– ¿Por qué necesitabas verme? -pregunta Zoe, arriesgándose.
Gonzalo voltea, la mira con seriedad.
– Tú sabes por qué -dice.
Zoe baja la mirada y siente en ella el pudor, la vergüenza y, creciendo, el deseo. Pero no se atreve a ir más allá. Espera.
– Llamó Ignacio -cuenta Gonzalo, y bebe un buen trago de vino, y al hacerlo Zoe percibe que le tiembla un poco la mano-. Dijo que quería verme. Lo mandé a la mierda.
Se molestó, volvió a llamar y me mandó a la mierda él también.
– ¿Qué te dijo? -pregunta Zoe.
– Que si te vuelvo a vender un cuadro, va a mear encima de él.
Zoe ahoga un gesto de contrariedad.
– Ignacio no tiene arreglo -dice-. Es un tonto.
– No es un tonto -la corrige él-. Es un infeliz. Y le molesta que otros sean felices. Ese es el problema.
– Tienes razón -dice ella, las piernas cruzadas, el vaso en una mano, la cabeza reclinada hacia atrás, apoyada en el sillón, en una actitud relajada, como si quisiera echarse-. Pero no hablemos de Ignacio. No vale la pena que nos molestemos por él. No va a cambiar. Tendría que nacer de nuevo.
– No sé cómo haces para aguantarlo -dice él, y se sienta en la parte superior de uno de los sillones, donde suele apoyar los brazos.
– Te veo secretamente -contesta ella, con una sonrisa dulce-. Me escapo a ver al hernano entretenido.
Gonzalo no sonríe, se atreve a mirarla con una seriedad que ella encuentra inquietante y le dice:
– No puedo dejar de pensar en ti.
Zoe se levanta, evita mirarlo, siente un estremecimiento interior, algo que no la sacudía hacía tiempo, y camina hacia el cuadro que Gonzalo ha dejado a medias, sobre un caballete, cerca de la ventana por donde se filtran débiles rayos de luz, pues la tarde languidece. Intentando soslayar la emoción que la desborda, mira el cuadro con un aire fingido de serenidad y pregunta:
– ¿Qué estás tratando de pintar?
Ignacio se acerca a ella. Al sentir sus pasos detrás, Zoe no se atreve a voltear y mirarlo. Puede sentir cada paso de Gonzalo como si fuera una caricia prohibida que baja por su espalda y la sacude íntimamente. La proximidad de ese hombre al que desea y no debería desear le produce una mezcla de sentimientos, que van desde el placer a la culpa, sin excluir por supuesto el miedo.
– La rabia -dice Gonzalo, que se ha detenido a un paso detrás de ella y mira el cuadro.
– ¿Rabia de qué? -pregunta Zoe, sin moverse.
– Rabia de que seas la mujer de mi hermano.
Entonces Zoe voltea, lo mira y puede ver en sus ojos exactamente lo que ocurrirá luego y ella espera, sobreponiendose al miedo. Con una violencia que ella ya no recordaba, Gonzalo se acerca, la toma de la cintura y la besa. Es un beso maldito, el beso que no debió ocurrir pero que ambos no han podido seguir postergando. Es una claudicación, una venganza y una promesa. "Zoe se deja devorar, saborea sin apuro cada instante de ese beso prohibido, corresponde a la pasión que él revela, prolonga el beso, se enciende y, al hacerlo, nota que Gonzalo también se ha excitado y no tiene intenciones de darle tregua, pues ahora la abraza con más fuerza, besándola de un modo apasionado que le arranca suspiros.
– Para -dice ella de pronto-. No sigas, Gonzalo.
Él la mira a los ojos y la besa de nuevo, pero ella se separa suavemente.
– No puedo parar -dice él-. Hace años he pensado en este momento.
– Yo también -dice ella, acariciándolo con una mano en el rostro-. Pero está mal. No puedo seguir.
Luego camina hacia el sillón donde estuvo sentada y coge su cartera.
– No te vayas, Zoe.
– No puedo quedarme -dice ella, sorprendida de sí misma-. No puedo.
