Ha sonado el timbre y Zoe corre a abrir la puerta. La mesa está puesta con el mejor mantel y las servilletas más finas, las velas encendidas, la cena lista en el horno, los bocaditos bien dispuestos, la música que ya no proviene de la radio de moda sino de un disco de piano clásico que a ella le encanta, el postre en la refrigeradora, abiertas las botellas de vino y champán, a medias ya la de champán porque Zoe ha bebido tres copas para calmar la ansiedad y relajarse un poco. Más vale que seas tú, piensa, cuando se acerca al intercomunicador, para asegurarse de que sea Gonzalo quien espera detrás de la puerta. Si es mi suegra que viene a visitarme para jugar cartas, no le abro, juro que no le abro.
– ¿Quién es? -pregunta.
– Soy Ignacio -escucha y da un respingo, pero en seguida reconoce la voz de Gonzalo-. Ábreme, mi amor. Regresé de viaje antes de lo previsto.
Eres un canalla, piensa riéndose. ¿Cómo puedes ser tan caradura y burlarte así de tu hermano? Pero me ha encantado que me digas «mi amor». Ha sonado tan lindo.
– Eres un imbécil -dice, en tono risueño-. Casi me has matado de un infarto. Pasa.
Aprieta un botón y abre automáticamente la puerta de calle, la misma por la que su esposo entra todas las noches al volver del banco, mientras ella lo espera con una cierta resignación. Pero ahora es Gonzalo quien entra caminando, una botella en la mano, vestido con una chaqueta de cuero negra y un pantalón del mismo color, y Zoe lo espera de pie en la puerta de la casa, un viejo portón de madera que fue del abuelo de Ignacio y que ella quisiera cambiar pero no puede porque su esposo le haría un escándalo, y, al ver a su cuñado acercándose a paso seguro en la penumbra de la noche mientras la puerta de calle se cierra a sus espaldas, siente miedo, miedo porque Gonzalo es tan guapo, miedo porque tiene ganas de saltar sobre él y decirle haz conmigo lo que quieras esta noche, miedo de perder el control y ser más atrevida de lo que debería. No seas tan loca, alcanza a pensar. No te acuestes con él. Coquetea, pero no pierdas la cabeza.
– ¿Llegaste bien? -pregunta y trata de parecer serena, relajada.
– Perfecto -dice él, acercándose.
Tiene el pelo mojado, no se ha afeitado hace un par de días, lleva la camisa negra fuera del pantalón, luce desarreglado y, sin embargo, guapo. Al menos te has tomado el trabajo de bañarte para mí, piensa ella, con una sonrisa que reprime.
– Hola -le dice, y besa a su cuñado en la mejilla, para darle una señal de que las cosas no deben desbordarse esa noche-. Tanto tiempo que no venías a la casa.
Gonzalo se contiene, no la abraza, se deja besar fugazmente y sonríe porque siente que ella hace un esfuerzo por parecer una dignísima cuñada, todo lo que, en el fondo, no quiere ser esa noche. La mira. La mira con descaro. La mira porque le apetece mirarla y también porque no ignora que ella se ha vestido así, tan provocativa, para tentarlo.
– Hola, Zoe -dice-. Estás espectacular. No sé cómo haces para verte tan guapa.
– Debe de ser la soltería, que me sienta bien -dice ella, con una mirada coqueta, y se arrepiente en seguida de lo que acaba de decir.
– Debe de ser -se ríe Gonzalo, y pasan a la casa y Zoe cierra la puerta.
– Traje un vino, por si acaso -dice él.
– No has debido molestarte -dice ella-. Tengo todo listo. Me he pasado la tarde cocinando.
Hablan mientras caminan hacia la sala. No se miran. Más allá, en el comedor, la mesa está puesta y las velas encendidas.
– Yo me he pasado la tarde pensando en ti -dice Gonzalo, y la mira a los ojos.
– Gonzalo, no comiences -dice ella, y retira la mirada-. Tenemos que portarnos bien. No podemos hacer locuras. Es la casa de tu hermano -añade, y se odia porque siente que está interpretando un papel, el de la señora casada, del que ya está harta.
Pero no se va a la cocina, se queda allí de pie. Advierte que él la mira con intensidad, que disfruta viéndola tan bella, y eso la halaga, se siente recompensada por todas las horas que suda en el gimnasio y por el esmero con que se ha vestido para que él la encuentre preciosa, irresistible, aunque eso sea jugar con fuego.
– Eres tan linda -dice él, como si estuviera hablando consigo mismo.
