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Una vez que termina de regar el jardín, Ignacio entra al gimnasio, enciende las luces y el televisor y, tras estirarse un poco, flexionándose hasta tocar las puntas de sus zapatillas con las manos, sube a la máquina para correr, programa media hora a la velocidad de siempre y empieza a moverse sobre esa faja que se desliza bajo sus pies. Procura no pensar en nada que pueda ensombrecer su ánimo, romper la armonía de oír su respiración pareja, saludable. Mantiene su mente en blanco, ni siquiera sigue las noticias del televisor, sólo se concentra en sus movimientos y su respiración, piensa en nada, goza de su propio cuerpo, de sentirse con energía, en buena forma. La mejor revancha contra los envidiosos es mantenerse joven y saludable, recuerda. hora en el jardín y el gimnasio no se la doy a nadie. Esa mía. Es mi hora de absoluto egoísmo. Me hace tanto bien. Mientras tanto, en la cocina, Zoe alista la cena que, como todas las tardes, ha comprado en una tienda exclusiva cerca de casa. Zoe no cocina. Le aburre cocinar y además se ha sabido desde joven sin ningún talento para esos quehaceres. Podría contratar a una cocinera, pero le molestaría la presencia de esa intrusa en su casa. Ya bastante le disgusta tener, a ciertas horas del día, a la señora de la limpieza. Zoe goza estando sola en su casa y por eso se ha acostumbrado a comprar la comida preparada en un lugar exquisito donde ya conocen sus gustos y los de su marido. Aunque ella no comerá más que una ensalada verde y una fruta de postre, sabe que Ignacio es feliz sentándose a una mesa bien puesta, con mantel fino y cubiertos de plata, y cenando con la compostura en que fue educado. Por eso, resignada, se ocupa de tener todo en orden para la cena. No es más complicado que poner la mesa, encender unas velas y calentar la comida en el horno a microondas, pero Zoe cumple esa tarea con una cierta pesadumbre, pensando en que, por una sola vez en la vida, sería divertido que Ignacio pusiera la mesa o, mejor aún, cenaran en la cama viendo televisión.

Qué estará haciendo Gonzalo, piensa ella, mientras abre la nevera y saca la comida de su esposo. Estará en la calle, comiendo en algún bar animado. Son tan diferentes cuando comen. Gonzalo se mete la comida como si tuviera una hambre de tres días. Come con pasión. Es un placer verlo comer. Ignacio, en cambio, come con una lentitud que me exaspera. Parece como si midiera las calorías de cada bocado. Se demora siglos en masticar. Es tan absolutamente atildado y perfecto para cenar. Se preocupa más de tener buenos modales que de disfrutar de la comida. Estoy harta de los buenos modales. Quiero cenar con un hombre tosco, con malos modales, que se chupe los dedos y eructe, que se apure pensando en que después me comerá a mí, no como Ignacio, que se demora tanto en la cena que esta noche debería sentarme a la mesa con una almohada. Dios, es todo tan lento con Ignacio. Yo acabo mi ensalada en tres minutos y luego hay que mirarlo comer como el señorito de los modales perfectos. Un día le voy a dejar en la mesa un pan con queso y un plátano pelado, a ver qué pasa, cómo reacciona. No todo en la vida tiene que ser perfecto, Ignacio, piensa Zoe, y extiende bien el mantel a cuadros para que no queden arrugas.

