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– ¿Cuál era el teléfono de tu hermano, mi amor?

Lo recuerda perfectamente, pero juega el juego de la duplicidad para no delatarse ante Ignacio, que, como es obvio para ella, desconfía por principio de su hermano.

– Me sorprende que no lo recuerdes. Tú, que siempre lo llamas para ir a visitarlo a su templo sagrado, a su santuario artístico; tú, que te desmayas cuando ves sus cuadros y los compras al precio que él diga.

Ignacio ha sonado más burlón de lo que habría querido, pero Zoe no va a caer en la trampa y mantiene una actitud serena, plácida, de un amor propio invencible, de una felicidad que es casi insultante para él, y dice:

– Es que tú sabes que soy una olvidadiza, mi amor. Resignado, Ignacio, que se jacta de su buena memoria, le dice el número y ella lo marca en seguida.

– Gonzalo, soy Zoe, tu cuñada, ¿estás ahí? -dice, tras oír el saludo grabado en el contestador.

Al decir «soy Zoe, tu cuñada», ha sentido algo extraño, un cosquilleo pero también una vergüenza, la sensación de estar perpetrando, ante sí misma, una deslealtad, pues ella sabe bien, como él, que no es tan sólo su cuñada y que más exacto habría sido describirse como «Zoe, tu amante, la del hotel barato; Zoe, tu putita, la que tiró ayer contigo».

– Nunca contesta, no sé para qué tiene teléfono -se impacienta Ignacio.

– Gonzalo, contesta, soy Zoe.

– Debe de estar durmiendo.

– Señor pintor bohemio, señor artista trasnochado, conteste el teléfono por favor, queremos invitado a un almuerzo -insiste ella, con voz juguetona, una voz que desagrada a su esposo.

– Dile que lo esperamos a la una y media -sugiere Ignacio.

– Gonzalito, despierta, contesta, ya son casi las doce, ¿vas a dormir todo el día?

– No le digas Gonzalito, no le des tantas confianzas -se pone serio Ignacio.

– ¡Acá estoy! -responde por fin Gonzalo, de un modo un tanto áspero y Zoe pierde de inmediato el control de la situación al oír la voz recia y enfadada del hombre al que desea en secreto.

– ¿Te he despertado? -pregunta ella, de pronto seria, sin permitirse el cariño que quisiera expresar.

– No, estaba cagando en el baño, leyendo mi periódico -dice Gonzalo-. Pero has insistido tanto que he tenido que venir corriendo al teléfono.

– Mil disculpas. Lo siento.

Ignacio pone una cara de extrañeza.

– No te preocupes. Dime rápido. ¿Qué quieres?

A Zoe le molesta que Gonzalo le hable de esa manera atropellada y tosca, le duele que él se permita decirle eso, «¿qué quieres?», como si ella fuese una impertinente que ha invadido su sagrada calma matutina, la ceremonia de evacuación del vientre a la que él se había entregado. Pero oculta su malestar y aparenta el mejor humor del mundo, porque su esposo la observa, y responde:

– Estoy acá con Ignacio. Hemos invitado a tu mamá a almorzar. Nos encantaría que puedas venir.

– No sé, Zoe. Qué coñazo.

– Voy a cocinar una pasta deliciosa. Ignacio está acá conmigo y te manda saludos. No nos puedes fallar.

– No me gusta esa voz de señora gansa que pones cuando estás con él.

– Vamos, anímate.

– Extraño tu voz de putita. No importa. Sigue jugando a la esposa buena y amorosa.

– ¿Te esperamos a la una y media, entonces? No nos puedes fallar, Gonzalo. Mira que no vienes a la casa hace siglos.

– Hace siglos, claro. Zorra. Zorra rica. Dile al ganso de Ignacio que eres una zorra rica y que voy a ir al almuerzo para meterte la mano.

– ¿Qué dice? -pregunta Ignacio, de pie, recostado contra el tablero de mármol del baño.

– Lo estoy animando -susurra ella, cubriendo el teléfono con una mano-. ¿Vienes entonces? -pregunta, siempre en su papel de señora formal y atenta anfitriona.

– Ya, está bien, iré. Pero con una condición -dice Gonzalo.

– Dime. ¿Quieres que te prepare algo especial? Pensaba hacer pasta y ensalada. ¿Te parece bien?

– No te pongas calzón.