– Gonzalo, mejor no -dice ella, erizándose, sintiendo crecer entre los dos el deseo que guardan en secreto y a veces le avergüenza.
– Zoe -dice él, y la toma de la cintura, todavía la botella en la mano derecha-. Estoy loco por ti.
– No debemos, Gonzalo.
– Sólo esta noche -dice él, y la besa con pasión en medio de la sala, y ella se deja besar, se entrega, goza del momento, apenas piensa que está bien besarlo, que puede besarlo todo lo que quiera siempre que no terminen en la cama haciendo el amor.
– Yo también estoy loca por ti -susurra ella en su oído, y lo besa de nuevo con un ardor que había olvidado, que creyó dormido para siempre.
De pronto suena el teléfono.
– No contestes -dice Gonzalo, y sigue besándola.
– Puede ser Ignacio -dice Zoe, y se aparta y camina al teléfono.
Gonzalo deja la botella sobre la mesa del comedor, coge una tostada con caviar y la lleva a su boca. Zoe levanta el teléfono y no puede evitar mirar de soslayo el bulto entre las piernas de su cuñado, un bulto que ha sentido crecer y endurecerse mientras se besaban. Eres un ángel, piensa, mirando a su cuñado. Me has caído del cielo. Te voy a besar entero esta noche. Pero nada más que besarte.
– ¿Sí? -contesta.
– Hola, mi amor. ¿Cómo estás?
Es Ignacio. Zoe se queda helada. No me digas que estás en el taxi camino a la casa, piensa.
– Hola, mi amor -dice, tratando de mantener la calma-. Qué sorpresa. ¿Dónde estás?
Cuando su marido menciona la ciudad a la que ha viajado para cerrar unos negocios, ella recupera el aliento. Mira a Gonzalo, quien, desde la mesa del comedor, sonríe con absoluto cinismo. Es un canalla, piensa. No le tiene miedo a Ignacio.
– ¿Qué tal por allá? -pregunta Zoe.
– Muy bien, todo bien. Mucho trabajo, como siempre. Ya estoy en el hotel. Me voy a meter a la cama porque mañana comienzo tempranito y quiero dormir mis ocho horas. Tú sabes que si no duermo bien, no funciono.
Conmigo no funcionas aunque duermas doce horas, piensa Zoe.
– Claro, acuéstate temprano -dice-. ¿Cuándo vuelves?
– Si puedo, tomo el último avión mañana en la noche.
– Ojalá puedas -miente ella, porque ha pensado: ojalá puedas quedarte dos días más allá.
– ¿Todo bien contigo? -pregunta él.
– Todo bien, no te preocupes, mi amor. Extrañándote siempre.
– Yo también a ti. ¿Qué planes tienes para esta noche? ¿Vas a ir al cine con una de tus amigas?
– Ningún plan. Me voy a quedar tranquila en la casa. No me provoca salir.
– Fíjate si dan alguna buena película en el cable.
– Buena idea. Tengo ganas de acostarme temprano hoy. Con tu hermano, piensa, y se ríe, y se siente desleal, una mala mujer, y se recuerda que eso no debe ocurrir.
– Bueno, mi amor, sólo quería saludarte. Te mando un besito. Hablamos mañana.
– Duerme rico, Ignacio. Gracias por llamar. Te extraño.
Zoe cuelga. Mira a Gonzalo, que le devuelve una mirada cínica, tentadora. La mira como diciéndole: aquí estoy, he venido para hacer lo que tú quieras, a que no te atreves a besarme. Gonzalo no dice nada. Evita hacer una broma fácil sobre la llamada de su hermano. Zoe camina hacia él, segura de lo que quiere: lo abraza, lo mira a los ojos y lo besa largamente. Luego le dice:
– Sólo debemos besarnos. Nada más.
Gonzalo sonríe con ternura y dice:
– Lo que tú quieras, Zoe.
– ¿Vamos a comer?
– Vamos a comer.
Zoe y Gonzalo están sentados a la mesa del comedor. Han cenado sin apuro, a la luz de unas velas, y ahora beben un té de melocotón, sin cafeína, que ella ha servido. Gonzalo ha tomado tres copas de vino y no está dispuesto a medirse esa noche; Zoe prefiere no tomar más porque ya se siente un poco desinhibida gracias al alcohol y no quiere incumplir el juramento íntimo que se ha formulado: que no acabará haciendo el amor con su cuñado. No más vino, piensa. De aquí en adelante, sólo té sin cafeína. Me tomo dos copas más y me arrebato y le bajo el pantalón y mañana me voy a arrepentir.