– Mándale saludos.
– No seas tan cínico. ¿No te da vergüenza ser tan canalla?
– No. No me da vergüenza haberme acostado contigo porque sé que eres infeliz con él y que yo puedo hacerte gozar como él no podría nunca.
– Cállate. No sigas. Me lastimas.
– Yo no te voy a llamar ni te iré a visitar y tú sabes por qué. Pero te estaré esperando.
– Espérame sentado. No iré.
– Sí vendrás.
– No iré. No quiero verte más.
– Ven mañana cuando puedas. Quiero hacerte el amor. Quiero verte molesta y callarte la boca a besos.
– Eres un grosero.
– Pero me excitas como nadie me ha excitado.
– Vete a la mierda.
– Ven mañana. Sabes que vendrás.
– Te odio, Gonzalo.
Zoe cuelga, saca un pañuelo, se seca las lágrimas y grita: «¡Hijo de puta! ¡No me quieres!» Luego se dice «cálmate, cálmate, cálmate», sube al auto y sale a recoger a Ignacio del aeropuerto.
Es de noche. Apenas un puñado de personas aguardan, sentadas en hileras de butacas idénticas, la llegada de los últimos vuelos del día. El aeropuerto se ha calmado luego de los trajines de la hora punta. Empleados de limpieza, uniformados en mandiles azules, recorren la alfombra con grandes aspiradoras que succionan el polvo de miles de pisadas presurosas y anónimas que habrán llegado ya a su destino. Es un aeropuerto moderno que no ha ahorrado en comodidades para los visitantes, pero, a pesar de eso, Zoe se siente incómoda, porque los aeropuertos, como los hospitales, le recuerdan que está de paso, que sus días están contados por algún designio superior y que la muerte es una de las pocas certezas de la existencia. Aunque le deprimen los aeropuertos, ha querido ir a recoger a su marido. No suele hacerlo. Pero esa noche, quizás porque se siente culpable de haberlo engañado, quiere darle una sorpresa, abrazarlo tan pronto como descienda del avión que lo trae de sus citas de negocios. Sentada en un asiento de plástico verde que imita malamente al cuero, Zoe hojea una revista de modas que ha comprado en una tienda del aeropuerto, mira su reloj, echa un vistazo a la pantalla que anuncia la llegada del vuelo de su marido y aguarda impaciente. Se ha vestido sin demasiado cuidado, un pantalón oscuro, blusa blanca y chaquetón de cuero marrón. A lo largo del día, ha hecho gimnasia con un rigor desusado, como si quisiera castigarse por los excesos de la noche, y se ha bañado hasta tres veces, tratando de borrar de su cuerpo, con jabones muy finos, todos los olores que la pudieran delatar ante su marido. Bosteza. Está cansada. Sólo quiere abrazar a Ignacio y dormir con él. Sólo quiere una noche aburrida más, una de las tantas que ha aborrecido en secreto últimamente, para sentir así que todo está bajo control, que nada se ha dañado de un modo irreparable. Piensa en Gonzalo mientras hojea a esos modelos guapos de la revista y se le agolpan, en el nudo de la garganta, una mezcla explosiva de sentimientos: quiere abofetearlo, ignorarlo, herirlo, vengarse de él, porque siente que la ha usado de la manera más vil para tener una noche de sexo, pero también -y se avergüenza por eso- quiere volver a besarlo con una violencia turbia que ningún otro hombre ha despertado en ella. Debo olvidarlo, se dice. No debo verlo más.
Cuando Ignacio aparece con traje y corbata, caminando de prisa y jalando un maletín de mano, Zoe se sorprende de verlo tan apuesto. En los pocos segundos que él tarda en descubrir que ella lo está esperando, Zoe lo mira con cariño y piensa que su marido es un hombre con una energía extraordinaria, alguien que trabaja con pasión y nunca se queja, un tipo de buen corazón, un caballero a la antigua que viste con indudable buen gusto, una alma noble. No me equivoqué, piensa. Después de todo, no me equivoqué. Es un hombre bueno, a diferencia de su hermano. Jamás me engañaría. No merecía que le hiciera eso. Viendo a su esposo que camina con apuro, como si quisiera tomar cuanto antes el taxi que lo lleve de regreso a casa, Zoe se enternece, siente ganas de llorar pero se contiene. Me extraña, piensa. Está pensando en mí. Camina tan rápido porque quiere llegar lo más pronto que pueda a la casa para estar conmigo.
