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Ignacio se enorgullece, siendo el presidente del banco más poderoso de la ciudad, teniendo acceso a las televisiones si lo quisiera, de no haber salido nunca en ese noticiero que ve todas las noches. Evita la exposición pública como si se tratase de una plaga, de una abyección. Gonzalo, en cambio, suele aparecer en los periódicos cuando organiza una exposición de sus cuadros, fotografiado con personas allegadas al mundo de la cultura, entrevistado sobre la evolución de su arte. Ignacio lee y analiza esos recortes con minuciosidad y termina pensando que su hermano es un espíritu débil, que no se quiere a sí mismo lo suficiente y necesita el aplauso de los demás. Por eso, Ignacio ve el noticiero todas las noches, no tanto para mantenerse informado sino para recordar que allí no debe aparecer, que cada día sin salir en las noticias es un triunfo personal.

– Tu qué hiciste? -pregunta a su esposa, sin demasiado interés, casi como cumpliendo una rutina.

– Nada espectacular -dice ella-. Lo de siempre. Mi gimnasia en la mañana y mi clase de yoga en la tarde.

– ¿No tuviste clase de cocina hoy?

– No. Me toca mañana.

– ¿Y qué tal el yoga? ¿Sirve de algo?

A Zoe le molesta el tono ligeramente condescendiente que él ha usado.

– Claro que sirve -contesta, y piensa: ojalá tuvieras la humildad de venir un día al yoga conmigo, ojalá aprendieras a estar en contacto con tus sentimientos; eres un arrogante y me ves para abajo sólo porque hago yoga-. Me da mucha paz. Me hace muchísimo bien. Boto todo el estrés, la energía mala, y salgo como purificada.

– Qué bueno, mi amor -dice Ignacio. Me alegro por ti. ¿Quién es el profesor?

– Un chico hindú increíblemente bueno. Uno de esos tipos mágicos. Parece como si flotara.

– ¿Es guapo?

– No sé, no me he fijado -parece irritarse Zoe.

– ¿Lo encuentras atractivo?

– No -dice ella-. Físicamente, no. Pero me atrae su aura.

Ignacio ríe de un modo burlón.

– ¿De qué te ríes? -pregunta ella.

– De que te atraiga su aura -dice él, mirándola con cariño-. ¿Qué es exactamente su aura?

– No sé dice ella, arrepentida de haber usado esa palabra-. Su energía, su actitud, lo que irradia.

– Ajá -dice Ignacio. ¿Y yo tengo aura?

– No -contesta su esposa, secamente-. Nunca la tuviste.

Ignacio no se molesta, se ríe, y eso irrita más a Zoe.

– O sea, ¿que no soy un tipo mágico? -insiste en fastidiaria.

– No. No lo eres -responde ella, seria.

– Una pena -dice él, aunque es evidente que no está para nada afligido-. ¿Y mi hermano tiene aura? -pregunta, sabiendo que arriesga más de lo que debería a esa hora de la noche.

– Yo diría que sí -se arriesga Zoe todavía rnás-. Gonzalo tiene aura. Tú, no.

Ignacio se ríe y finge que no le ha dolido, se ríe con la absoluta seguridad en sí mismo que le gusta mostrarle a su esposa y al mundo en general.

– Tendré que pedirle a Gonzalo que me regale un poquito de su aura -comenta, sarcástico.

Luego se acerca a Zoe, le da un beso en los labios, como todas las noches, y dice:

– Hasta mañana, mi amor. Que duermas bien. Me encanta tu aura.

Huevón, piensa ella. Siempre burlándote de mí. Y ese beso que me has dado no podía ser más desabrido, más horrible. Deberías aprender a besar como tu hermano. Gonzalo no solo tiene una aura que tú jamás tendrás. sino que además besa riquísimo. Nunca en tu puta vida me has besado tan rico como me besó tu hermano esta tarde. Fui una idiota. Debí quedarme con él, irme a su cama, dejar que hiciera conmigo lo que quisiera. Debí tirar delicioso con tu hermano en vez de salir corriendo asustada para proteger este matrimonio que es una farsa, una comedia patética. No sé qué sigo haciendo acá todas las noches, a tu lado, viendo tu estúpido noticiero que me tiene harta, esperando tu besito de buenas noches como si fuera tu hija, sabiendo que no te apetece para nada sacarte ese buzo apestoso que sólo mandas a lavar una vez por semana y amarme como un hombre de verdad. Verte en ese buzo que usas como pijama es el espectáculo menos sexy del mundo. Ser besada por ti como me has besado ahora es sentir que estoy muerta, que esta cama es mi tumba.

