– Todo bien, mi amor, como quieras -dijo él, guardando la compostura, y terminó de vestir su pijama de franela.
Cuando Ignacio rezó, sentado en la cama, los brazos cruzados en el pecho, el televisor apagado, ya su mujer había dejado la novela que leía y parecía dormir plácidamente. No se ha echado sus cremas, no se ha lavado los dientes, no ha prendido la computadora para leer sus últimos correos del día, pensó. Es muy raro que actúe así. Pero no parece molesta conmigo. Me trata con cariño. Incluso diría que quiere perturbarme, tentarme, despertar en mí el deseo de hacerle el amor. Y cuando lo consigue, me deja con las ganas. Como quieras, Zoe. Tú ganas. Ignacio cerró los ojos y rezó: «Señor, estoy un poco molesto, te ruego que me des paz, que me ayudes a seguir queriendo a esta mujer a la que a veces, como ahora, simplemente no entiendo. Necesito dormir. Gracias por tantas cosas buenas. Sólo te pido que me des ocho horas de sueño para recuperarme bien. No quiero sentir en el corazón este desasosiego que me inspira mi mujer. Dame paz, dame sueño, Dios mío. Buenas noches.»
Ahora Zoe duerme. A pesar de sus súplicas, Ignacio continúa despierto, desvelado, dando vueltas en la cama, llenándose de rencor contra su esposa. Juegas conmigo, piensa. Me tratas como si fuera tu pelele. Te traigo flores, me tiro a la piscina helada para complacerte, te metes desnuda a la cama y te pido que hagamos el amor y me rechazas, recordándome que sólo debemos hacerlo los sábados. Está bien que en principio nos toque los sábados, porque eso me da una sensación de orden y estabilidad de la que yo disfruto, pero podríamos romper la rutina de vez en cuando. En el fondo, ya no me quieres. Me quieres, sí, pero me quieres como si fuera tu hermano, un hermano mayor, distante, algo aburrido, que te protege y te sirve de calentador si pasas frío en la noche. Pero no me ves como un hombre deseable. Está claro. Supongo que tengo la culpa de eso, pero no sé qué carajo hacer para remediarlo. Por ahora, necesito dormir, olvidar que mi matrimonio es un desastre. Dios, duérmeme, no seas cruel.
Ignacio se impacienta, sale de la cama y camina al baño sin hacer ruido. Tras encender una luz débil, se mira en el espejo, que le devuelve la imagen de un hombre fatigado, ojeroso, disgustado con su vida. No soy feliz, piensa. Nunca lo he sido. Probablemente no lo seré jamás. Pero no debo perder la calma. Los hombres grandes se fortalecen en los momentos más duros, se agigantan ante la adversidad. Yo soy un hombre grande. Aunque nadie me quiera, ni siquiera mi propia esposa, que duerme desnuda en mi cama, yo me quiero lo suficiente como para aguantar a pie firme las dificultades y seguir avanzando como un guerrero. Los triunfadores no suelen ser los más inteligentes, sino los más fuertes. Yo soy fuerte, soy un triunfador y no me voy a derrumbar. Pero necesito relajarme. Lo siento, Dios mío, pero si tú no me das el sueño que te he pedido, tengo que buscarlo yo solo, haciendo otras cosas.
Ahora Ignacio cierra la puerta de vidrio del retrete, baja la tapa del inodoro, se sienta sobre ella, desabrocha su pantalón de franela, humedece con saliva la palma de su mano derecha y empieza a tocar su sexo, haciéndolo crecer, endurecerse. No piensa en Zoe, su mujer. No piensa en otra mujer. Se deleita pensando en algo que no hará, que no se atreverá a hacer: besar a un hombre, poseerlo con violencia, entregarse a él. Piensa en ese hombre, un hombre cualquiera que no conoce, y goza en secreto.
Es sábado, un día soleado y prometedor. Después de leer la prensa del día y ejercitarse en el gimnasio privado con más rigor del que acostumbra, Ignacio llama por teléfono a su madre y la invita a almorzar.
– Encantada -contesta ella-. Pensaba encerrarme a pintar, pero pintaré después del almuerzo.
– Estupendo -dice él-. ¿Dónde quieres almorzar?
– En tu casa sería perfecto. Así estamos más tranquilos, ¿no te parece?
– De acuerdo. Le diré a Zoe que prepare algo rico. ¿Quieres que pase a buscarte?
