Ojalá me quisiera a mí la mitad de lo que quiere a su madre. Es el niño perfecto de mamá. Y ella morirá pensando que yo me saqué la lotería casándome con su hijo mayor, el banquero exitoso que me hizo más feliz de lo que yo merecía. Se equivoca. No soy feliz. Ya me olvidé de lo que es sentirme feliz. Me aburro con Ignacio. Y no sé qué hacer. Porque tampoco me atrevo a dejarlo. Pero necesito un poco de pasión en mi vida. No puedo seguir así. Tengo que hacer algo.
Todo sería diferente si pudiéramos tener hijos, piensa Zoe, mientras viste la ropa deportiva que sudará en el gimnasio. Pero Ignacio y ella se han cansado de probar todas las técnicas posibles y no han podido tener un hijo. Han viajado a las mejores clínicas, se han sometido a los más costosos tratamientos, han rezado con fervor pidiendo un milagro, yero nada ha dado resultado y, con una pena callada, se han resignado a la idea de que serán una pareja sin hijos.
Es un castigo injusto de Dios, se molesta ella a veces. Porque con toda la plata que tenernos, con lo bueno que es Ignacio después de todo, podríamos hacer muy felices a nuestros hijos, llenar sus vidas de amor y cosas lindas. Pero es como si Dios, por habernos dado tantas cosas, nos hubiese castigado quitándonos a los hijos. Ignacio alguna vez sugirió adoptar, pero Zoe se opuso tajantemente. No soporta la idea de criar niños que no sean suyos. Mis hijos tienen que parecerse a mí, oler a mí, tener mis genes y mi sangre, -se irritó-.
Nunca más volvieron a hablar del terna. Zoe se consuela pensando que, al no ser madre, tiene más tiempo para aprender, educarse, mejorar como persona. Por eso, en los últimos años, ha tomado clases de filosofía, de yoga, de religiones comparadas y ahora se divierte mucho en las de cocina con un profesor al que encuentra guapísimo. Pero, a veces, cuando sale de compras al centro comercial más elegante de la ciudad y pasa al lado de una mujer con niños bonitos, no puede evitar mirarlos con tristeza y secarse una lágrima pensando en la felicidad de ser mamá que el destino le negó.
Quizás fue un error casarme con Ignacio, piensa, pedaleando frenéticamente en la bicicleta estática del gimnasio que su marido le construyó en una esquina de la casa, más allá de la piscina y los jardines, para evitarle el disgusto de ejercitarse con otras mujeres y hombres, mujeres que sudaban donde luego Zoe tendría que reclinarse con asco, hombres que la miraban de un modo vulgar, incomodándola. Quizás el hecho de que no pueda tener hijos conmigo es una prueba clarísima de que elegí al marido equivocado, se atormenta. Si me hubiera casado con Patricio, tendría cuatro hijos preciosos, viviría en una casa más chica, no importa, pero me haría el amor todas las mañanas antes de irse a trabajar y yo sería feliz recogiendo a los chicos del colegio, cocinándoles, ayudándolos en las tareas, contándoles un cuento antes de dormir. Yo nací para ser madre. Es tan injusto que me castigues así, Dios. Por eso no creo en ti. Yo nunca le hice daño a nadie para que me trates tan mal. A Patricio le hice daño cuando lo dejé, pero no fue por mala, sino porque era muy niña y estaba confundida y quería vivir la vida. No me sentía preparada para irme con él. Era muy joven.
Zoe y Patricio fueron novios cuando ella comenzaba la universidad y él estaba a punto de graduarse y viajar al extranjero a estudiar una maestría. Vivieron juntos unos meses muy felices. Patricio fue su primer amante de verdad, los otros habían sido aventuras furtivas, travesuras de una noche. Zoe se enamoró por primera vez y aún ahora piensa que, a escondidas, todavía siente un cosquilleo por él. Por eso, ciertas noches, cuando Ignacio duerme, ella va a la computadora y le escribe cosas breves: te extraño, me encantaría verte, deberíamos encontrarnos en secreto algún día. Pero Patricio está lejos, casado, enamorado de su esposa, con hijos a los que adora y nunca dejaría. Es sólo una fántasía, un juego travieso de medianoche, una manera de escapar del aburrimiento en que se ha convertido su matrimonio. Zoe sabe que no sería capaz de besar de nuevo a Patricio. Tal vez por eso, cuando se encuentran en internet tarde en la noche, se atreve a decirle cosas osadas y se eriza cuando él le sigue el juego y le dice que a veces se toca pensando en ella. Lo dejé por cobarde, piensa Zoe, tendida en el gimnasio, descansando entre sus series de abdominales. Debí irme con él. Ahora tendría hijos y sería feliz. Pero ella sabe que hace trampa. Porque era muy joven cuando Patricio le pidió que dejase todo para acompañarlo a vivir en el país lejano donde él continuaría estudiando. Si me quiere de verdad, regresará por mí, pensó ella entonces y se quedó esperándolo. Patricio no regresó. Ahora Zoe lo recuerda como un hombre dulce y apasionado, un amante insaciable. Todo lo que no es mi marido: ¿de qué me sirve tener quinientos zapatos finísimos si mi esposo es incapaz de hacerme el amor los miércoles?
