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Gonzalo entra a su casa, enciende las luces, orina en el baño, se mira en el espejo y sabe que está borracho, lo ve en sus ojos, que brillan con desusada intensidad, y en su sonrisa torcida, en la que se adivina un cierto egoísmo, un escondido talento para la mezquindad. Me jode tanto que me digan que soy irresponsable y egoísta porque en el fondo sé que hay algo de verdad en esa acusación, piensa, saliendo del baño. Uno sólo se enoja cuando le dicen cosas ciertas; si te acusan de una completa estupidez, nunca te molestarías.

Pues sí, es verdad, soy irresponsable y egoísta, se dice, en voz alta, caminando como un energúmeno por su taller. ¿Pero acaso no tengo que ser un poco irresponsable y egoísta para ser pintor, para seguir pintando, para inventarme un mundo donde me sienta bien y pueda sobrevivir con una cierta dignidad? ¿No es una gigantesca irresponsabilidad tratar de ser un artista, cuando sería tanto más fácil vivir la vida cómoda de mi hermano? Sí, soy un egoísta, pero de ese egoísmo salen mis cuadros, y mis cuadros son la mejor manera que tengo de querer al mundo, de darle al mundo algo valioso y perdurable. Soy un egoísta porque, si no lo fuera, dejaría de pintar. Y si dejase de pintar, mi vida sería una mierda, no tendría sentido. Soy un irresponsable, un egoísta, un pintor y un hombre solo. Y al que no le guste, que se vaya a la puta que lo parió.

Se acerca al teléfono y llama a Zoe.

– Ven -le dice, cuando ella contesta.

– No puedo -susurra ella-. Ahorita llega Ignacio.

– Ven después. Quiero verte.

– Yo también. Pero ahora es imposible. No puedo escaparme.

– Invéntate algo, Ignacio te creerá.

– Gonzalo, no seas tan loco.

Menos mal que no me ha dicho no seas tan irresponsable, piensa él.

– Estoy loco por ti -dice.

Zoe goza ese momento, pero sufre también, porque no sabe qué diablos hacer. Quiere ir a verlo, pero no se atreve, su marido está por llegar.

– Si puedo, me escapo. Pero no me esperes.

– Ven. Quiero besarte.

– No sé, Gonzalo.

– Yo sí sé. Y tú también. No tengas miedo.

– Me muero de miedo.

– Ven.

– Trataré de ir.

– Te espero.

– No me esperes. No hoy.

– Ven cuando quieras. Te estaré esperando.

Gonzalo enciende el equipo de música, elige un disco que le encanta, baila perezosamente en la penumbra de esa vieja casona. Le gusta bailar solo cuando está borracho. Detesta bailar en lugares públicos, tumultuosos, donde a uno lo empujan y le dan pisotones. Baila pensando en que Zoe vendrá y bailará con él y se dejará besar y, con miedo, resistiéndose levemente, llevar a la cama. Baila cuando cree oír el timbre.

– ¿Zoe? -dice por el intercomunicador, feliz de pensar que ha llegado tan de prisa.

Pero hay un silencio apenas rasgado por el ruido lejano de la calle.

– ¿Zoe? ¿Eres tú?

Hasta que ella se anima a contestar, desolada:

– No, soy Laura. Ya me voy. Perdón.

– ¡Mierda! -grita él, tras cortar el intercomunicador, pero no sale a la calle a buscarla.

Luego llama por teléfono a Zoe. Escucha la voz de su hermano:

– ¿Sí?

Cuelga. Zoe no vendrá, piensa. Soy un imbécil. Laura vino y la perdí. Ahora sabe que no la esperaba. Vuelve al teléfono y marca el celular de Laura. Ella no contesta. Lo tiene apagado. No le deja un mensaje. No sabría qué decirle. No quiere mentirle. La verdad es que quiere besar a Zoe, no a Laura, y si besara a Laura sólo para hacerla feliz, pensaría en Zoe. Ésa es la verdad, aunque duela. Y duele. Por eso Gonzalo tira un portazo y regresa caminando al bar.

