– ¿Sí? -dice Zoe, y sabe que sólo puede ser Ignacio quien llama a esa hora tan inapropiada.
– ¿Te desperté, mi amor? -pregunta él, sorprendido de hablarle con una voz tan dulce.
– No te preocupes -dice ella, pero miente, porque estaba despierta mirando dormir a su cuñado, que sigue roncando a su lado-. ¿Todo bien, algún problema? -pregunta, con cariño, al tiempo que se aleja de la cama, temerosa de que Ignacio pueda oír los ronquidos de Gonzalo.
– Todo bien, todo bien -dice él-. No puedo dormir. Sólo quería decirte que te extraño. Cómo me gustaría que estuvieras acá conmigo.
– Lo siento, mi amor -dice ella, y no le cuesta trabajo decirle «mi amor» al hombre a quien ya no cree amar, lo dice con absoluta naturalidad, sin pensarlo siquiera, como si obedeciera unas reglas de conducta que se esperan de ella-. A mí también me gustaría estar allá contigo, pero tú sabes que soy floja para tus viajes de trabajo.
– Yo sé, no te preocupes. ¿Me extrañas, de verdad?
– Claro que te extraño.
– ¿Todavía me quieres, mi amor?
– Claro que te quiero. Siempre te voy a querer.
Zoe no siente haber mentido del todo. Siempre te voy a querer, piensa. Pero será un cariño tranquilo, casi rutinario. No será la pasión que ahora conozco y necesito. Te voy a querer como mi hermano mayor. No te voy a querer como mi hombre. Pero tampoco podría odiarte, Ignacio. Te comprendo. No puedes dejar de ser quien eres. Hay muchas formas de amor, y mi amor por ti es un amor resignado, aburrido, el amor de dos personas que necesitan entenderse de alguna manera porque comprenden, sin decírselo, que odiándose y declarándose la guerra la pasarían mucho peor.
– No te quito más tiempo. Sigue durmiendo. Sólo quería darte un besito.
– Gracias, Ignacio. Trata de dormir. Tómate una pastilla.
– Tú sabes que odio las pastillas. Me dejan zombi.
Odias demasiadas cosas, piensa Zoe. Todo te irrita, te molesta, te da alergia, te debilita, te resfría, te enferma, te deja zombi. Todo te hace daño y si te lo sugiero yo, más aún. No seas tan engreído, Ignacio. Si no puedes dormir, trágate una pastilla y duerme como un niño y déjame dormir a mí.
– Te entiendo, mi amor. Pero quizás te convenga tomar aunque sea media pastilla. Si no, mañana en tus reuniones vas a estar arrastrándote de sueño.
– Conozco una técnica más rica y saludable para relajarme -dice él, con voz coqueta.
– Te deseo suerte, pero yo no te acompaño porque estoy muerta de sueño -dice ella, aterrada de que él sugiera comenzar una conversación erótica por el teléfono.
– Duerme rico, mi amor. Te quiero. Pensaré en ti.
– Un besito, Ignacio. ¿Cuándo vuelves?
– Con suerte, mañana en la noche.
– Cuídate. Ojalá puedas dormir. Te extraño.
Zoe corta el teléfono y vuelve a la cama, donde duerme Gonzalo. No sé por qué le digo que lo extraño, piensa. Pero me sale natural decírselo. Es como si estuviera haciendo un papel y ésos fueran los libretos que alguien ha escrito para mí. No me sale decirle otra cosa. No podría decirle lo que de verdad pienso: ¿por qué no te quedas una semana por allá, pues estoy pasando una de las noches más felices de mi vida? No: con Ignacio vuelvo a ser, aunque no quiera, la señora con quien se casó, la señora que él espera de mí. Zoe se mete a la cama, tirita de frío y observa con placer al hombre que duerme a su lado. Es tan guapo, piensa. Por hoy, por esta noche, es mío. Si pudiera tener una noche así todos los meses, sería inmensamente feliz, aguantaría la rutina de mi matrimonio con Ignacio. Dame una noche así de vez en cuando, por favor, Gonzalo, piensa, mientras levanta apenas la sábana y mira el sexo dormido de su cuñado. Lo tiene tan grande, tan lindo, se deleita pensando. Y después dicen que el tamaño no importa, sonríe.
