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– ¿Qué me has traído? -le brillan los ojos a doña Cristina.

Es como una niña, piensa Zoe. Cree que se merece regalitos, sorpresitas, cosas bonitas.

– Plata -dice, con una sequedad deliberada, tratando de incomodarla.

– ¿Pero por qué plata? -se sorprende su suegra.

– Lo prometido es deuda. El otro día nos diste un cuadro muy lindo y te dije que te lo compraría. Me parece lo justo, Cristina. Es tu trabajo y me provoca pagártelo.

– No me atrevo a rechazar tu colaboración, porque va sabes que irá directamente al fondo de la parroquia para los niños huérfanos -dice doña Cristina, con un mohín compungido-. ¿No quieres subir a mi estudio y tomarte algo?

– No, gracias. Estoy corriendo.

– Es que tú no paras, hija. No sé de dónde tienes tanta energía.

– Debe de ser que me contagio de Ignacio -ironiza Zoe, pero doña Cristina no advierte el sarcasmo.

– Sí, pues Ignacio vive para el trabajo, es increíble cómo trabaja ese muchacho.

A Zoe le irrita que su suegra siga llamando muchacho a Ignacio, cuando es ya un hombre de treinta y cinco años. También le disgusta sentir una vez más que tiene una mal disimulada preferencia por su hijo mayor, a pesar de que Gonzalo es quien heredó de ella la pasión por la pintura.

– Esto es para ti, con mucho cariño -dice Zoe, y le entrega un sobre blanco que ha sacado de su cartera.

– Muchas gracias -se emociona doña Cristina, llevándose una mano al pecho-. Es la primera vez que me pagan por un cuadro. Qué alegría me has dado, Zoe. Tú siempre tienes estos detalles tan lindos.

Es la primera y la última vez que alguien paga por esos cuadros tuyos tan horrendos, piensa Zoe, mientras sonríe con una expresión mansa y beatífica, como la nuera ejemplar que ella quiere ver. Espérate a que abras el sobre y veas el cheque. Tú seguro estás pensando que te he pagado un buen dinerillo. Pues te equivocas, tacañuela. Menuda sorpresa te vas a llevar.

– Habría querido darte más plata, Cristina. Lo que te he dado no es nada. Tu cuadro vale mucho más.

– Gracias. Eres un encanto -dice su suegra, y la abraza, y Zoe piensa: este olor lo conozco, es el olor de Ignacio cuando suda en las noches con esa pijama que un día voy a tirar a la chimenea de lo inmunda que está.

– ¿No quieres abrir el sobrecito? -sugiere, con una voz muy dulce.

– Si tú quieres -se resigna doña Cristina-. Pero ya sabes que la plata no es para mí.

– Pero de repente me he quedado un poco corta -finge preocuparse Zoe.

Cuando la conoció, hace ya diez años, le decía señora Cristina, pero una vez que se casó con Ignacio, prescindió de tantas formalidades y pasó a tratarla de tú. Sin embargo, todavía recuerda cuando su suegra le dijo, sorprendida de que ella la tutease, que prefería mantener el usted, el señora Cristina, a lo que Zoe, sin dejarse intimidar, le respondió con una gran sonrisa que en ese caso ella también tendría que llamarla señora Zoe, porque no le parecía justo que ella estuviese obligada a tratarla de usted y que doña Cristina sí pudiese en cambio tratarla de tú. Desde entonces, comenzaron a tratarse de tú y Zoe sintió que había ganado una batalla muy importante para hacerse respetar en esa familia, donde la palabra de doña Cristina era ley sagrada que nadie se atrevía a objetar.

– No creo -dice su suegra, abriendo el sobre con delicadeza-. Tú en cosas de plata nunca te quedas corta, hija.

Zoe no sabe si ese comentario es una ironía, una crítica velada o un elogio, y por eso prefiere mantenerse callada, a la expectativa, disfrutando de un modo morboso ese momento, pues no ignora que el cheque es por una cantidad que ella encontraría ridícula y hasta insultante. Si me pagaran ese dinerillo por un cuadro, rompería el cheque en el acto y echaría de mi casa a esa persona. Si a Gonzalo le ofreciera esa plata por uno de sus cuadros, se reiría en mi cara. Pero esta vieja es tan tacaña que seguro le parecerá una fortuna.

– Qué barbaridad, cómo has podido pensar que un cuadro mío costaría tanto dinero -se asombra doña Cristina, al leer los números que Zoe, con malicia, ha escrito en el cheque.

Bingo, acerté, piensa Zoe, y sonríe encantada.

– Habría querido darte algo más -dice-. Creo que me he quedado corta.

– ¡Qué ocurrencia! -se escandaliza doña Cristina-. Esto es mucho dinero para un cuadro. Los niños huérfanos te van a agradecer que tengas tan buen corazón.

La toma de las manos, con cariño, y le dirige una mirada bondadosa.

– Gracias, Zoe. Hemos tenido tanta suerte contigo. Es un regalo de Dios tenerte en la familia.

