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Se conocieron en el colegio, cuando ella tenía catorce años, y él, quince. Se amaron en secreto. Descubrieron el sexo juntos. Fueron amantes tres años. Hablaron de casarse y tener hijos. Gonzalo no pintaba todavía. Se contentaba con la idea de continuar en el banco la tradición familiar. No imaginaba su vida sin ella. Hasta que Mónica se aburrió y se fue con un empresario acaudalado que le prometió un futuro como modelo.

Gonzalo nunca le perdonó esa traición. Tiempo después, ella lo buscó pero él se negó a contestar sus cartas y sus llamadas telefónicas. Sin embargo, a veces, cuando se emborracha, se toca con violencia pensando en ella, en que algún día volverá a poseerla sin decirle palabra. Después le invade una tristeza profunda y llora con rabia. Perra, grita. Nunca te voy a perdonar.

No debo pensar tanto en las mujeres, se dice Gonzalo. Ni en Zoe, ni en Mónica ni en la buena de Laura. Debo pensar en mis cuadros, concentrarme en pintar. Sólo eso me salvará de ser un infeliz como mi hermano.

Es sábado, media mañana de un día nublado, e Ignacio sale de la cama donde todavía duerme su mujer y viste un buzo y zapatillas. Pasa por la cocina, abre la refrigeradora, bebe el jugo de naranja de rigor, come de pie la ensalada de frutas que le han dejado preparada -plátano, uva, mango, manzana, nunca piña ni papaya-, decide no encender todavía la computadora para leer sus correos, echa un vistazo a los titulares del periódico y sale al jardín. Tengo suerte de vivir en esta casa tan linda, se dice, respirando el aire puro de los suburbios. No me pienso mover de aquí. Quiero quedarme en esta casa el resto de mi vida.

Ignacio es alto -más que su hermano Gonzalo-, delgado a pesar de que se ejercita en el gimnasio los fines de semana y quisiera tener más músculos -la fineza de un cuerpo no radica en la masa muscular, sino en una barriga lisa, se consuela pensando-, cree que sus manos y sus pies son bonitos, se preocupa de que está perdiendo pelo -un pelo marrón que cuando está bajo el sol parece rubio y que peina hacia atrás, dejando ver las entradas de la calvicie-, y su rostro es el de un hombre duro, inexpresivo, que está orgulloso de lo bien que ha aprendido a disimular sus sentimientos. Ignacio no se cree guapo, pero se sabe seguro y piensa que muchas mujeres prefieren a un hombre fuerte que a uno guapo pero inseguro.

Camino al gimnasio, se ha detenido al borde de la piscina. Se quita los lentes por temor a que caigan al agua, se arrodilla sobre el piso de laja y, usando un colador de la cocina que ha dejado allí el otro día, rescata a los insectos que han caído en la piscina y todavía sobreviven. Se alegra cuando saca del agua a escarabajos y arañas, los devuelve al pasto golpeando el colador y los ve sacudirse del agua y escapar. Bichos cabrones, qué harían sin mí, piensa, sorprendido de la felicidad que siente al salvar de morir ahogados a esos insectos. Soy un salvavidas de arañas, piensa con una sonrisa. No tengo hijos, las arañas son mis hijas, esto es todo lo paternal que puedo ser, se divierte. Luego saca una cucaracha pequeñita que agoniza en el agua, la deja sobre el piso, observa cómo intenta reanimarse y, sin saber por qué, la pisa. -Para que sepas quién manda en esta casa, -dice-.

Antes de comenzar su rutina de ejercicios, Ignacio mira el reloj. Falta poco para que sean las once, lo que significa que terminará a mediodía, pues le gusta sudar una hora exacta en el gimnasio: treinta minutos corriendo en la faja y la media hora final entre abdominales y pesas.

