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– Ay, Gonzalo -suspira, y besa su cuello-. Me hace tan feliz estar así contigo.

– A mí también me hace feliz -dice él, pero no la besa, se esfuerza por cumplir con dignidad el papel de amigo.

– Bésame -dice ella.

– Mejor no.

– Bésame.

– Si te beso, no voy a poder parar.

– Sólo bésame, por favor.

Gonzalo la mira unos segundos a los ojos, se pierde en ella, siente que ha soñado ese momento y la besa primero con suavidad y luego con cierta violencia. Luego le levanta la camiseta, admira esos pechos que ha imaginado tanto tiempo y hace lo que, agitando el recuerdo de esa mujer que ahora tiene a su lado, ha hecho con frecuencia en las noches insomnes, afiebradas: los besa, los besa admirándolos, agradecido.

– Para, para -ruega ella-. No sigas.

Pero Gonzalo no le hace caso y ella se deja besar y goza con los ojos cerrados. Cuando él, besándola, comienza a descender, juega con el ombligo, ella se incopora y lo detiene.

– No, no sigas. Para, por favor. Esto no debe ocurrir.

Gonzalo obedece, se aleja, no pierde la sonrisa.

– Como quieras -dice-. No quiero incomodarte. Mejor veamos la tele.

– Lo siento, mi niño -dice ella, cubriéndose con el edredón, acercándose a él-. Yo también me muero de ganas, tú lo sabes. Pero sé que después me voy a arrepentir.

– Comprendo -dice él, resignado-. Como quieras. Duérmete. Voy a ver un poco de televisión para que me venga el sueño.

– ¿Estás molesto?

– Para nada. ¿Cómo se te ocurre? Estoy feliz de estar acá contigo.

– Yo también estoy feliz, Gonzalo. Te adoro. Eres tan lindo. Me muero por ti.

Se ha sorprendido de decir esas palabras que decía en su adolescencia, cuando se enamoraba de algún jovencito apuesto: me muero por ti. Es algo que no le he dicho en años a Ignacio, piensa.

Ahora Gonzalo intenta ver televisión, sube un poco el volumen, cambia de canales, mientras Zoe se acurruca y acomoda su cabeza sobre el pecho levemente velludo de su cuñado. En este minuto, soy feliz, piensa. Es así cómo me gustaría dormir todas las noches. Éste es un hombre que me quiere de verdad, que no me da la espalda con tapones en los oídos, al que no le incomoda que me eche en su pecho. Éste es un hombre de verdad. Pobrecito. Lo tengo ardiendo por mí.

– Duerme -dice él, y le da un beso en la frente y acaricia su cabeza con ternura-. Hasta mañana. No te preocupes, que me voy a portar bien.

– Hasta mañana, Gonzalo. No sabes cuánto te quiero.

Zoe intenta dormir. No puede. No quiere. Le apena interrumpir ese momento de placer. Todo está bien cuando puedo abrazarlo, piensa. Nada más me importa. Ignacio es sólo un recuerdo pequeño, débil, incapaz de arruinar este instante de felicidad. No quiero dormir. Quiero estar despierta para seguir gozando de este hombre al que no debo tocar pero que necesito sentir mío. Debo ser una señora. Debo ser sólo su amiga. Pero qué ganas tengo de tocarlo más abajo, de besarlo entero. Debes ser una señora, Zoe. Duerme. Déjalo tranquilo. No lo tortures más. Pero no te engañes: esta noche no eres una señora. Esta noche eres una mujer caliente. Esta noche necesitas sentirte un poco puta. Acéptalo. Asúmelo. A la mierda la señora. Sé todo lo puta que quieras ser. No te vas a arrepentir. Después tendrás la vida entera para seguir jugando a ser una señora. Pero hoy te toca ser una puta.