Quiere volver donde él, abrazarlo, besarlo, dejarse amar como hace tanto tiempo ha soñado, pero algo en ella, el recobrado sentido del honor, evita que ceda al deseo, la infunde de una calma helada y le hace decir unas palabras que luego le sonarán extrañas:
– No puedo hacerle esto a mi marido. No me arrepiento de nada, pero debo irme.
Zoe sale del taller, cierra la puerta y camina erguida, orgullosa de sí misma, hasta el auto. Es como si estuviera actuando en una película, ceñida al libreto, conservando el aplomo, sin perder el paso. Sin embargo, una vez al timón de ese auto de lujo, se confunde y llora. No entiende por qué se marchó cuando en realidad quería quedarse con él. Pero ya es tarde para volver.
Ignacio y Zoe están en la cama viendo las noticias. Zoe conoce el momento exacto en que él apagará el televisor: poco después, a las once de la noche, cuando concluya el informativo. Cerca de su mano derecha, Ignacio tiene el control remoto lo más lejos que puede de ella. Minutos antes, durante una interrupción comercial, ha llamado a su madre a desearle buenas noches. Zoe cambia de canal, aprovechando la publicidad esporádica que insertan en las noticias, aunque no puede hacerlo sin pedirle el mando a distancia a su esposo. Antes le irritaba que él se aferrara en mantener bajo su dominio el pequeño aparato negro para cambiar los canales de televisión, pero ahora se ha resignado a ser una espectadora pasiva. Cuando se aburre de las noticias, sale de la cama y camina a una habitación contigua, donde enciende la computadora y se conecta a internet para leer sus correos electrónicos, contestar sólo algunos, reírse con las bromas tontas que le envían sus amigas y, sabiendo que su marido duerme, buscar a Patricio y escribirle mensajes subidos de tono o, si no está, coquetear con extraños, protegida por un seudónimo, en algún foro de conversación amorosa. A diferencia de Ignacio, que llama a su madre casi todas las noches, Zoe habla muy rara vez con sus padres. No se lleva mal con ellos, pero viven en una ciudad lejana y, antes que hablarles por telelono, prefiere ir a visitarlos cada cierto tiempo. Sus padres están retirados, disfrutan de una cierta comodidad económica y tienen una relación distante pero afectuosa con ella. Creen que soy feliz, piensa Zoe. Yo les doy otra imagen. Prefiero que no sepan nada, que sigan creyendo eso. Cuando Zoe los visita, lo que ocurre generalmente cada medio año, va colmada de regalos, sola, porque Ignacio no puede dejar de trabajar, y finge ante ellos que todo marcha estupendamente y que su matrimonio fue la mejor decisión de su vida. A Zoe le gusta que sus padres no se preocupen por ella y en cierto modo la admiren por ser una mujer feliz, por tener un estilo de vida lujoso al que ellos jamás tuvieron acceso. Por eso prefiere mostrarles con elegancia el dinero del que dispone y esconderles la infelicidad que, en una noche cualquiera como ésta, en la cama con su esposo, la asalta de un modo callado.
– ¿Cómo estuvo tu día? -le pregunta a Ignacio.
– Muy bien, todo tranquilo -responde él.
No le ha contado el pleito telefónico con Gonzalo, el mensaje vengativo que le dejó. Tampoco se lo dirá. Prefiere no inquietarla, al final del día, con esos asuntos turbios. Además, me haría reproches, piensa. Tomaría partido por Gonzalo. Me criticaría. Es mejor que no sepa nada. Ignacio tiene la política de sólo contarle a su esposa las cosas bonitas, las buenas noticias. Si ella no puede ayudarme a resolver un problema, mejor no se lo cuento, piensa. Le gusta arreglar los problemas a su manera, sin quejarse, sin que ella se entere. En general, es un hombre de pocas palabras, reservado. Cuando ve las noticias, mantiene una leve expresión de perplejidad, como si le repugnase íntimamente que la especie humana sea capaz de producir tantas miserias, estupideces y barbaridades. La gente inteligente no sale en el noticiero, piensa; la gente feliz, muy rara vez. En el noticiero salen los enfermos del alma, los que persiguen el espejismo de la notoriedad.