Luego se estira en la cama y busca en las sábanas el olor áspero de ese hombre que ahora echa de menos. Huelen a él, piensa. Tengo que cambiar estas sábanas antes de que llegue mi marido.
Tendida de costado, la cabeza sobre la almohada en la que ha dormido su amante, Zoe medita perezosamente sobre el engaño que ha consumado: por primera vez en mi vida de casada, he sido infiel, me he acostado con otro hombre. Pude haberlo hecho antes. Tuve varias oportunidades para acostarme con otros hombres sin que Ignacio se enterase. Pero me faltó valor. O no estaba tan desesperada como ahora. Todavía tenía fe en que Ignacio podía cambiar y volver a ser el hombre del que me enamoré. Ahora creo que ese hombre nunca existió y yo me lo inventé para hacer más perfecto el amor que sentía por él. Llevo casi diez años con Ignacio y es la primera vez que me entrego a otro hombre. Debería sentirme mal. No me siento mal. Es mejor que ese hombre sea su hermano. Todo queda en familia. Es la misma sangre. Gonzalo sabrá guardar el secreto.
Zoe recuerda a los hombres que ya estando casada, la tentaron y en cierto modo se arrepiente de haber sido tan estricta en rechazarlos para guardar las formas que se esperan de una mujer casada. Fueron cinco y no los puede olvidar porque no fue fácil para ella negarse a los placeres furtivos que, en diferentes circunstancias, cada uno le propuso de una manera más o menos solapada. Recuerda con cariño al instructor del gimnasio al que acudía antes de que construyeran uno en su casa, un hombre joven y fornido que la miraba con una desfachatez que ella encontraba de mal gusto y ahora, en el recuerdo, le parece romántica, un muchacho llamado Felipe que solía producir cierta tensión erótica entre ambos cuando se echaba encima de ella para flexionarle las piernas y no perdía ocasión de tocarla y estar siempre al acecho, acosándola de un modo enternecedor con sus miradas ardientes y sus posturas gimnásticas, que servían de pretexto para tocarla una vez más, y que se atrevió, luego de tantos rodeos, a decirle una mañana, terminando la rutina de ejercicios, que le gustaría invitarla a su departamento «para tomar un jugo», a lo que Zoe respondió con una risa franca, pues encontró cómico que la invitase a tomar un jugo, y, acariciándole el brazo musculoso, contestó: «Me encantaría, Felipe, te encuentro guapísimo, pero soy una mujer casada y estoy muy contenta con mi marido.» ¿Estaba de verdad contenta, se pregunta ahora, echada en la cama, o tenía pánico de ir al departamento de Felipe, los dos sudorosos en ropas de gimnasia, y verlo batir las frutas en la licuadora, y tomar un jugo en su cocina y reírnos como tontos, porque en el fondo sabía que me gustaba y que, si me presionaba un poquito más, podía hacerme caer en la tentación? No estabas contenta, Zoe. Ya te aburrías con Ignacio. Pero tampoco querías serle infiel con un muchachito del gimnasio. Habría sido una vulgar aventurilla. No había romance, no había sentimientos, y por eso no te animaste a tomar un jugo con Felipe.
Zoe recuerda al amigo de la universidad que encontró una tarde en la librería. Se llamaba Sergio y habían tenido un par de revolcones amorosos cuando estudiaban juntos en la facultad. Aunque no lo veía hacía mucho tiempo, seguía teniendo el mismo aspecto de intelectual desaliñado que lucía con orgullo en la universidad.
Se sentaron a tomar un café, conversaron largamente, Zoe sintió que Sergio la escuchaba con un interés que nunca había sido capaz de despertar en su esposo, intercambiaron números de teléfono. Desde aquella tarde, Sergio comenzó a llamar con insistencia, tanta que Zoe se asustó y decidió no contestar más sus llamadas. Me asusté, admite para sí misma, recordándolo. Había química entre los dos. Siempre la hubo. No quise verlo más porque sabía que podía enrollarme con él. Claro que no era la mitad de guapo que es Gonzalo. Pero tenía su encanto. ¿Qué habrá sido de su vida?
