No hay nada de que hablar. Eres un pobre infeliz. Me alegro de haber jodido tu cuadro. Mi casa se veía espantosa con ese cuadro en la pared. Y una cosa más: deja tranquila a Zoe. Si le vendes otro cuadro, voy a mear encima de él.
Ignacio corta. En medio de la euforia que le produce abandonarse al descontrol y la agresividad, se siente bien de haberle dicho a Gonzalo sus verdades. Si se permite faltarme al respeto, que se joda, piensa. Yo traté de hacer las paces, pero él pateó el tablero.
Gonzalo levanta el teléfono y llama al celular de Zoe.
– ¿Qué haces? -le pregunta.
– Qué milagro que me llames -dice Zoe.
– Me gustaría verte -dice.
– ¿Cuándo? -pregunta ella, sorprendida. Gonzalo nunca ha Llamado a decirme eso, piensa.
– Al final de la tarde, cuando termine de pintar.
– Será un placer -dice Zoe-. Allí estaré.
Ya te jodiste, cabron piensa Gonzalo, con una sonrisa.
Hace tiempo que no me alegraba tanto una llamada, piensa Zoe, arreglándose el pelo, sonriendo.
Zoe siente miedo cuando toca la puerta. Sabe que está a punto de ingresar en un territorio peligroso, donde puede perder el control y quedar a merced de sus deseos y emociones, que a menudo la traicionan. No ignora que su marido, si se enterase de que ella está allí, se enfurecería. No se va a enterar, piensa. No podía dejar de venir. Si Gonzalo me ha llamado, por algo será. Yo vendré siempre que él quiera verme, incluso si eso pone en riesgo mi matrimonio. Los momentos más intensos de mi vida son ahora los que paso al lado de Gonzalo. Su sola presencia me llena de felicidad. Verlo, estar con él, me devuelve a la vida. No estoy dispuesta a perderme esta alegría por miedo a Ignacio, por miedo a enamorarme de su hermano.
Está especialmente guapa, vestida en ropas apretadas, maquillada con elegancia, como si la ilusión de visitar a Gonzalo despertase en ella el instinto femenino de arreglarse, sentirse bella, querer encender el deseo del hombre que sin mucho esfuerzo la perturba. Está guapa, se siente guapa y lo disfruta con una sonrisa altiva. Con Ignacio ya nunca me siento así, ha pensando en el auto, mientras conducía. Cuando me besa, cuando hacemos el amor, me siento vieja y fea. Ya no me interesa arreglarme para él. No puedo sentirme sexy cuando estoy con él.
Gonzalo abre la puerta. Sonríe. Como de costumbre, luce un aspecto desarreglado, con vaqueros viejos. camiseta blanca y, sobre ella, una camisa desabotonada, las mangas recogidas hasta los codos.
– Hola -dice, y no besa a Zoe en la mejilla, como ella esperaba-. Pasa. Qué bueno que pudiste venir.
– Hola -dice Zoe, y, al pasar al lado de él, no puede contenerse y le da un beso fugaz en la mejilla sin afeitar, como tentándolo, como recordándole que ella no puede evitar el deseo de aproximarse a él.
– Qué bueno que viniste -dice Gonzalo. caminando hacia unos sillones de cuero marrones, muv viejos, con rayaduras-. Necesitaba verte. Siéntate.
– Gracias -dice Zoe, con una sonrisa, y siente los nervios y la ansiedad que la asaltaban cuando era una adolescente y salía con un chico guapo al que deseaba en secreto, pues su orgullo no le permitía confesar esas cosas a nadie y menos revelarlas en público; no ha cambiado demasiado, porque ahora, aunque encuentra fascinante al hermano de su esposo, hace lo posible por comportarse con la corrección y la elegancia que se esperan de ella, sin ceder a la turbulencia de los sentimientos-. Tú sabes que me encanta venir a verte -añade, cuando en realidad habría querido decir: yo también necesitaba verte.
Gonzalo permanece de pie, sirve dos vasos de vino y le entrega uno a Zoe sin haberle preguntado qué deseaba tomar, pues sabe bien que ella no cambia un buen vino tinto. Gonzalo sólo bebe al final de la tarde, cuando ha terminado de pintar. Si no ha podido pintar, no bebe, se castiga privándose de unos tragos, se condena a tomar agua o limonadas por no haber sido capaz de cumplir con decoro el oficio para el que siente haber nacido. Nunca bebe mientras pinta, sólo después de pintar, porque siente que el alcohol lo sensibiliza, lo debilita, lo hace más vulnerable, y él necesita sentirse fuerte, en control, cuando está pintando. Bebe en vasos y no en copas porque todas las copas que tenía se le han roto y no le apetece comprar otras. Encuentra que beber en copas es un refinamiento excesivo; tomar vino en un vaso cualquiera le resulta mas sencillo; va mejor con su estilo de vida, que prefiere siempre la comodidad a la elegancia.
Salud -dice, de pie frente a su cuñada, y ambos levantan los vasos-. Por el placer de verte.
– Salud -dice Zoe, y demora la mirada en los ojos maliciosos, inquietos de Gonzalo; y esos segundos en que ambos se miran más tiempo del debido son como un desafío, como si tratasen de medir quién es más débil, quién se asusta primero y desvía la mirada; pero ella la mantiene, sabiendo que juega con fuego, y él acaba por ceder y mira hacia la tarde luminosa que se despide con pereza mas allá de la ventana.
Gonzalo está de espaldas a ella, mirando hacia la calle apacible. Zoe quisiera tenerlo a su lado. Piensa que él prefiere quedarse parado, lejos de ella, porque tiene miedo a la proximidad física, a la violencia del deseo. No me mira porque sabe que en sus ojos lo veo todo, piensa. Me da la espalda y se aleja porque está peleando con sus sentimientos. Te entiendo, Gonzalo. Me pasa lo mismo que a ti. Pero no quiero seguir luchando contra mí misma, contra mis instintos. Por eso estoy aquí. Para ver hasta dónde nos atrevemos a llegar, cuánto de verdad hay en este juego peligroso que venimos jugando hace tiempo.