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– Tengo que irme.

Zoe ha hablado con una voz sosegada que expresa bien la serenidad interior que siente en ese momento. No está feliz, tampoco orgullosa con lo que acaba de ocurrir, simplemente está tranquila. Tampoco se deja invadir por la culpa, no se arrepiente de haber quebrado una promesa más. En realidad, le parece penoso haberse engañado a sí misma pensando en que podía reunirse con Gonzalo en ese cuarto de hotel y sólo hablar, cuando ella mejor que nadie sabe el deseo tan violento que ese hombre le inspira, los placeres seguros que encuentra en sus brazos. He sido una estúpida, piensa. No quiero ser esa mujercita asustada y tonta. Gonzalo debe reírse de mí cuando vengo al hotel y le digo que no pasará nada. ¿Por qué me estoy negando esta felicidad? ¿Por qué me da tanto miedo hacer algo que disfruto salvajemente? ¿Por qué lo trato mal cuando él me da un cariño que necesito, que me hace bien, que me llena de paz como ahora? No quiero ser esa señora culposa que se arrepiente de tener un orgasmo magnífico con su amante. Al diablo, esa señora. Quiero ser una mujer feliz y Gonzalo, por ahora, es mi mejor aliado para sobrevivir a la trampa en la que estoy metida con Ignacio. No debo negarlo. No puedo engañarme y pretender que todo está bien con Ignacio. Sí, es un hombre bueno, me da una cierta protección y estabilidad, lo quiero, pero como amante es un desastre, no es capaz de darme los orgasmos riquísimos que tengo con Gonzalo. Toda mi vida he hecho lo que los demás esperaban que hiciera, he vivido para los otros. Me cansé. Ahora voy a vivir para mí, aunque los demás no me entiendan. Y por eso voy a seguir tirando con Gonzalo todo lo que me dé la gana. Porque lo disfruto. Porque me hace feliz. Porque me deja así, tan tranquila, tan contenta, en armonía con mi vida y el mundo. Lo siento. Sólo soy una mujer. Los orgasmos que me arranca este hombre delicioso son mi mejor terapia. Tiraré contigo, Gonzalo, hasta que me aburra. Y seguiré siendo tu putita todo lo que quieras, mi niño.

– No te vayas. Quédate un rato más.

Gonzalo la mira a los ojos y cree ver en ella la certeza de lo que acaba de hacer, entregarse al hermano de su esposo, no está mal, no puede estar mal si le ha procurado tanto placer y ahora la tiene así, sedada, en paz, tan distinta de esa mujer crispada que entró al cuarto de hotel media hora antes, peleando consigo misma, tratando de negarse algo que ahora, en la quietud de esa cama revuelta, resulta evidente: que, desnudos, liberados de ataduras y formalidades, encuentran una felicidad que no conocían y a la que les será difícil dar la espalda.

– Tengo que irme. No quiero que Ignacio llegue a la casa y no me encuentre.

– Está bien, como quieras.

– Tenemos que ser cuidadosos.

– Entiendo.

Zoe se levanta y empieza a vestirse. Gonzalo la mira desde la cama. No cubre su sexo con la sábana. Está desnudo y se muestra a los ojos de esa mujer que lo mira con deleite. Está orgulloso de su sexo y no lo esconde. Sé que la tengo más grande y bonita que mi hermano, piensa. No la voy a tapar. Me gusta que la mires con cariño. Me encanta que pienses eso: que Ignacio puede tener mejor corazón que yo, pero nunca un sexo mejor que el mío. Mírame, muñeca. No tengas miedo a mirarme como te miro yo a ti.

– ¿Nos podemos ver mañana? -pregunta.

Zoe se queda pensativa, sentada en la cama de espaldas a él, mientras calza las zapatillas deportivas con rayas fosforescentes. Luego voltea, lo mira a los ojos, sonríe y dice:

– No es una mala idea.

Ésta es la mujer que quiero ser, piensa. Si algo me hace feliz, no me lo niego, me lo permito. Si algo me provoca de verdad, como ver a Gonzalo, me concedo esta felicidad. Sonríe. Sé feliz. Lo mereces. Ya verás cómo estos encuentros con Gonzalo en el hotel te ayudan mucho más que los años de terapia con el pesado del psicoanalista, que te sacó una fortuna y al final nunca te sirvió de nada. El psicoanálisis es una gran estafa. La mejor terapia es tirar rico. No cuesta nada, lo disfrutas mucho más y te muestra con toda claridad quién eres y qué quieres. Tú serás mi psicoanalista, Gonzalito. Psicoanalízame mañana y todos los días que quieras. Métete tan adentro como te dé la gana. Tú adentro mío: ésa es mi idea, por ahora, de la felicidad, y por eso vendré de todos modos mañana a este hotel pulgoso pero rico para tirar.

– Estupendo. Nos vemos mañana. ¿Te parece bien acá?

Me ha gustado esa sonrisa, piensa Gonzalo. Se ve que le está cogiendo el gusto a esto. Quizás no deberíamos haber tirado la primera vez en su casa. Allá es más difícil para ella. Acá está más libre, es territorio neutral. Me gusta que sonrías así, Zoe. Ésa es la sonrisa que quiero ver en ti.

– Me parece perfecto. Me ha gustado este hotelito. Es lo más discreto. Nadie nos va a encontrar acá.

– Claro, es perfecto. Vienes, dejas tu carro en el parqueo de abajo y subes directo del ascensor al cuarto. No te cruzas con nadie.

– No quiero que nadie se entere de esto, Gonzalo. Tenemos que ser muy cuidadosos.

– Como quieras, muñeca. Pero si vamos a ser cuidadosos, ¿quién se va a cuidar, tú o yo? Porque hoy no nos hemos cuidado y he terminado adentro.

– No hay problema. Está por venirme la regla. Hoy es un día seguro.

– Pero mejor no correr riesgos.

– Yo no me cuido hace años. Tú sabes que con Ignacio hemos querido tener un hijo, hemos tratado todos los métodos posibles. Pero no se puede. Es estéril. Por eso no me cuido, a ver si algún día ocurre un milagro y me deja embarazada. ¿Qué sentido tendría cuidarme?

– Pero ahora es diferente. Si vamos a seguir viéndonos acá, tenemos que cuidarnos. Yo no soy estéril.

– ¿Cómo sabes?

– Bueno, no tengo hijos, pero siempre me he cuidado, no he tratado de tenerlos tampoco, y supongo que no soy estéril.

– Deberías hacerte un chequeo. De repente, es una cosa familiar.