Zoe se estremece íntimamente, siente un cosquilleo en el estómago, pero reprime la emoción y mantiene el tono apropiado a las circunstancias:

– Perfecto. Te haré una pasta con tomate fresco. Ya verás que te va a encantar.

– Pobre de ti que te pongas calzón. Ponte un vestido sexy y nada abajo.

– Te esperamos entonces. Ignacio te manda saludos.

Zoe le acerca el teléfono a su marido, como preguntándole si quiere hablar, pero él se niega con un gesto distante, como si no quisiera rebajarse a hablar con su hermano menor.

– Chau, zorrita. Ya te veo. Si me traicionas y te pones calzón, te jodes conmigo, me largo de tu casa.

– Chau, Gonzalo. Te esperamos. No nos falles. Tu mamá va a estar feliz de verte.

– Chau, mi putita. Ahora déjame ir al baño.

– Claro, buena idea, tráete un vino si quieres.

– Qué ganas de ver tu culito. Dile a Ignacio que voy a ir a su casa para verte el culito sin calzón.

– Tinto, mejor.

– Gansita. Gansita rica.

– Lo que quieras, Gonzalo. Pero no te preocupes en traer nada. Te esperamos. Ignacio te manda un abrazo.

– Mamón.

– Un besito.

– Sin calzón ¿ya?

Zoe aprieta un botón del teléfono, cortando la llamada, y luego le pasa el aparato a su esposo.

– ¿Qué dice el artista? -pregunta él.

– Que viene encantado. Que hagamos pasta con tomate. Que va a traer un tinto.

– Milagro. Nunca viene cuando lo invitamos. Si lo hubiera llamado yo, seguro que no contestaba. ¿Estaba durmiendo?

– No, me dijo que estaba en el baño.

Ignacio hace un gesto de disgusto.

– Qué grosería decir una cosa así -comenta.

Será que me gustan los hombres groseros, piensa ella.

– Sí, me chocó un poquito que dijera eso -miente.

– Todo sea por mamá -dice él, resignado-. Todo sea por hacerla feliz a ella.

– Tienes razón, mi amor.

– Cualquier día se nos va. Ya está viejita. Hay que darle sus gustos. Tú sabes que ella goza cuando estamos juntos los cuatro.

– Seguro.

Ignacio comienza a quitarse la ropa para meterse a la ducha. Zoe lo observa desde la quietud de esas aguas salpicadas de burbujas.

– ¿Vendrá con alguien? ¿Traerá a una de sus mil quinientas noviecitas?

– No sé. No me dijo nada.

Más le vale que se aparezca solo, piensa ella. Si viene con Laura o con otra de sus chicas, no le abro la puerta.

– Por si acaso, cocina para cinco -dice Ignacio, ya desnudo, abriendo el caño de agua caliente-. Lo más probable es que Gonzalo venga con alguien. Ya sabes cómo le gusta lucir sus conquistas. Yo lo conozco a mi hermanito. Sin una mujer guapa, se siente inseguro. Le encanta exhibir a sus mujeres como si fueran trofeos de caza. Ya verás que viene con una niña.

No hace falta, me tiene a mí, y estaré sin calzón, piensa Zoe, acariciando su ombligo debajo del agua.

– Tienes razón, pondré la mesa para cinco -comenta, haciendo el papel de esposa obediente, tan conveniente para la felicidad de su marido.

– ¿Zoe? -grita Ignacio, desde la ducha tibia tirando a fría.

– ¿Sí, mi amor? -contesta ella, perezosa, sedada en la tina caliente.

– Ven a la ducha conmigo.

– Ay, no, mi amor, qué frío, estoy calentita acá.

– Ven, no seas mala.

– De esta tina no me sacas ni con una grúa, Ignacio. Se ríen.

– Esta noche me voy a vengar de ti -grita él, juguetón, bajo un chorro de agua, jabonándose con vigor-. Hoy es sábado y te toca.

– Más te vale que te pongas al día -bromea ella.

No me desea, piensa él. Estamos jugando un juego. Seguro que esta noche me sale con una excusa.

Qué rico que venga Gonzalo a almorzar, piensa ella. No me debo vestir demasiado provocativa para no despertar las sospechas de Ignacio. Me pondré algo serio, conservador. Y abajo, nada. Te esperaré sin calzón, mi amor. Y te enseñaré el coñito cuando tú quieras.