Esta cama es mi tumba, piensa, y se levanta, sabiendo que Ignacio ya está dormido. Camina a su escritorio, levanta el teléfono y marca el número de Gonzalo. Nadie contesta. Escucha su voz en la grabadora. No deja un mensaje. Cuelga. Pero en su cabeza bailan inquietas las palabras que habría querido decirle furtivamente, susurrando apenas:

– Quiero que me beses otra vez. No aguanto más los besos de Ignacio. Sólo quiero besarte a ti.

Luego enciende la computadora, busca a Patricio pero no lo encuentra y, escudada por un seudónimo, entra a un foro romántico en internet para hablar con extraños. Elige un seudónimo que seguramente molestaría a su marido: Miss yoga. Sonríe. En realidad, mi profesor de yoga no está nada mal, piensa. Recuerda las manos de su instructor tomándola de la cintura, ayudándola a flexionarse, y se eriza un poco. Me estoy volviendo loca, se lamenta. Necesito a un hombre. Pero tú duermes, Ignacio. Y es mejor así. No despiertes. Sigue durmiendo. Déjame sentirme libre al menos unos minutos a esta hora de la noche.

– Qué sorpresa -dice doña Cristina, al oír la voz de Zoe en el intercomunicador. Aprieta un botón y abre la puerta de calle automáticamente. Es una mujer sola y necesita tomar esas precauciones-. Pasa, por favor -añade.

Zoe ha decidido visitar a su suegra antes de ir a las clases de cocina. Se siente fuerte y de buen ánimo porque esa mañana se ha ejercitado en el gimnasio con más intensidad de la habitual y, después de (hl(Ictrse, se ha sorprendido de ver cuán lisa, endurecida y exenta de grasa luce su barriga. Nada deprime utas a Zoe que \ el se con una ligerísima barriga. Nada la contenta más que saberse en hirma. Tengo un mejor cuerpo del que tenía a los veinte:finos, Ira pensado, mirándose desnuda en el bario, sintiéndose hermosa a pesar de todo.

– Hola, Cristina -dice, y besa a su suegra en la mejilla, tras cerrar la puerta tras de sí.

Esta casa huele a muerto, piensa. Deben de estar cocinando uno de esos guisos incomibles que le encantan a la vieja. Ruego a Dios que no rne invite a quedarme a almorzar. Engordaría como urca vaca. Mi suegra no sabe lo que es correr una fruta. Harías bien en abrir las ventanas y ventilar un poco tu casa, Cristina. Ahora entiendo por qué a mi marido no le gusta lavar su pijama. Parece que ha salido a ti. Es como si les gustase oler sus olores. Juraría que no te has bañado hace dos días.

– Qué gusto verte -agrade Zoe, con una sonrisa-. Te ves estupenda.

Doña Cristina luce algo obesa pero feliz en unos pantalones holgados, chompón de lana y zapatillas gastadas. Le gusta vestirse así, con ropa vieja y cómoda, con zapatos deportivos. Eres tan ordinaria para vestirte, piensa Zoe, que hice un traje de sastre, unos zapatos muy finos y una cartera de marca. Están de pie, en una sala decorada a la antigua. donde destacan los retratos en óleo de su difunto esposo, de ella y de seis hijos.

– La cocinera está preparando el almuerzo -dice doña Cristina.

– Sí, huele a comida -no puede evitar Zoe el comentario.

– ¿No quieres quedarte a almorzar?

– No, mil gracias, estoy corriendo, tengo clases de cocina y allí comemos al final los platos que nos enseñan.

– Qué suerte, hija. Cuando puedas, tráeme algún platito si te sobra, que deben de estar deliciosos.

No puedes con tu genio, piensa Zoe. Tú siempre buscando las sobras, guardando los restos de comida, incluso si la comida no es tuya. Eres un espanto de tacaña, Cristina. En alguna de tus vidas anteriores debes de haber pasado hambre.

– Seguro, cuando tragamos algún plato especial, te lo voy a traer después de clases. Pero ahora te he traído una sorpresita mejor.