Zoe recuerda también al hombre que intentó seducirla en la cabina de primera clase de un avión en el que ella viajaba sola para visitar a sus padres. Estuve a punto de caer. Tuve que hacer un esfuerzo para retirar su mano de mis piernas. Había que ser muy descarado para tocarme así, por debajo de las frazadas. Pero él se sabía guapo, y lo era, y yo sufrí para mantener la compostura de señora casada. Cuando me dijo al oído «te espero en el baño», me hice la que no escuché nada, me hice la dormida, pero no pude dormir todo el vuelo pensando en las cosas que podría haber hecho en el baño de primera con ese hombre cuyo nombre nunca supe. Fue mi única oportunidad de tener sexo en un avión, porque con el aburrido de Ignacio eso es imposible, nunca me ha tentado ni lo hará, y no me arrepiento de haberla dejado pasar, me habría sentido una puta teniendo sexo con un tipo anónimo sentado a mi lado en el avión.
Zoe recuerda a Jorge, el cocinero, su profesor, que, aunque también está casado, no pierde oportunidad de piropearla, decirle lo guapa que está, mirarla con unos ojos hambrientos y sugerirle, después de clases, que se quede un ratito con él en la cocina para enseñarle algunos secretos que no ha querido compartir con los estudiantes. Qué ingenua fui cuando acepté y me metí a la cocina de su restaurante con él. No imaginé que vendría directamente a besarme. Hice bien en dejar que me besara tres segundos, los suficientes para recordar el sabor de sus labios, y luego, recuperada la dignidad, alejarlo de mí. Me hice la sorprendida y exageré un poco, pero la verdad es que estaba sorprendida. Eres un bandido, Jorge. A pesar de que me negué, sigues tratando de seducirme y por eso me encanta ir a tus clases, porque sé que no pasará nada en tu cocina pero también disfruto al sentir que te excitas conmigo en la clase y te derrites por agarrarme entre las ollas y los platos. Más de una vez, dejándome amar por mi marido, me he imaginado en esa cocina contigo, Jorge, pero, lo lamento por ti, no volveré a entrar allí, porque sé que eres un mañoso de cuidado y yo no quiero meterme con un hombre casado. Me sale la mujer conservadora que, aunque me pese, llevo adentro. Nunca he querido tener amores con un hombre casado. Lo siento por ti. Pero cocinas delicioso, guapo.
Zoe recuerda, por último, al político famoso, amigo de Ignacio, que, algo pasado de copas en una recepción diplomática, le dijo groserías al oído -«qué buen par de tetas tienes», «eres la mejor hembra que he visto en mucho tiempo»-, le tocó una nalga furtivamente sin que ella atinara a reaccionar -«tienes un culo que me tiene enfermo»- y, sin importarle que Ignacio estuviera conversando un poco más allá, le propuso llevarla a uno de los baños de la embajada para tener sexo rápido -«¿no te gustaría darme una buena mamada?»-, obscenidades que ella, perpleja, sólo se atrevió a responder con sonrisas bobas y distraídas, como si lo hubiera oído mal, pero en el fondo le halagó secretamente que ese político poderoso perdiera la cabeza por ella y le hablase con una crudeza que, aunque le resultase bochornoso admitirlo, logró perturbarla. Echada en la cama donde se ha dejado amar por un hombre que no es su esposo, Zoe se ríe recordando a ese político osado. Nunca nadie me ha hablado tan cochino al oído, piensa. Mi marido es incapaz de decir una grosería. Jamás imaginé que ese señorón importante, político famoso, tendría el cuajo de venir a hablarme tal cantidad de cochinadas en plena recepción diplomática, delante de un montón de ministros y embajadores. Seguro que lo mismo les dice a muchas. ¿Habrá quienes le harán caso? ¿Las llevará a los baños de las embajadas y se bajará el pantalón y se la mamarán apuradas mientras sus esposos conversan asuntos graves de política? Sólo me arrepiento de no haber sido más puta y no habérsela mamado porque no me sorprendería que ese orador de plazuela, tamaño descarado, terminase siendo presidente. Sería cómico verlo de presidente y pensar: yo pude chupársela en el baño de la embajada. Dios mío, Zoe, qué cosas piensas. Ubícate. Regresa a la realidad. Eres una mujer casada y tu marido regresa esta noche. Basta de puteríos.