– ¡Ignacio! -dice, y se pone de pie, haciéndole adiós con una mano.
Procurando evitar una escena demasiado efusiva, pues le avergüenza mostrar en público sus sentimientos, Ignacio sonríe sorprendido, le da un beso fugaz en los labios y la abraza el poco tiempo que demora en decirle:
– ¿Qué he hecho yo para merecer esta sorpresa tan agradable, mi amor?
– Portarte bien -susurra Zoe, y prolonga el abrazo un poco más.
– Yo siempre me porto bien -dice Ignacio.
– Yo sé, mi amor. Por eso te quiero tanto. Porque eres un hombre bueno.
Tomados de la mano, caminan hacia el estacionamiento. Ignacio no ha enviado equipaje en la bodega del avión, pues, como ahora, suele viajar con un maletín de mano que arrastra sobre dos ruedas pequeñas, así no pierde tiempo esperando a que sus maletas aparezcan en la faja circular. Es uno de esos viajeros impacientes que gozan cuando salen antes que nadie del avión y caminan por los aeropuertos con una prisa salvaje, con el único objetivo de llegar pronto a su destino.
– ¿Qué tal el viaje? -pregunta Zoe.
– Bien, todo bien.
– ¿Mucho trabajo?
– Lo de siempre. Ya estoy acostumbrado.
– ¿Dormiste bien?
– No.
– ¿Por qué?
– Porque no estabas tú.
Zoe lo besa en la mejilla mientras caminan por el parqueo en busca de su auto y, aunque sabe que su esposo exagera, le agrada oír esas palabras dulces, reconfortantes, que reafirman la solidez de ese matrimonio que ahora, curiosamente, le produce, a falta de una sensación de felicidad, el consuelo de saberse querida por un hombre bueno. No me importa que me mientas, piensa. Mentir con cariño es también una forma de amar. Me gusta que me digas esas mentiras de galán antiguo. Me gusta que nos mientas a los dos para seguir estando juntos. Sé que no me extrañaste en el hotel, que dormiste mucho mejor sin mí, pero también que mientes porque me quieres. Y sé que estás feliz de verme aquí, en el aeropuerto, esperándote.
Ahora están en el auto. Ignacio conduce lentamente, paga la tarifa del estacionamiento, se despide con amabilidad de la señora que le ha cobrado desde una pequeña caseta, acelera al llegar a la autopista -aunque siempre dentro del límite de velocidad que establece la ley- y mira a su esposa, que va callada, limándose las uñas. Está rara, piensa. Es muy raro que venga a recogerme al aeropuerto. La siento triste, golpeada. Algo le ha pasado. Está demasiado sensible. No creo que me haya extrañado. Estoy seguro de que la ha pasado muy bien sin mí. No dudo de que habría preferido que yo volviese en un par de días más. Pero algo me esconde, algo la atormenta, algo la aleja de mí y precisamente por eso, para ocultarlo y ocultárselo a sí misma, finge que estamos cerca, más cerca que nunca. No me lo creo. Pero me apena. No me gusta verte así, Zoe. Sé que estás dolida y me entristece que no compartas esa pena conmigo. No importa. Yo te quiero más de lo que nunca has sospechado. Es bueno saber que estás de vuelta, aunque sólo sea por esta noche.
– ¿Te molesta si bajo un poco la calefacción? -pregunta Ignacio.
Nunca coinciden con la temperatura que desean preservar en el auto. Zoe suele quejarse de que Ignacio exagera con el frío. A ella le gusta prender el aire acondicionado y helar el auto en verano, como disfruta, en esta noche de invierno, encendiendo la calefacción a tope y dejándose abrigar por ese vapor cálido que se filtra por las rendijas del tablero y el piso. Ignacio se incomoda con el aire acondicionado y la calefacción. Teme los cambios súbitos de temperatura, pues alega que lo resfrían con facilidad, y por eso ahora, aunque sabe que puede irritar a su mujer, ha sugerido no calentar tanto el interior del automóvil, que conduce con menos parsimonia de la habitual, porque quiere llegar a casa, darse una ducha, leer sus correos y meterse a la cama en su vieja pijama que huele a él.