Ya en la sala de cine, Ignacio elige, como de costumbre, la última fila, el asiento de la esquina que le permite estirar las piernas. Zoe no ignora que a él le fastidia sentarse en cualquier fila que no sea la última, como tampoco ha olvidado que su esposo no tolera a las personas que se atragantan de palomitas de maíz durante la película, una costumbre que él encuentra irritante, pues le disgusta el ruido de las palomitas que crujen al ser masticadas por los espectadores vecinos. Por eso, Zoe se resigna a sentarse en la última fila y se queda con las ganas de darse un atracón de palomitas con mantequilla. Cuando va al cine sola, se venga de Ignacio y se deleita comiendo tantas palomitas que luego, con los labios muy salados y la barriga hinchada, se arrepiente. Ahora, mientras espera a que comience la función, mira de soslayo a su esposo y advierte en ese rostro todavía apuesto una expresión de extrema quietud que la asusta. Estás muerto, Ignacio, piensa. Cuando estás conmigo, siento que mueres. No sonríes. No haces un comentario travieso. Llevas la vida con una solemnidad que me da miedo. Parece como si estuvieras castigado. Estamos juntos en el cine. Es un sábado en la noche. Podríamos ser felices. Algún día fuimos felices. ¿Te acuerdas? ¿O sólo recuerdas el valor de tus acciones en la Bolsa, los dineros que tienes en el banco? Despierta, Ignacio. Tómame de la mano y bésame de pronto cuando se apaguen las luces, como hacías cuando nos conocimos y recién salíamos. Pero sé que no me besarás. Porque ahora dices que besarse en público o tomarse de la mano es cosa de mal gusto.
– Voy al baño -dice Zoe, y se pone de pie.
No va al baño, sin embargo. Rápidamente, pues no quiere perderse el principio de la película, compra unas palomitas de maíz y, ante la perplejidad de la vendedora, que la mira sorprendida, las echa dentro de su bolso de cuero, para que Ignacio no se dé cuenta de que ella es una de las tantas personas ordinarias que comen palomitas en el cine.
Antes de volver a la sala, come de prisa todas las que puede para saciar su capricho.
– ¿Todo bien? -pregunta Ignacio cuando Zoe se sienta a su lado, ya las luces apagadas.
– Todo bien -dice ella.
Sacar una palomita de la lujosa cartera que tiene entre las piernas, llevársela a la boca, dejarla inmóvil sobre su lengua, dejar que se deshaga lentamente, pasarla sin masticarla, evitar cualquier ruido delator, disfrutar sin apuro de ese sabor salado, es una operación que Zoe lleva a cabo secretamente, sin que su marido la descubra, cada cinco o diez minutos, cuidándose de no repetirla con una frecuencia que resulte sospechosa y de no hacer ningún movimiento que pudiera poner en evidencia esa pequeñísima traición a su marido. Nunca he gozado tanto comiendo palomitas, piensa.
Más tarde, se deja arrastrar por esa historia de amor y termina disimulando, además de las palomitas en su boca, las lágrimas que corren por su mejilla. Llora porque la película le recuerda, con una crudeza que no esperaba, el amor. Llora porque está harta de disimular. Ahora mastica la palomita, la hace crujir sin temor a que la pille su marido y la traga rápidamente. No puedo seguir escondiendo la verdad, piensa.
Al volver a casa, Ignacio insiste en hacer el amor como todos los sábados. Resignada, Zoe se entrega a esa mecánica sucesión de furores, bríos y embates, finge un orgasmo y siente un profundo alivio cuando concluye aquella ceremonia íntima que ahora encuentra tan predecible como agobiante. No puedo seguir escondiendo la verdad, repite en silencio, al borde de las lágrimas.
