– No, no me molesta -dice Zoe-. Apágala, si quieres.
Es la eterna discusión, piensa ella, resignada, pero hoy no estoy dispuesta a molestarme por esta tontería. ¡Cuántas veces hemos peleado porque quieres apagar el aire, subirlo un poco, bajar la calefacción, y yo me opongo porque sentía que lo hacías sólo para fastidiarme, para joderme! Pero ahora no me molesta, Ignacio, porque sé que me quieres todo lo que puedes, que es menos de lo que yo quisiera, pero lo suficiente para dormir tranquila esta noche a tu lado.
– ¿Estás bien, mi amor? -pregunta Ignacio, y la acaricia en una pierna.
– Sí -dice Zoe.
No me mientas, tontita, piensa él. Algo no está bien.
– Un poco cansada -añade ella-. Necesito dormir bastante.
– ¿Dormiste mal anoche?
– Fatal. Tuve insomnio. Me quedé despierta la noche entera.
– ¿Por qué? ¿Qué pasó?
– No sé. No pasó nada especial. Me vino uno de esos insomnios terribles.
– Pobre. Lo siento, amor. Hoy vamos a dormir rico. Llegando a la casa, nos metemos a la cama y dormimos como dos bebés.
Eso quiero esta noche, dormir como un bebé, piensa Zoe. No quiero sexo, no quiero pasión, no quiero engaños y traiciones, no quiero a un hombre haciéndome el amor para que luego escape en la madrugada aprovechando que estoy dormida. Sólo quiero a un hombre que me abrace y me consuele. Estoy hecha mierda y no puedo decírtelo, Ignacio. Estoy destrozada porque creo que amo a tu hermano y estoy segura de que el canalla no me quiere, salvo para llevarme a la cama. No llores, Zoe. Contrólate. No llores, que se va a dar cuenta de que algo está mal contigo.
A pesar de que intenta ahogar esa tristeza, Zoe se abandona a un llanto silencioso, apenas dos lágrimas que caen por sus mejillas. Ignacio la mira de soslayo, advierte que está llorando y no le dice nada, no hace preguntas, sabe que ella prefiere mantenerse callada, impenetrable, y sólo la toma de la mano, estrechándola con fuerza, y le dice:
– Tranquila, ardillita. Todo va a estar bien.
Zoe no dice nada. Se seca las lágrimas con un pañuelo que ha sacado de la cartera y dice con voz triste:
– Te adoro, Ignacio.
– Yo también, mi amor.
Llora porque ya no me quiere y no se atreve a decírmelo, piensa él.
Soy una puta y además una loca, cómo se me ocurre acostarme con Gonzalo y no cuidarme, piensa ella.
Gonzalo termina de pintar, muerde una manzana, se mira en el espejo, que le recuerda su aspecto desaliñado y algo barbudo, bebe un buen trago de agua mineral y se acerca al teléfono. Alguien tiene que ceder, piensa. Si ella no me llama, la llamaré yo. Seguro que se muere de ganas de verme, pero, como es orgullosa y está despechada, no va a llamar. Te conozco, Zoe. No sabes jugar este juego mejor que yo. Olvídalo.
Cuando marca el número de la casa de su hermano, Gonzalo piensa que, siendo las seis de la tarde, casi con seguridad Ignacio estará en el banco y Zoe, aburriéndose en casa. Nadie contesta. Luego de varios timbres, escucha la voz grabada de ella pidiendo que dejen un mensaje. No dice nada. Cuelga. Es la voz de una mujer insatisfecha, piensa.
En seguida abre su agenda, busca los números de Zoe y la llama al celular. Contéstame, muñeca. No te hagas la difícil conmigo. No seas rencorosa. No puedes haber olvidado tan rápidamente lo bien que la pasamos la otra noche. Contéstame.
– Mi amor, lo siento, se cortó -escucha la voz de Zoe.
– ¿Qué se cortó? -pregunta él, sorprendido.
– ¿Ignacio?
– No, soy Gonzalo. Pero no me molesta que me digas «mi amor».
– No es gracioso. Estaba hablando con Ignacio hace un minuto y se cortó.
– ¿Dónde estás?
– En la calle.
– ¿Qué haces?
– Saliendo de mi clase de yoga.
Gonzalo la siente tensa, a la defensiva, pero se hace el tonto y mantiene el tono cariñoso. Si bien Zoe está contenta de oír su voz, quiere mostrarse distante y por eso hace un esfuerzo para no dejarse desbordar por el afecto que él le inspira.