Yo tampoco me cambiaría de familia, piensa ella, traviesa, mirando un retrato de Gonzalo que le encanta, donde él aparece abrazado con Ignacio en los tiempos en que ambos eran estudiantes de la universidad. Están en la nieve, con ropas de esquiar, tostados por el sol, y Gonzalo sonríe con un punto de malicia y coquetería que ella encuentra delicioso y del que, por supuesto, cree incapaz a su esposo, que, como de costumbre, aparece muy serio en la foto, guardando la debida compostura.

– ¿Te puedo pedir un favor? -le dice a su suegra.

– El que quieras.

– ¿Me regalarías esa foto? -y señala el retrato de los hermanos en la nieve, listos para esquiar.

– ¿No es preciosa? -se alegra doña Cristina-. Mis dos principitos. Tan buenos, tan lindos. Y se nota cuánto se quieren -añade, acercándose a la mesa donde ha reunido muchos retratos de la familia, entre ellos el que ahora le pide Zoe-. No te la regalo, te la presto -dice, y le entrega la foto, enmarcada en plata, como todas las demás.

Tú no regalas ni un calcetín viejo y con huecos, piensa Zoe. No importa, me la llevo prestada.

– Quiero ponerla en mi escritorio un tiempo -miente-. Luego te la devuelvo.

– Quédate con ella el tiempo que quieras -se resigna doña Cristina-. Pero no me la vayas a perder, que me muero.

– No te preocupes, Cristina. Te dejo, que se me hace tarde.

– Hasta el domingo, si Dios quiere. Gracias por la visita y por el detalle tan fino del chequecito.

Ojalá se lo des a los niños huérfanos y no lo escondas abajo de tu cama, piensa Zoe. Besa a su suegra en la mejilla, mete la foto en su cartera y sale presurosa de esa casa cuyos olores recios la incomodan tanto, aunque, siendo la dama que es, sabe ocultar bien esos disgustos y sonreír como se espera de ella. Antes de entrar en su auto, dirige una mirada fugaz hacia la puerta de calle y le hace adiós a doña Cristina, que permanece de pie, sonriente. Yo sé cuánto te jode que me lleve la foto, gorda, piensa, y le hace adiós. Pero vas a tener que aguantarte, porque me moría de ganas de tener conmigo esta foto de Gonzalo. Sale regio. Está irresistible. Hace tiempo he querido tener esa foto conmigo. Lo siento por ti, Cristina. Pero si no puedo acostarme con tu hijo menor, que tanto me gusta, al menos préstame esa foto suya para consolarme. Zoe enciende el motor, maneja un par de cuadras, se detiene al lado de un parque, saca la foto de su cartera, extrae cuidadosamente el retrato de ese marco que el tiempo ha opacado y se avergüenza de suspirar al tener en sus manos esa imagen que le recuerda la dulce agonía en que se halla entrampada, desear al hermano guapo que no debería mirar con esos ojos y aburrirse con el hermano serio con quien se casó cuando era muy joven. Se sorprende todavía más cuando rompe la foto por la mitad, separando a los hermanos, y hace pedazos la cara de su marido, quedándose con el rostro invicto y seductor de Gonzalo en la nieve. Cómo no te conocí entonces, piensa. Ahora serías mío. Cierra los ojos, piensa en el beso que le dio Gonzalo, besa la foto de su cuñado. Luego la guarda en su cartera y sonríe porque lo siente más cerca, más suyo.

Ignacio acaba de ganar mucho dinero en una rápida transacción bursátil. Está solo, en su oficina. Almorzará allí en un par de horas. No le gusta salir a almorzar a la calle. Piensa que es una pérdida de tiempo. Prefiere que le envíen, de un restaurante cercano, un pollo con ensalada y un jugo de papaya con naranja, su almuerzo de todos los días. Come en una mesa circular de su oficina, hojeando papeles. No tarda más de diez minutos en almorzar, cepillarse los dientes en su baño privado y volver a los asuntos del trabajo. En cambio, salir a almorzar con amigos o clientes supone perder un par de horas. Cuando tiene algún almuerzo de negocios, prefiere organizarlo en el salón de directorio del banco. Sólo si es inevitable, sale a la calle. Ahora está contento porque ha ganado dinero vendiendo unas acciones que compró muy bajas medio año atrás. Pocas cosas le producen una sensación de bienestar tan agradable como ganar dinero así, en una operación limpia, sin agitarse, desde su escritorio, anticipándose a los altibajos de la Bolsa. Soy feliz cuando gano dinero, piensa. Soy feliz acá, en mi oficina, solo, multiplicando lo que me dejó papá. Soy un hombre con suerte. Debería dar gracias a Dios. Tengo más dinero del que jamás soñé. Tengo toda la plata que necesito para vivir como me dé la gana hasta el último día que Dios me conceda. Hacía tiempo que no me sentía tan bien como ahora. Es curioso, pero a veces soy más feliz acá, en el banco, que en casa con Zoe. Acá no me aburro nunca, y cuando gano dinero, soy extremadamente feliz. He salido a ti, papá. Ahora comprendo bien por qué casi no te veíamos en casa cuando éramos chicos, por qué te apasionaba tu trabajo, las cosas del banco. Este dinero que he ganado hoy, yo lo sé, me lo has regalado tú desde allá. Fuiste el mejor padre del mundo. Iré a darte las gracias.