Gonzalo está de pie frente al lienzo y se desespera porque no puede pintar. No ha podido pintar desde que besó a la mujer de su hermano. Quiere volver a verla. Quiere entrar en su boca otra vez. Trata de alejarla de sus pensamientos pero no lo consigue. Sufre por eso. Bebe agua, camina como un demente alrededor del taller, se echa en el piso de madera, grita para expulsar la tensión que siente crecer adentro suyo, la idea empecinada y violenta de poseer a esa mujer. Le duele que Zoe le sea esquiva, que no pasara a verlo de nuevo y ni siquiera le haya llamado. No sabe qué diablos hacer. Se arrepiente de haberla llamado la otra noche, borracho. No quiere pensar en Ignacio. Le avergüenza recordar que su hermano le ha ofrecido un dinero de regalo sin saber que él desea con rabia a Zoe y, en las noches insomnes, se enardece pensando en ella. No ha querido llamarlo. No sabría qué decirle. Tampoco desea perder el dinero que Ignacio generosamente le ha prometido. Mi hermano me mantiene para que yo pueda ser pintor, piensa. Ignacio trabaja para que yo sea feliz pintando. Pero yo no puedo pintar. No puedo porque el recuerdo de Zoe me está volviendo loco. No hago sino pensar en ella, imaginarla conmigo. Me estoy obsesionando. Nunca he deseado tanto a una mujer, ni siquiera a Mónica cuando la cabrona me dejó. Soy un hijo de puta. Mi hermano está pensando en hacer plata para que yo pueda pintar tranquilo y yo estoy pensando en tirarme a su mujer. Tú ganas, Ignacio. Eres una mejor persona que yo. Eres más noble, más generoso. Por eso has llamado a decirme que me darás plata. Para decirme que me perdonas y también para recordarme que eres un mejor tipo que yo. Me jodiste. No te puedo ganar. Recibiré la plata y me la gastaré con absoluto egoísmo en las cosas que me hacen feliz. Yo sólo te puedo ganar en una cosa: en tener pasión, en perder el control por algo o alguien, en vivir un poco más al borde del abismo. Por eso estoy jodido. Porque me apasiona tu mujer, la idea de despertarla del estado de coma en que la tienes dormida. Me enloquece pensar en ella, en amarla como tú no sabes o no puedes, como estoy seguro que nunca pudiste. No es mi culpa que ella me desee y que yo pueda ver en sus ojos toda la infelicidad que lleva adentro y de la que, es obvio, te hace responsable. Me siento un cerdo, Ignacio, pero quiero tu dinero y también a tu mujer.
Aunque sabe que no debe hacer esa llamada, Gonzalo se pone de pie, camina al teléfono y marca el número de la casa de su hermano. Es lunes, Ignacio debería de estar en el banco, piensa. Contesta, por favor, Zoe. Necesito oír tu voz, saber que tú también piensas en mí.
– ¿Sí, diga? -escucha Gonzalo una voz de mujer mayor. Debo de haberme equivocado, piensa. Vuelve a marcar. Contesta la misma voz.
– ¿Quién habla? -pregunta él.
– ¿Quién es usted? -pregunta, desconfiada, la mujer.
– Yo soy el hermano de Ignacio -dice Gonzalo, sin pensarlo-. ¿Y usted?
– Yo soy la señora de la limpieza.
– ¿Está Zoe?
– Sí, la señora está en su escritorio.
– Páseme con ella, por favor.
– Voy a ver si puede acercarse -dice la mujer con frialdad.
Gonzalo se queda pensando en lo que ha dicho hace un instante: yo soy el hermano de Ignacio. Le duele reconocer que, bajo presión, se define de esa manera, como el hermano de Ignacio. Nunca seré yo mismo, piensa. Siempre seré el hermano de Ignacio. No conseguiré que Ignacio sea conocido como el hermano de Gonzalo. Yo siempre seré su hermanito menor, el pintor bohemio, el que se gasta la plata del banquero respetado y exitoso que es su hermano mayor. Sólo soy eso, carajo: el hermano de Ignacio. Soy un pobre diablo. Ignacio tiene razón cuando me dice que soy un perdedor. Sólo un perdedor llamaría un lunes a las dos de la tarde a casa de su hermano con intenciones de seducir a su cuñada. Pero está en mi naturaleza: me acepto como un perdedor, como el hermano de Ignacio, como el hermano de Ignacio que quiere tirarse a su cuñada.
– Gonzalo -dice Zoe, en voz baja, cuando se pone al teléfono, y al decir el nombre de su cuñado ha sentido un oscuro placer-. Qué sorpresa. Te hacía pintando a estas horas.
– No puedo -dice él, aliviado de sentir esa voz cálida y saber así que Zoe no está molesta por la llamada que le hizo la otra noche, borracho-. Sólo quería saludarte y disculparme.