Zoe desliza una mano lentamente y acaricia el sexo todavía erguido de su cuñado. Esto es lo que quiero, piensa. Esto es lo que necesito esta noche. Soy una puta por ti, mi niño. Me hace feliz ser tu putita.

– No me hagas sufrir más -susurra Gonzalo-. No jueges conmigo, por favor.

Zoe no dice una palabra. No se atreve. Las palabras que quisiera decir le dan vergüenza. En silencio, ardiendo, besa a Gonzalo mientras acaricia su sexo, luego besa su pecho, sus tetillas y va bajando sin apuro, besando, lamiendo, olisqueando, maravillándose de estar allí, con ese hombre al que tanto ha deseado en secreto, sintiendo cómo se eriza con sus besos, y luego, a la luz tenue del televisor, le baja el calzoncillo y admira la belleza de su sexo. Lo besa con una cierta reverencia, mientras piensa: ya quisiera Ignacio tener un sexo tan lindo, es el más lindo que he visto en mi vida. Cuando lo tiene en su boca, no se arrepiente un segundo y se entrega a disfrutar de ese momento que cree haber vivido antes. Es tan rico ser una puta contigo, piensa. No puedo ser una señora. No quiero. Quiero comerte a besos.

– Para, Zoe -dice Gonzalo-. Para. Me voy a venir. No quiero venirme así.

Zoe lo besa en la boca.

– No puedo ser tu amiga -confiesa-. Me gustas demasiado. He soñado este momento hace mucho tiempo.

– Yo también -dice Gonzalo-. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres que paremos?

Es un amor, piensa ella. Está muerto de ganas, pero se preocupa por mí, me cuida. Me quiere de verdad.

– No -dice ella, y se baja el calzón, Gonzalo mirándola ahí abajo, fascinado-. Ven, hazme el amor.

Cuando la besa allí abajo, con una seguridad y una destreza que ella no conocía -pues Ignacio en general prefiere no besarla allí-, ella intenta detenerlo, asustada porque siente perder el control, pero él continúa besándola, dándole un placer que ella descubre, a los treinta años, en los labios de su cuñado. Nunca nadie me ha dado tanto placer, piensa, y se entrega por completo.

– Cómeme, Gonzalo. Cómeme. Soy toda tuya.

Un momento después, Gonzalo se acomoda sobre ella y la mira a los ojos, deteniéndose antes de entrar:

– He soñado este momento -dice.

– Hazme el amor -dice ella.

– No tengo un condón.

– No importa. Hoy no hay peligro.

Cuando ya cabalga con desenfreno sobre el cuerpo tan largamente deseado de la mujer de su hermano, Gonzalo alcanza a decir:

– Te amo, Zoe.

– Te amo, mi niño -dice ella.

Y luego añade algo que le sale del alma:

– Soy tu mujer. Soy tu putita.