Después de darse una ducha rápida en agua tibia tirando a fría -pues le disgusta bañarse en agua caliente y sentirse luego como adormecido-, Ignacio se abriga en su ropa de dormir, un pantalón y una camisa de algodón, viste encima una bata gruesa, cubre sus pies con dos pares de calcetines -una costumbre que su mujer encuentra muy desagradable, y es que ella, incluso cuando hace frío, prefiere no usar medias- y se dirige a cenar al comedor, una mesa alargada de caoba, con un candelabro al centro, y ocho sillas, seis en los lados y dos en las cabeceras. Antes de sentarse en la cabecera más cercana a la cocina, enciende una estufa para calentarse los pies. Ignacio suele quejarse de que el frío se le mete por los pies y por eso duerme con doble media y cena al lado de una estufa. Zoe piensa que son caprichos de viejo y que nada le pasaría si se sacara esas medias de lana y apagase la estufa. Pero ya no da la batalla. Se ha cansado de decirle que ponerse doble media es una costumbre poco higiénica y desagradable. Sabe que su marido no le hará caso y seguirá pensando que debe mantener calientes sus pies para protegerse de los resfríos que, a pesar de todos sus cuidados, lo asaltan con frecuencia. Yo me resfrío más fácilmente que tú, suele defenderse Ignacio cuando su esposa le dice que eso de cenar con dos pares de calcetines y estufa le parece una payasada. No tenemos la misma temperatura, dice él. Yo aguanto el frío mucho peor que tú. Todo el día llevo los pies congelados. Si no me abrigara los pies, viviría resfriado. Pero igual vives resfriado, piensa Zoe, y no se lo dice, calla, porque sabe que no podrá cambiar esas manías de su esposo. Como sabe también que debe cenar ahora soportando esa música gregoriana que ha puesto Ignacio y que ella encuentra tan absolutamente deprimente. Esta casa parece un monasterio, piensa, comiendo su ensalada verde, procurando inútilmente hacer oídos sordos para no hundirse en la solemnidad religiosa de esa música que su marido ama y ella abomina. Quiero escaparme de este convento, piensa. Mi marido es un monje. Ignacio, entretanto, le hace algunas preguntas más o menos previsibles -¿qué tal tu día?, ¿qué sabes de tus padres?, cuéntame novedades de tus amigas, ¿adónde quieres viajar en mis vacaciones?, ¿en qué has pensado gastar la plata que te regalé?- y ella las contesta de la manera amable y sumisa que él espera. Pero mientras habla como la esposa atenta que aborrece ser, su cabeza está en otra parte. Piensa en lo que hará cuando Ignacio se levante, le dé un beso agradeciéndole por esa cena tan rica y se dirija a la cama. Tolera el tedio de esa rutina conyugal porque se enardece secretamente tramando su pequeña venganza. La ejecuta, en efecto, con placer: cuando Ignacio se retira del comedor, Zoe camina hacia el equipo de música, saca el disco gregoriano que ha odiado la última media hora, lo lleva a la cocina, lo introduce en el horno microondas, cierra la pequeña puerta y aprieta el botón de un minuto. Ve las chispas que saltan del disco y su sonrisa reflejada en la puerta del horno.

Aunque sabe que no está enamorado de ella, necesita verla. Le tiene cariño, la extraña como amante, sabe que la ha lastimado y quiere pedirle disculpas. Gonzalo bebe una copa en la barra de un bar cercano a su casa. Se ha prometido beber sólo esa copa. No quiere volver a perder el control. Recuerda que cuando se pasa de tragos se pone mal y al día siguiente agoniza. Está satisfecho porque ha podido pintar toda la tarde. El bar todavía no se ha llenado de gente, es temprano y mejor así para él, porque puede beber tranquilamente y conversar con el muchacho que le sirve los tragos al otro lado de la barra, un chico que sueña con hacer música y grabar un disco. Gonzalo no ha querido llamarla porque, si bien desea verla y pedirle perdón por la otra noche, tiene miedo de seguir haciéndole daño. Ella quiere un compromiso formal y él no se atreve a mentirle en ese punto porque quiere preservar su libertad. Pero está triste. La echa de menos. Imagina a ella más triste todavía y eso lo pone mal. Se siente culpable. La cagué, piensa. Soy un huevón. No debí tratarla tan mal. Después de todo, es una niña y está enamorada. Si se preocupa por tener una relación más formal conmigo es porque me quiere. Necesito saber que está bien. No quiero hacerle daño a una mujer más.