Enciende el televisor, elige un canal de noticias, hace algunas flexiones rutinarias para estirar los músculos y programa la máquina para correr en ella treinta minutos a la velocidad de siempre. No ha llevado el celular porque detesta que lo interrumpan cuando está corriendo y lo obliguen a bajar de la faja. Empieza a correr. Ve sus zapatillas blancas moviéndose pesadamente sobre el cinturón negro que gira bajo sus pies. Corre sin demasiados bríos. Nunca fue un atleta. Los deportes en general le parecen una de las tantas formas de barbarie; sólo se ejercita para cuidar su salud. Una locutora repite las noticias del día desde el televisor, pero él no le presta atención. Está pensando en Gonzalo, su hermano, y en Zoe, su mujer. En su mente resuenan una vez más las palabras que oyó sin querer en su celular una tarde cualquiera. Zoe acababa de llamarlo. Ignacio dejó en espera una llamada de larga distancia para atender a su mujer en el celular. Hablaron brevísimamente.

– ¿No te interrumpo? -preguntó ella.

– Tú nunca interrumpes.

– ¿Vas a cenar en la casa?

– Sí. Supongo que estaré ahí como a las nueve.

– No me esperes, mi amor. Estoy con Isabel, nos vamos a las clases de cocina y de ahí iremos al cine. ¿No te molesta?

– Para nada. Salúdame a Isabel. Te espero en la casa.

Ignacio cortó. Todo estaba bien. Sabía que Zoe era feliz en sus clases de cocina y que le hacía bien salir con Isabel, una de sus mejores amigas. Zoe e Isabel se conocían desde el colegio de monjas al que asistieron. Como Zoe, Isabel estaba casada con un hombre rico, tenía gustos sofisticados y podía complacer sus caprichos más extravagantes. Ignacio no la quería demasiado. La veía como una mujer peligrosa. Es una puta Isabel. No tiene escrúpulos. Cuando toma un par de copas, se olvida de la clase que aparenta tener y vuelve a ser la puta de lujo que en verdad es. No creo que tenga un amante por ahí. Pero si no lo tiene, no es por falta de ganas sino por miedo a que la pille su marido, que debe de tener tres detectives siguiéndola. Sin embargo, Ignacio se había resignado a que Zoe considerase a Isabel como una de sus mejores amigas y sabía bien que perdía el tiempo oponiéndose a que se viesen. No habían pasado cinco minutos desde que su mujer lo llamó cuando el celular de Ignacio volvió a sonar. Leyó en la pantalla del pequeño teléfono: era Zoe. Contestó en seguida, pensando que a lo mejor había cambiado de planes y cenaría con él en casa.

– ¿Qué pasó, mi amor? -le dijo.

Pero ella no contestó. Zoe estaba hablando con alguien. Ignacio no tardó en comprender que ella lo había llamado involuntariamente, que había presionado sin querer una tecla del teléfono, marcando así la última llamada que había realizado. No dijo una palabra más. Pensó que debía cortar y no espiar una conversación ajena, pero la curiosidad prevaleció sobre su sentido de la corrección. Escuchó con atención, sin moverse, tratando de no hacer algún ruido que pudiese delatarlo.

– Estoy harta de él -le oyó decir a Zoe.

Tuvo tiempo de pensar que Zoe estaba quejándose con Isabel. Esa puta. Yo sabía.

– ¿Por qué dices eso? -escuchó ahora la voz de Gonzalo, su hermano.

Me mintió la cabrona. No está con Isabel. Está con Gonzalo. Y está hablándole mal de mí.

– Porque me aburre -dijo ella-. Se ha vuelto el tipo más aburrido del mundo.

– Siempre lo fue -dijo Gonzalo.

Ignacio escuchó humillado las risas de su mujer y su hermano.

– Es un huevón -dijo Zoe, riéndose.

Ignacio no aguantó más, cortó, apagó el celular y lo arrojó violentamente contra la pared.

Cuando llegó a su casa, comió solo y en silencio. Tras ponerse ropa de dormir, se metió a la cama y trató de leer pero no pudo. Zoe llegó poco antes de la medianoche. Se acercó a la cama y le dio un beso a su esposo.

– ¿Cómo te fue con Isabel? -preguntó él.

– Muy bien -contestó ella.

– ¿Qué vieron en el cine?

Zoe mencionó el nombre de una película. Ignacio supo que ella mentía pero no quiso decir una palabra más. Permaneció mudo, inmóvil. La vio desnudarse, admiró la belleza de ese cuerpo que ya no era tan suyo, le dio el beso de buenas noches cuando entró en la cama y poco después la oyó respirar profundamente, señal de que estaba dormida.