– No, gracias. Mándame un taxi a la una. Así me entretengo conversando con el taxista y no te molesto.
– Perfecto. Quedamos así. ¿Quieres que invite a Gonzalo?
– Me encantaría. Tú sabes que yo gozo cuando está toda la familia reunida.
– Lo llamaré. Ojalá me conteste el teléfono. Tú sabes que él anda medio perdido, se desaparece. Hace días que no sé nada de él. No contesta mis llamadas.
– Paciencia, Ignacio. Compréndelo. Tu hermano es un artista.
– Sí, claro -dice Ignacio, y hace un esfuerzo para no irritarse, porque le disgusta sentir que su madre le perdona todo a Gonzalo con la excusa de que es un artista-. Te mando el taxi, entonces. Nos vemos acá.
Todavía en un buzo gris y zapatillas que ha sudado en el gimnasio, Ignacio busca a su esposa para darle la noticia del almuerzo familiar que está organizando y consultarle si le parece bien invitar a Gonzalo. La encuentra desnuda y sonriente, sumergida hasta el cuello en la tina, rodeada de burbujas y fragancias, escuchando música clásica a un volumen que él encuentra excesivo.
– ¿Qué haces acá? -le pregunta, con una expresión de perplejidad, pues ella no acostumbra a darse baños de tina.
– Disfrutando de la vida, mi amor -responde Zoe, sonriente.
– No te oigo -dice él, y baja el volumen de la música-. Estás rarísima, Zoe. Duermes sin pijama, te bañas en la tina con burbujas: ¿se puede saber qué está pasando contigo?
Zoe sonríe, sopla unas burbujas que flotan en el agua tibia cerca de su rostro, acaricia su muslo izquierdo.
– ¿Te molesta? -pregunta, risueña, con una voz muy amorosa.
– No, para nada. Me sorprende.
– Estoy contenta. Estoy contenta con mi vida. Estoy contenta con mi cuerpo. Eso es todo.
Estás contenta porque no estoy contigo en la tina, piensa Ignacio. Estás contenta porque otro hombre está contigo en tu cabeza. Estás contenta, cabrona, porque me engañas, aunque sólo sea en tu imaginación. No soy tan tonto como para no darme cuenta.
– Me alegro por ti -dice Ignacio, con una sonrisa que no es del todo natural-. He invitado a almorzar a mi madre. ¿Te parece bien?
– Fantástico. ¿A qué hora viene?
– Una y media.
– ¿Quieres que prepare algo rico?
– Sería genial, si no te molesta. Pero si prefieres, pedimos que nos traigan la comida.
– No, yo puedo hacer una pasta y una ensalada. Me siento inspirada para cocinar.
– Estás inspirada para todo, menos para hacer el amor conmigo -dice Ignacio, y se arrepiente en seguida de haber sonado quejumbroso.
– No digas eso, mi príncipe -dice Zoe desde la tina, con una mirada cargada de ternura-. Tú sabes que yo me muero por ti.
Palabrería barata, literatura de folletín, pura demagogia conyugal, piensa Ignacio, de pie en ese baño de lujo, contemplando la hermosa desnudez de su mujer, apenas soslayada por el agua y las burbujas.
– ¿Quieres que invite a Gonzalo? -pregunta él.
Zoe siente un sobresalto cuando escucha el nombre prohibido, pero finge una cierta indiferencia y responde:
– No es mala idea, si tú quieres. A tu madre le encantaría.
– ¿Por qué no lo llamas tú? Porque a mí nunca me contesta el teléfono.
– No, mejor llámalo tú, Ignacio.
– No, prefiero que lo llames tú. Créeme. Si yo lo llamo, no me va a contestar, no va a venir. En cambio, si lo llamas tú, ya verás que viene.
– ¿Por qué crees eso? -se sorprende Zoe, tratando de mantener la calma.
– Conozco a mi hermano más que tú, créeme.
Te equivocas, corazón, piensa ella, escondiendo una sonrisa maliciosa. No creo que conozcas a tu hermano tan íntimamente como yo.
– Bueno, como quieras, yo lo llamo. Pásame el teléfono, por favor.
Ignacio camina al dormitorio, levanta el teléfono inalámbrico y se lo lleva a su mujer, quien, tras secarse las manos con una toalla blanca, improvisa su mejor cara de despistada y dice: