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Se sientan en la barra, Laura saluda al chico del bar con un beso en la mejilla y pide una copa, mira a Gonzalo a los ojos y él intenta decirle con la mirada que la desea más que nunca y que eso, por ahora, debería bastar para seguir juntos.

– ¿Has tomado mucho? -pregunta ella.

– Sólo una copa -miente él-. Ésta es la segunda. Pero si quieres tómala tú y yo me pido una limonada. No quiero tomar más.

– Mejor -dice ella-. Si no, te pones medio loquito, como la otra noche.

– Me pongo loquito por ti -susurra él en su oído, acercándose, poniendo una mano sobre las piernas cruzadas de ella.

– Ay, Gonzalo -suspira ella, como sufriendo un poco-. No sé qué hacer contigo.

– Tengo algo importante que decirte -se pone serio él.

– Dime -dice ella, y parece asustarse un poco.

– He estado pensando en lo que hablamos la otra noche. Te entiendo. Creo que tienes razón. Podemos pensar en casarnos en un año, si todo va bien. Tú eres la mujer que más he querido. No quiero perderte.

Laura sonríe, como si no pudiera creer lo que acaba de oír, lo abraza emocionada y luego busca sus labios y lo besa. Gonzalo no cierra los ojos al besarla. El chico del bar sonríe con su habitual malicia.

– Te quiero tanto, Gonzalo. No sé qué haría sin ti. No voy a encontrar a nadie como tú.

Laura ha dicho esas palabras abrazada al hombre que ama como nunca ha querido a nadie y Gonzalo las escucha con un cierto sentimiento de culpa, pues sabe que ella dice la verdad y él, en cambio, miente.

– Pero hay algo que necesito saber -dice Laura.

– Dime -se aparta Gonzalo, la mira a los ojos y recuerda que no debe decir toda la verdad sino sólo aquella que le convenga más.

– La otra noche toqué el timbre y dijiste Zoe. ¿Quién es Zoe? ¿Por qué la esperabas a esa hora? Te ruego que no me mientas, Gonzalo. Necesito saber la verdad.

Ahora Laura se ha puesto seria y a él le enternece recordar, al ver esa mirada al mismo tiempo dulce e ingenua, que es sólo una niña enamorada.

– Zoe es mi cuñada -se ríe, y la suya es una risa sobreactuada que, sin embargo, logra calmar a Laura-. Zoe es la esposa de Ignacio, mi hermano.

– Qué tonta soy -dice Laura.

– No tenías por qué recordarlo. No los conoces.

– Pensé que era una amiga tuya que me habías escondido.

– ¿Cómo se te ocurre pensar esas cosas, Laurita? Zoe es mi cuñada. La esperaba porque tenía que darme un regalo que me mandaba Ignacio.

– Qué alivio -dice ella, feliz porque él le ha dicho Laurita, y sólo la llama así cuando está contento. Luego lo toma de las manos-. ¿De verdad estás pensando que podemos casarnos cuando llegue el momento? -pregunta, ilusionada.

– En un año -sonríe Gonzalo, y la besa-. Si todo va bien -agrega, y se siente un canalla.

Más tarde, en la cama, mientras hacen el amor con la pasión de los amantes que acaban de reconciliarse, Gonzalo le dice al oído:

– Eres tan rica. Te amo. No puedo vivir sin ti.

Pero tampoco puedo vivir sin Zoe, piensa, cerrando los ojos, recordándola.

Doña Cristina cumple años y ha querido celebrarlos cenando con sus hijos en su restaurante favorito. A pesar de que ya son las diez de la noche y la invitación era a las nueve, Gonzalo todavía no ha llegado. Su madre no parece sorprendida, pues conoce bien que la puntualidad no es una de sus virtudes. Ignacio y Zoe han pasado a recogerla minutos antes de las nueve y ella, sabiendo que Ignacio nunca llega tarde, los esperaba muy elegante con un vestido oscuro y un pañuelo de seda. Sentada a esa mesa del restaurante, que ella considera el mejor de la ciudad, doña Cristina bebe un trago, se entretiene comiendo panes con mantequilla y cuenta, con una sonrisa, que ha tenido un día espléndido, tal como lo planeó: ha asistido a misa por la mañana para dar gracias por la buena salud, luego visitó la tumba de su marido en el cementerio y le dejó flores, pudo pintar por la tarde un par de horas y recibió llamadas, tarjetas y regalos de sus mejores amigas, pero no quiso organizar un encuentro con ellas porque prefería regalarse unas horas para pintar y guardarse el apetito para la cena con sus hijos.

