Выбрать главу

Zoe se levanta suavemente de la cama para no despertar a Gonzalo. Está desnuda. A pesar de que tiene frío, le apetece quedarse desnuda. La envuelve un cariño por su cuerpo que no había sentido en todos estos años casada con Ignacio. Se mira en el espejo y ve en sus ojos una resignada quietud de la que se creía incapaz. Camina desnuda a una habitación contigua, enciende el ordenador y se sienta en una silla negra, giratoria, frente a la pantalla. Se queda mirándola con ojos vacíos, ausentes. Necesita escribir algo. No le salen las palabras. Sabe de un modo intuitivo lo que quiere expresar, pero algo en ella, quizás el sentido del pudor que tanto detesta de sí misma, se lo impide. Se lleva ambas manos a la cara y pierde por un momento la calma, se desespera porque siente que ha caído en una trampa de la que sólo podrá salir malherida, solloza por eso del modo más silencioso que puede para no despertar a Gonzalo. Por fin, sin pensarlo más, escribe en la pantalla:

Estoy enamorada de ti, Gonzalo. Soy una puta. Seré tuya todo lo que tú quieras. Pero seguiré casada con tu hermano. Perdóname, Dios mío. Sé que esto terminará mal. No me juzgues, te ruego. No puedo vivir sin amor. Gonzalo me da el amor que Ignacio me ha negado. Te amo, mi niño. Te amo, Gonzalo. Te amaré siempre y será nuestro secreto hasta el final.

Luego borra esas líneas, apaga el ordenador, se levanta del escritorio, camina al baño, abre el caño de la ducha y cierra los ojos bajo ese chorro de agua caliente que son como caricias que ella se inventa para no seguir llorando porque ama al hombre que no debería.

A pesar de que ha tenido un día largo y está fatigado, Ignacio no logra conciliar el sueño. Mira el reloj, es tarde, en pocas horas tendrá que estar de pie para cumplir, con la minuciosidad que espera de sí mismo, una agenda recargada.

Da una vuelta más en la cama. Se tiende boca abajo, una almohada sobre su cabeza, e intenta en vano dormir. Irritado porque el descanso le es esquivo, pide a Dios unas horas de sueño: «Señor, no me castigues así, te ruego que me hagas dormir un poco, mañana me espera un día pesado.» Sus deseos no son complacidos. Los ojos cerrados, el cuerpo inmóvil, los oídos tapados con unas gomas verdes, cubiertos los dientes por un protector bucal para evitar que los haga chirriar cuando duerme, vestido con la ropa que habitualmente usa en la cama, un buzo y dos pares de medias, Ignacio viaja mentalmente por unas imágenes que, sumadas, reiteradas, le provocan una cierta ansiedad, un fastidio con su vida, una rabia callada que le roba el sueño: imagina a su mujer contenta porque él está de viaje trabajando como un perro para que ella pueda seguir disfrutando de la vida lujosa que se permite; piensa que Gonzalo no ha tenido la mínima cortesía de llamarlo por teléfono para agradecerle el dinero que ha depositado de regalo en su cuenta bancaria -perdedor, envidioso, cabrón, ¿qué te cuesta llamar a decir gracias y quedar como un tipo decente?-; revive el diálogo que escuchó sin querer aquella tarde en el celular y es como si pudiera ver a Zoe diciéndole a Gonzalo: «Estoy harta de mi marido, es un huevón, un pelmazo, el hombre más aburrido del mundo», y luego a su hermano menor riéndose con desprecio y mirando a Zoe con una lujuria que no trata de disimular, seguramente pensando: «Me la voy a tirar, ya te jodiste, me voy a tirar a tu mujer, que está tan rica, mientras tú trabajas en el banco como el huevón que eres»; supone que ella probablemente ha gastado parte del dinero que acaba de regalarle en comprar algún obsequio secreto para Gonzalo, a quien sin duda desea y se permite coquetear con descaro a sus espaldas -¿qué le habrás comprado, cabrona: algún libro para fingir la cultura que no tienes y que él tampoco va a leer, un disco que escucharán juntos y los hará cómplices, un repugnante calzoncillo apretadito para insinuarle que te mojas por él?- y se arrepiente por eso de haber sido tan generoso cuando, piensa, ambos merecen en realidad su indiferencia o su desprecio; se pregunta qué estará haciendo en este preciso momento ella, Zoe, su esposa -¿estarás flirteando en internet con algún extraño libidinoso o hablando por teléfono con tu cuñado que tanto te entiende y a quien le puedes contar todas tus desgracias de señora rica e incomprendida, o tomando una copa con él en su taller maloliente mientras miras embobada sus cuadros como si fuera un genio de la pintura y él te mira con ganas de llevarte a su cama pero no se atreve porque siempre fue un cobarde y un perdedor?-, y se enardece pensando con absoluta certeza que, en cualquier caso, ella estará feliz o cuando menos aliviada de que él esté ausente y lejos; le abruma, en fin, la idea de que su matrimonio es una penosa obra de teatro en la que ambos se obligan a representar una felicidad inexistente cuando, en realidad, están llenos de pequeños odios, inquinas y mezquindades contra el otro; imagina a su esposa, la que le juró amor hasta el final y cuyos más extravagantes deseos se ha encargado de complacer con diligencia, tocándose, en la soledad de su cama, mientras piensa, caliente, vil, traidora, en Gonzalo, su cuñado -el hombre perfecto, el artista admirable, el amante magnífico, no como yo, el aburrido de su marido que sólo vive para el trabajo-; se atormenta pensando que Zoe, su esposa, podría, a su vez, estar pensando: «Mi vida sería mucho más agradable si el pesado de Ignacio viajase más a menudo y pasara más tiempo fuera de casa»; cree ver a su mujer y a su hermano haciendo el amor mientras ella gime emputecida y le dice al oído: «El huevón de mi marido nunca me ha tirado tan rico como tú.» Es demasiado. Ignacio da vuelta en la cama, se quita los tapones de los oídos, apoya la cabeza sobre la almohada, cruza las manos en el pecho y piensa: «Señor, ayúdame a no pensar estas cosas que me llenan de rabia y me hacen infeliz. Saca esa película de mi cabeza. No quiero odiar a mi mujer y a mi hermano. Los puedo ver traicionándome, pero no quiero odiarlos. Dame paz, por favor. Dame unas horas de sueño.» Luego se saca el protector de los dientes, lo deja sobre la mesa de noche, enciende la luz y marca el número de su casa. Seguro que nadie va a contestar, piensa. Seguro que ha desconectado el teléfono para que no pueda dejarle siquiera un mensaje. Contesta, cabrona.