– Tampoco quiero tener hijos. Si soy estéril como Ignacio, me daría igual.
Zoe sonríe, le dirige una mirada provocativa, coqueta y dice:
– No sé si serás estéril, pero tiras riquísimo y eso me basta.
– Tú también tiras riquísimo, muñeca -sonríe Gonzalo desde la cama y siente un cosquilleo allí abajo-. Ven acá.
– No, no me tientes. Tengo que irme. Quédate con las ganas hasta mañana.
– Como quieras. Tú te lo pierdes.
Zoe termina de vestirse, se mira en el espejo, acomoda su pelo, se permite una levísima sonrisa y cree ver en ese gesto risueño la satisfacción de saberse querida, la esperada revancha de tener a un hombre dispuesto a todo con tal de hacerla suya en la cama.
– Mañana, acá, a la misma hora -dice, con una seguridad de la que se siente orgullosa-. Si quieres cuidarte, es problema tuyo. Yo detesto las pastillas y no quiero que me metan cosas adentro. Me pone nerviosa la sola idea de tener una cosa de cobre en la vagina.
Gonzalo ríe de buena gana y se pone de pie.
– No te preocupes, me cuidaré yo.
– Pero estos días no hay peligro, créeme. Está por venirme la regla.
– Con razón andabas tan agresiva conmigo.
– Lo siento, tigrillo. Te traté mal. Pero lo merecías. Fuiste un cabrón al irte así de mi casa esa mañana. Te portaste como un perro.
Zoe no está acostumbrada a hablarle a un hombre así, decirle cabrón, perro, porque a su marido intenta hablarle con un sentido de la corrección y el decoro que él estimula en ella, pero ahora le gusta sacudirse de esas formas opresivas y usar las palabras sucias o ásperas que describen exactamente lo que piensa. A Gonzalo le puedo hablar como me da la gana, piensa. Me gusta eso. Me gusta poder decirle en la cama todas las cochinadas que me vengan a la cabeza. Es rico eso. Una se libera.
– No hablemos más del pasado. Te espero mañana. Estaré en este mismo cuarto. Si tienes algún problema, me llamas.
– No habrá ningún problema. El único problema puede ser que llegaré antes que tú -bromea ella.
Ahora se abrazan, ella vestida, él desnudo, de pie frente a la puerta, y él la besa lentamente, y ella siente que él despierta allí abajo, entre las piernas, y se separa, ve su sexo levantándose, y goza muchísimo cuando se dirige a la puerta, le echa una mirada coqueta, lo ve así -desnudo, excitado, todo para ella- y le dice antes de salir:
– Si me extrañas mucho, tócate pensando en mí. Gonzalo se ríe y alcanza a contestarle:
– Putita rica. Te veo mañana.
Zoe sale del cuarto, cierra la puerta, llama el ascensor y sonríe con una felicidad insólita. Qué fantástica sensación, piensa. Me ha encantado salir del cuarto dejándolo así, muerto de ganas por mí. Por primera vez en mi vida, he sentido que tengo poder absoluto sobre un hombre que me desea a rabiar. Y ha sido una delicia sentir eso. Si mi vida fuese una película, acabo de rodar la mejor escena. Corten. Me voy. Mañana seguiremos grabando en este hotelito que me gusta tanto.