– No he comido nada en toda la tarde para llegar muerta de hambre a la cena con ustedes -dice, sonriendo, y se lleva a la boca un pan con mantequilla.

Se nota, piensa Zoe, y sufre porque se muere de ganas de comer un pan, siquiera un pedacito, pero resiste a la tentación, recuerda que debe mantenerse delgada y que no debe tocar el pan porque uno se convierte en varios y varios son una garantía de que mañana amanecerá barrigona y se sentirá fatal, y odia por eso a su suegra, la odia porque la ve feliz, gorda, comiéndose todos los panes con mantequilla que le da la gana, y piensa: eres una cerda, Cristina, cómo no tienes vergüenza de pedirle al mozo que te traiga otra canasta de panes porque tú solita ya arrasaste con la primera.

Doña Cristina les cuenta los regalos que ha recibido de sus amigas -flores, libros, algún cuadro, un disco, una agenda- y añade que el mejor regalo se lo ha hecho ella misma, retirarse unas horas por la tarde a su estudio y gozar pintando. Ignacio se cansa de esperar a Gonzalo, llama al mozo y pide la carta. Sigues siendo el mismo irresponsable de siempre, piensa de su hermano, al advertir que son pasadas las diez y no aparece. No puedes ser puntual ni para el cumpleaños de mamá. Eres capaz de haberte olvidado. Lo peor es que ni siquiera tienes algo importante que hacer. Si fueras presidente del banco, quebraríamos en tres meses.

– Esto es para ti, mamá -dice, y saca de su bolsillo un regalo envuelto en papel de flores-. Feliz cumpleaños. Se acerca a su madre y la besa en la mejilla.

– Feliz día, Cristina -añade Zoe, con una sonrisa-. Ojalá te guste.

Ojalá te guste más que el pan con mantequilla, piensa, y acerca una mano a la canasta de panes, dispuesta a violar su juramento de que no probará siquiera un pedacito de pan, pero luego se contiene y retira la mano, una secreta agonía que su esposo y su suegra no advierten, pues están atentos al regalo que doña Cristina abre con ilusión, rompiendo el papel de colores que lo envuelve.

– Qué belleza -se sorprende doña Cristina, al abrir la cajita aterciopelada que esconde un collar de perlas que ahora reluce ante sus ojos-. Es una maravilla de collar. Está divino -añade, con emoción.

– Pensé que te gustaría -dice Ignacio, sonriendo.

Está vestido con un traje oscuro y una corbata gris, la ropa con la que ha trabajado en el banco ese día, y su esposa piensa que se ve aburridísimo con su uniforme de banquero y que al menos podría quitarse la corbata, pero no lo dice, por supuesto, porque sabe que él no le haría caso. Hay hombres que necesitan sentirse seguros con una corbata, piensa ella. Mi marido, por desgracia, es uno de ellos. A mí, últimamente, me interesan más los hombres que se atreven a trabajar sin corbata, que no necesitan ponerse una corbata para sentir que tienen éxito. Zoe ha pensado muy bien qué ponerse esa noche. Quería verse muy guapa porque sabía que estaría con Gonzalo. En la soledad de su dormitorio, se ha probado hasta tres vestidos, demorándose frente al espejo, dándose vuelta, sintiéndose deseable. Al hacerlo, sólo ha pensado en Gonzalo, en el vestido que más le gustaría a él, y por eso ha elegido uno muy ceñido que marca con nitidez el contorno de su cuerpo y se atreve a insinuar un escote que, ya sabía ella, le parecería demasiado osado a su marido, quien, nada más verla, le ha dicho:

– Estás demasiado sexy para el cumpleaños de mamá.

– Me he puesto sexy para ti -ha dicho Zoe, mintiendo con placer, pensando en que ella se ha vestido no para su suegra ni para su marido, sino con el propósito de perturbar todo lo posible a Gonzalo.

Ahora doña Cristina se prueba el collar de perlas, Ignacio se siente orgulloso porque cree que ha acertado con el regalo y Zoe está nerviosa y malhumorada pensando en que Gonzalo no aparece. Si no vienes, eres un cobarde, piensa.