– Me está entrando una llamada de Ignacio en la otra línea -dice ella, aunque en realidad no sabe si quiere colgarle a Gonzalo para seguir hablando con su esposo, que está en el banco y venía diciéndole, antes de que se cortase la comunicación, que llegará tarde a casa porque tiene una cena en el club ejecutivo con unos banqueros que han llegado de visita.
– Háblale. Te espero.
– ¿No estás apurado?
– No. Si quieres, habla con él y luego me llamas.
– No. Espérame en la línea un minuto. Hablo con Ignacio y regreso en seguida.
Zoe no quiere llamarlo. No quiere ceder en su orgullo. Se siente en cierto modo reivindicada cuando es Gonzalo quien la llama, como ahora. No puede vivir sin mí, piensa. Se hace el duro, el machazo, pero bien que me extraña. Que sufra. Yo no lo voy a llamar.
– Mándale saludos -alcanza a decir, en tono cínico, Gonzalo.
– No te queda bien hacer de payaso -dice Zoe-. Espérame. Ya vuelvo.
Me haces reír, muñeca, piensa él, y se tira en la cama, el teléfono inalámbrico al oído. No pretendas engañarme. No te hagas la que no me extrañas. No finjas que no te importo más. Bien que te mueres de ganas de volver a tirar conmigo. Aunque te avergüence admitirlo y quieras hacerte ahora la señora muy digna, tú y yo sabemos la verdad. Y la verdad es que tu esposo es un plomazo y tú te mueres por volver a hacer una trampita conmigo. Ya verás que vas a ceder. Tu orgullo será muy fuerte, pero más fuerte es el deseo, muñeca. Ya verás. En una hora estarás acá, en esta cama, y te sacaré la ropa y te haré gemir como a una gatita en celo. Ven, muñeca. No pierdas tiempo hablando con el ganso de Ignacio. Háblame. Te estoy esperando. Pienso en ti y se me pone dura.
– Acá estoy, lo siento -dice Zoe.
– ¿Ya le colgaste a Ignacio o lo has dejado esperando en la otra línea? -ironiza Gonzalo.
Ya corté.
– Muy bien. ¿O sea que él tiene prioridad sobre mí? Gonzalo bromea, quiere romper el hielo, pero ella mantiene un tono serio, distante.
– Sí, por supuesto. Ignacio es mi marido y yo lo adoro. Tú sólo eres mi cuñado.
– ¿Y a mí no me adoras?
– No.
– ¡Qué pena! Porque yo sí te adoro, muñeca.
– No me digas muñeca, por favor.
– ¿Pero al menos me extrañas? -dice, como si no la hubiera oído.
– No. Tampoco.
– ¿Ni un poquito?
– Ni un poquito.
– ¿Ni un piquito? -juega él.
– Ni un piquito -sonríe ella.
– Vamos, Zoe, no tienes que hacerte la dura conmigo. Yo soy tu amigo. Te conozco. Está bien que actúes con Ignacio, pero conmigo no tienes que actuar.
– ¿Qué quieres, Gonzalo? ¿Para qué me has llamado?
– Quiero verte.
Es rico oír eso, piensa Zoe.
– ¿Para qué? -pregunta.
– Para estar contigo.
– No conviene, Gonzalo. Mejor no.
Ahora Zoe ha detenido su auto y habla con una voz más amigable.
– ¿Por qué no conviene?
– Porque Ignacio está acá. Porque es mejor dejarlo así.
– No, no es mejor. Te extraño. Quiero verte.
Zoe permanece en silencio.
– Tú también quieres verme. No mientas -dice Gonzalo.
– No sé. Me da miedo. Tú no me quieres de verdad. Sólo estás jugando conmigo.
– Eso no es cierto, muñeca. No digas tonterías.
Dime muñeca, háblame así, me gusta sentirme tu amante aunque ya no me atreva a acostarme contigo, piensa ella.
– No son tonterías, Gonzalo. De verdad prefiero que no sigamos jugando con fuego. Esto va a terminar mal.
– Ven a verme. Sólo media hora. Estoy en el taller. Te espero.
– No, Gonzalo. No insistas.
Se muere de ganas, piensa él. Su voz la delata.
– Ven. Te ruego que vengas. No seas mala.
Zoe se calla dos segundos, piensa, agoniza, lo imagina de nuevo a su lado y se llena de dudas, de miedo, pero también de deseo.