De regreso a casa tras un largo día de trabajo en el banco, Ignacio detiene su auto, retira el cinturón de seguridad que cruza sobre su pecho, desciende con esa elegante lentitud que preside sus movimientos y entra en una florería. Luego de echar un vistazo a los diferentes arreglos florales, elige unas rosas amarillas y pide al vendedor que se las prepare para llevarlas a casa. Las flores amarillas son mis favoritas, piensa. He salido a mamá. Ella pinta siempre con una flor amarilla en su estudio. Adora las rosas amarillas. Dice que le traen buena suerte. Ignacio paga, deja una buena propina al muchacho que le lleva las flores al auto y las acomoda en el piso del asiento trasero y, manejando con cautela por la autopista que lo llevará a los suburbios apacibles donde ha elegido vivir, recuerda la primera vez que compró una flor para una mujer: fue una orquídea blanca que Zoe prendió en su vestido, a la altura del pecho, en el baile de promoción de la escuela de Ignacio. Hace casi veinte años de eso, piensa. Llevo diez años casado con ella, pero la conozco hace casi veinte. Qué nervios sentí aquella noche cuando le regalé la orquídea. Qué hermosa se veía con esa flor en su vestido negro. Nunca imaginé que una mujer tan linda pudiera enamorarse de mí. Aunque han pasado los años, sigo queriéndola como al principio. Es una dama. Es tan elegante y distinguida, incapaz de odiar a nadie, con un corazón de oro. Volvería a casarme con ella sin ninguna duda. Si hay algo que admiro en Zoe, además de su belleza, es su bondad. No olvido que, en un momento de ofuscación, le dijo a Gonzalo mezquindades contra mí y el destino quiso que yo las oyera. Dios quiso poner a prueba mi amor por ella. Siento que he pasado la prueba. La quiero más que nunca. La perdono por ese momento de debilidad. Pero sé que, ante todo, Zoe es una mujer noble y leal, que me quiere bien y nunca me traicionaría. Me da tanta pena no haber podido darle un hijo. Sería una madre tan feliz, tan amorosa. Debo comprender que a veces se deprima y hasta se moleste conmigo, porque, quizás inconscientemente, puede que me culpe de su soledad por no haber podido hacerla madre. Tengo que acompañarla más. La pobre anda muy sola, todo el día en la casa. Si al menos me hiciera caso y escribiera, estoy seguro de que se sentiría mejor. Voy a llevarla de viaje una semana, a donde ella quiera. Tengo que quererla y engreírla más. A veces la descuido por dedicarme tanto al banco y a las cosas del trabajo. Pero es la mujer de mi vida y no quiero perderla. Voy a sorprenderla con gestos de amor que no espera. Voy a seducirla como si comenzáramos de nuevo. La emoción de la primera flor, el primer baile, qué nostalgia. Quizás la pobre Zoe se aburra un poco conmigo. Yo le doy todo lo que puedo -y más- pero ella es joven, quiere divertirse, tiene un espíritu más liviano y yo voy a un ritmo calmado y tal vez a veces se aburra conmigo. Tengo que inventarme cosas que rompan esa sensación de rutina. Después de todo, yo tengo la culpa de que ella pueda haber sentido ganas de distraerse conversando con el pícaro de Gonzalo, que no pierde oportunidad para tratar se seducir a cuanta mujer guapa se le cruce en el camino, incluso si se trata de su cuñada. En Gonzalo, por supuesto, no puedo confiar; pero en Zoe sí, ella no sería capaz de estar con otro hombre, y mucho menos con mi hermano, y sé perfectamente que sólo por aburrimiento, por sentirse descuidada por mí, ha caído en la tentación adolescente de flirtear un poquito con el inescrupuloso de Gonzalo, siempre al acecho de alguna oportunidad para vengarse de mí, como si yo le hubiese hecho algún daño en la vida. Paciencia. Con Gonzalo debo ser como un padre magnánimo que lo comprende, le perdona todo y le renueva su cariño incondicional. No es mi hermano: es el hijo díscolo que no tuve. Debo verlo así. Y con Zoe debo esmerarme para que, además de seguir queriéndome, se divierta conmigo. Esta noche la voy a sorprender.
Llegando a su casa, Ignacio se apresura en silbar con cariño para anunciar su presencia y llamar a su mujer, a quien busca en su habitación, en el escritorio, en el baño, sin encontrarla. Luego se dirige a la sala, el comedor, la cocina, el área de lavandería, pero tampoco la encuentra. Estará en el gimnasio, piensa. Sale por una puerta trasera de la cocina que lleva al jardín, camina por un sendero empedrado y oye el rumor que viene de la piscina iluminada. Qué diablos hace allí con este frío, piensa, sorprendido, cuando descubre, acercándose, que Zoe se ha metido en la piscina, ya de noche. Es la primera vez que regreso del banco y la encuentro bañándose en la piscina. Algo le pasa a mi mujer.
– ¿Mi amor, qué haces en la piscina? -pregunta.
Zoe, nadando de espaldas a él con un bañador negro de dos piezas, voltea sorprendida, sonríe y dice:
– Está delicioso, me provocó darme un chapuzón.
No le dice, por supuesto, que, al regresar de su cita secreta con Gonzalo, se sintió tan feliz, tan joven y traviesa, tan llena de una energía nueva que tuvo ganas de hacer algo que rompiese la rutina: tirarse al agua fría y chapotear como una niña.