Ignacio y Zoe se animan a ir al cine en la última función del sábado. No han querido perderse una película que ha ganado premios, recomendada por la crítica rnás exigente, una historia de amor conmovedora, según el periódico. No ha sido fácil para ella convencerlo. Zoe ama el buen cine. Podría ir al cine todos los días de su vida. No le molesta ir sola, aunque prefiere ir con una amiga o, lo que es muy infrecuente, con su esposo. A Ignacio le gusta ver películas, pero en casa. Cuando Zoe le sugiere ir al cine un fin de semana, suele contestarle que es mucho más cómodo arrendar películas en la tienda de vídeos cercana, pues así evitan varias molestias a la vez: el fastidio de encontrar parqueo en el cine, el previsible disgusto de confundirse entre mucha gente, la incomodidad de apretujarse en una butaca rodeado de personas que no necesariamente practican rigurosas normas de higiene y la impotencia de tener que soportar la película íntegramente en caso de que sea mala. Ignacio no tiene inconveniente en detener en casa la cinta de una película aburrida y meter otra en su lugar con la esperanza de que sea mejor, pero cuando va al cine se rehúsa a salir a mitad de la función, obligándose, aunque la película le resulte insufrible, a permanecer hasta el final, una costumbre que puede llegar a desesperar a Zoe. Aunque no encuentra argumentos para defenderse, Ignacio dice la verdad cuando afirma que odia salirse del cine a mitad de una película y que no tolera seguir viendo en casa una cinta que le aburre. Por eso, él encuentra más seguro ver películas en casa, no una sino varias, de manera que si alguna falla, siempre hay un reemplazo a mano, y mira con recelo a su mujer cuando ella insiste en ir al cine porque, según dice, la experiencia es más intensa y completa. Ahora, buscando un lugar donde aparcar en medio de un enjambre de vehículos estacionados en varios pisos subtérraneos de ese complejo comercial, Ignacio se arrepiente de haber cedido a las presiones de su esposa para ir al cine esa noche. Es un mal día, piensa. Los sábados en la noche todo el mundo va al cine. Me pone de mal humor dar vueltas y vueltas en busca de un jodido parqueo. Es tanto más cómodo ir a la tienda de vídeos, sacar cuatro películas y echarnos a verlas en la cama. No sé por qué Zoe insiste tanto en traerme al cine cuando sabe que me incomoda. Ella cree que uno se hace más culto viniendo al cine. No estoy tan seguro de eso. Dónde hay un maldito parqueo, coño.

– Sigue a esa pareja que está caminando -sugiere ella, señalando a un hombre y una mujer que, al parecer, se dirigen a uno de los tantos autos aparcados en ese nivel-. Seguro que van a salir.

– No me digas lo que tengo que hacer -se enoja repentinamente él-. Cuando estoy manejando, no me des órdenes. Yo estoy al timón. Yo sé lo que tengo que hacer.

– Está bien, pero no te molestes -dice ella, sorprendida por la violencia con que él ha reaccionado.

Odio que me des instrucciones cuando estoy manejando, piensa él. Detesto que presumas de lista y creas ver un parqueo libre antes que yo. Siempre es igual. Tú me tienes que decir adónde debo cuadrar porque yo soy un idiota incapaz de encontrar un estacionamiento solo.

No sé por qué te irritas y me ladras por cualquier cosa, piensa ella. Si no querías venir al cine, podrías habérmelo dicho. Es tan desagradable venir al cine contigo de malhumor, como si me estuvieras haciendo un favor. Soy una tonta. No aprendo. No volveré a decirte que me acompañes al cine. Cuando vengo sola, la paso mucho mejor.

Después de aparcar, suben al ascensor, llegan al nivel de la boletería y hacen una larga fila para comprar las entradas.

– Ya sabía que tendríamos que hacer esta cola interminable -se queja él, en voz baja.

– No me regañes, Ignacio. Estamos bien de tiempo. No hay apuro.

– Voy a construir una sala de cine en la casa.

Irás tú solo, porque yo necesito salir y ver gente, piensa ella. Ve a una pareja tomada de la mano, diciéndose algo presumiblemente dulce al oído, y la envidia. No les molesta hacer cola porque son felices estando juntos, se dice. A Ignacio le molesta cualquier cosa que hace conmigo, no por el mero hecho de hacerla, sino porque está conmigo. No sé por qué, cuando salimos juntos está siempre crispado, tenso, apurado, de malhumor, como si lo que más le importara fuese volver a casa.