Después de ejercitarse durante hora y media en el gimnasio, Zoe camina de regreso a su casa. Está cubierta de sudor: le gusta oler su sudor, le gusta cómo huele su sudor, le recuerda que es todavía una mujer viva, que desea, que tiene dormida la pasión. El olor de mi sudor es el olor de la pasión, del sexo, piensa. Pasa una toalla blanca por su frente, secándose. Se alegra cuando recuerda que esa tarde tiene clases de cocina con Jorge, su profesor, el dueño del mejor restaurante de la ciudad. Las manos de Jorge me vuelven loca, piensa. Le chuparía los dedos, uno por uno, al final de la clase. Debe de ser un amante fantástico. Debe de ser muchísimo mejor en la cama que Ignacio. Y creo que me mira de una manera especial. Somos doce señoras en la clase, pero yo sé que soy su preferida. Si esas manos tan lindas quisieran tocarme, no podría resistirme, piensa, mientras se desviste. Necesito unas manos que me toquen con desesperación. Necesito amor.
Después de mis clases de cocina, voy a pasar por el taller de Gonzalo. Está loco, pero al menos me hace reír. Y pinta precioso. No sé de dónde ha sacado ese talento, pero seguro que no de mi suegra, que pinta unas cosas horrendas. Un domingo me voy a vengar de Ignacio, se ríe sola Zoe. Cuando me lleve a casa de su madre, le voy a decir a la vieja tacaña: Cristina, yo te quiero mucho, pero no puedo seguir mintiéndote, tus cuadros me parecen un espanto.
Zoe sale de la ducha. Tras secarse, se ve desnuda en el espejo. Le gusta su cuerpo: pechos todavía erguidos, nada de barriga, piernas largas y endurecidas por la gimnasia, un trasero que ella encuentra excesivo pero que los hombres suelen mirar con ardor. Todavía estoy guapa, piensa. Imagina otras manos tocándola, las manos de Patricio tan lejanas, las de Jorge, el profesor de cocina. No soy una puta, se arrepiente. Soy una mujer casada. Ignacio es tan bueno. Siempre lo voy a querer. Luego recuerda que es miércoles y debe esperar hasta el sábado para cumplir la rutina del amor con
su esposo. Lo odio. Es tan cuadrado, tan aburrido. Quiero reírme un rato. Pasaré a ver a Gonzalo. Si a mi marido le molesta, mala suerte. Su hermano es un encanto. Me divierte muchísimo. Si lo hubiera conocido antes que a Ignacio, no sé qué habría pasado. Porque está guapísimo. Zoe, mejor no pienses esas cosas, se dice, mientras mira con orgullo sus nalgas sin rastros de celulitis.
Gonzalo nunca comienza a pintar antes del mediodía. Necesita dormir ocho horas por lo menos y suele acostarse tarde. Cuando duerme mal, le cuesta más trabajo pintar, se enfada con facilidad, enciende la música a un volumen alto y a veces grita mientras pinta. No es como Ignacio, su hermano mayor, que, duerma mal o bien, trabaja siempre a un ritmo parejo, sosegado. Gonzalo pinta todas las tardes, incluso los domingos o feriados. Sólo deja de pintar cuando viaja y por eso prefiere no viajar con frecuencia. Siente que su vida se torna gris y carece de sentido cuando deja de pintar. Necesita pintar. Descubrió eso cuando tenía veinte años y estudiaba negocios en la universidad. Empezó a pintar después de clases para olvidar un contratiempo amoroso y también, en cierto modo, la rutina tediosa de la universidad. A medida que pintaba, sentía crecer la pasión por esa manera íntima de recrear el mundo y expresar la violencia a menudo contradictoria de sus sentimientos. Pintando comprendió que su vida estaba allí, en los lienzos y los colores, y no en el banco junto a Ignacio. Por eso, un buen día dejó de ir a la universidad. Desde entonces, sólo le ha interesado pintar.