Aunque prefiere no masturbarse porque cree que, en cierto modo, al hacerlo ofende a Dios -el sexo debería ser idealmente una expresión del amor entre dos personas y no un acto de satisfacción egoísta, piensa-, Ignacio necesita tocarse para restituir en su cuerpo una cierta armonía que ha perdido, para espantar los fantasmas que lo acosan, para relajarse y hacer la paz consigo mismo. Por eso se despoja del pantalón del buzo, apaga la luz, humedece la palma de su mano derecha con saliva y se toca lentamente, pensando en alguien que no es su esposa.
Al amanecer, Gonzalo despierta y, al verse en la cama de su hermano, con la mujer de su hermano, que duerme plácidamente, siente miedo. Debo irme, piensa. No vaya a ser que Ignacio regrese antes de lo previsto y nos encuentre juntos en su cama. Sería capaz de pegarse un tiro, de tirarse por la ventana de su oficina. Ha sido una noche maravillosa. No me arrepiento un segundo. Ha sido mejor de lo que imaginé. Pero ahora tengo que largarme cuanto antes de acá.
Sin despertar a Zoe, que duerme en un camisón transparente, y sobreponiéndose al deseo de interrumpir su sueño a besos y poseerla de nuevo, Gonzalo sale de la cama, busca su ropa tirada en la alfombra, se viste de prisa y evita darle un beso de despedida, porque teme que ella le pida quedarse unas horas más y él sucumba fácilmente a la tentación. Es demasiado peligroso estar acá, piensa. No debemos vernos en esta casa. Es la última vez que vengo. En adelante, que me visite ella.
Gonzalo se detiene un momento en el umbral de la puerta del dormitorio y mira hacia la cama, donde reposa la mujer de su hermano. Sabía que algún día serías mía, piensa. Te he deseado en secreto todos estos años. He amado a otras mujeres pensando que eras tú la que se abría para mí. Ahora has sido mía. Me basta con esta noche para sentirme feliz. Pero quiero que me busques, que me necesites con desesperación, que me pidas que vuelva a hacerte el amor. Quiero que odies cada noche que pasas con el idiota de tu marido y que sientas náuseas cuando él te haga el amor y que cierres los ojos y pienses en mí cuando esté moviéndose encima tuyo. Eres hermosa, Zoe. Te veo allí dormida, en tu cama matrimonial, y no puedo creer que me hayas entregado tu cuerpo, ese cuerpo que tantas veces hice mío en mis noches insomnes, tocándome como un adolescente. Tengo suerte, no hay duda. No pensé que te atreverías a llegar hasta el final. Pero Ignacio ha hecho el trabajo por mí. Te tiene abandonada. Juraría que ni siquiera sabe hacerte venir en la cama. Debe de ser un amante patético. Es obvio que ardes por un hombre de verdad, Zoe. El destino eligió que fuera yo. No me corro. Tampoco sé si quiero seguir siendo tu amante mucho tiempo. No quiero perder la cabeza, enamorarme de ti, meterme en un lío del carajo. Prefiero que esto termine acá mismo. Ya sé lo que es hacerte mía, ver tu cara tensa antes de tener un orgasmo, ya sé lo que me dijiste al oído y nunca olvidaré: que el huevón de tu esposo nunca te tiró tan rico como tiramos anoche. No olvidaré esas palabras. Aunque no volvamos a acostarnos, me bastan para ser felices y recordar esta noche como una de las mejores de mi vida. Pero si quieres más, tendrás más. Te amaré con una violencia salvaje que no conoces. Te haré descubrir a la mujer que llevabas adentro. Pero todo será en secreto y nunca más acá. No quiero problemas con Ignacio. Debo irme. Ya sabes dónde encontrarme. Yo no llamaré. Llámame tú. Qué ganas de despertarte ahora mismo y cabalgar contigo otra vez. Pero no. Contrólate. No pierdas la cabeza. Vete ya.