Gonzalo duerme. Zoe llora a su lado. Llora de felicidad porque ama a ese hombre que, luego de poseerla, ronca en su cama. Llora porque ha gozado con él como nunca con su marido. Llora porque sabe que ese hombre es un amor imposible, el hermano de su esposo. Llora porque quisiera tener más agallas para dejarlo todo y largarse con él a algún lugar distante donde nadie los conozca, pero no ignora que carece de ese coraje y no se atreverá a abandonar su matrimonio. Solloza con una extraña quietud, como si estuviera encontrándose con una parte de sí misma que había extraviado, mientras contempla la belleza de ese rostro, esas manos, ese cuerpo que serán siempre, en secreto, suyos. No se arrepiente de haber roto su juramento y amado a Gonzalo hasta el final en esa noche que jamás olvidará, porque la plenitud del placer que ha sentido con él le ha confirmado, por si hacía falta, que Ignacio es sólo un hombre a medias para ella, incapaz de llevarla a ese punto de vértigo y descontrol, de arrebato y violencia, de deseo animal que ha sentido, en esa cama que no fue pensada para él, con su cuñado. No soy una señora pero tampoco puedo ser una puta, se lamenta. Una señora jamás se acostaría con su cuñado. Pero una puta no lloraría después de hacerlo. Lloro porque no puedo ser más puta. Lloro porque me duele recordar que mi matrimonio es una farsa, un fracaso. Lloro porque ahora sé que este hombre, que pudo ser el amor de mi vida, es el hermano del que yo creí que sería el amor de mi vida, y ahora ya es muy tarde para cambiarlo. Yo no me atrevo. No puedo dejar a mi marido y mudarme contigo a tu taller, Gonzalo. No tengo valor para eso. No podría salir a la calle. ¿Qué dirían de mí? Quedaría como una víbora, una mujerzuela, una cualquiera. Tampoco creo que tú quieras vivir conmigo. Ya conseguiste lo que querías: seducirme, hacerme el amor, tenerme a tus pies. Estoy a tus pies. Pero sé que ahora viene lo peor. Porque tendremos que ocultar esta pasión, fingir que no existe, mentir. Mi vida será una suma de mentiras: las que debo decirle a Ignacio para que crea que todo está bien y las que debo decir para que nadie se entere de que te amo en secreto. He terminado viviendo la doble vida hipócrita que siempre desprecié en los demás. Y no veo la salida. Tampoco quiero escapar como una loca contigo a un país lejano donde nadie nos conozca, y menos creo que lo quieras tú. Estoy condenada a quedarme en esta cama, en esta casa, en esta ciudad, con este marido que no sabe darme un orgasmo. Estoy condenada a disimular, sonreír sin ganas, avergonzarme del amor que siento por ti. Estoy condenada a vivir en secreto este amor del que no podría hablar en público porque me daría una vergüenza atroz. Nunca pensé que el amor me haría sufrir tanto, Gonzalo. Pero no puedo escapar de mi destino. Sufriría más si dejara de verte, si supiera que no me deseas con el desenfreno con que has tirado conmigo esta noche que no olvidaré. Las putas no lloran, Zoe. No llores más. No le has hecho daño á riadie, sólo a ti misma. Era inevitable que terminara pasando esto. No te arrepientas. Trata de ver el lado bueno de las cosas: no pierdas la estabilidad y la protección que te da Ignacio, pero tampoco renuncies a la pasión escondida que encuentras en Gonzalo. Es un acto de justicia que Gonzalo te sepa dar el placer que su hermano no sabe o no puede. Eres una mujer y necesitas la violencia del amor físico que habías olvidado. No eres una puta. No podrás serlo jamás. Eres la esposa de Ignacio y la amante de Gonzalo. No cambiarás eso llorando. Pero no me importa: llora tranquila. Estas lágrimas que derramo por ti, Gonzalo, mientras tú duermes donde debería estar durmiendo tu hermano, son lágrimas de amor de las que no me avergonzaré jamás, lágrimas que demuestran que no estoy seca, que no estoy muerta. Duerme, mi niño. Déjame llorar. Quisiera ser más puta, tu puta, pero sólo soy una mujer asustada y confundida, una mujer que se ha enamorado del hombre que nunca debió mirar. Esta noche, Gonzalo, quedará en mi corazón como una de las más hermosas y tristes de mi vida, y tú serás la única persona en el mundo a la que podré confesarle ese secreto que me duele. Por eso lloro. Por eso lloro y te miro dormir y te amo como siempre sospeché aterrada que podía amarte. Te amo, Gonzalo. Pero júrame que el nuestro será siempre un amor secreto. No toleraría el escándalo, la vergüenza pública. Me destruiría. Te amo y me avergüenzo un poco de mí misma. Duerme. Ronca. Esta cama es más tuya que de Ignacio porque él nunca me supo amar como tú ya sabías antes de besarme. Duerme y déjame llorar de felicidad porque sé que esta noche no se repetirá y cuando sea vieja lloraré recordándola.