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– ¿Zoe?

– Dime.

– ¿Me quieres?

– Te adoro.

Y yo a ti.

Te quiero (pero de viaje), piensa ella y sonríe.

Suena el timbre de la puerta de calle. Doña Cristina, Ignacio y Zoe almuerzan en un comedor elegante, cansados de esperar a Gonzalo, a quien llamaron para recordarle que aguardaban su llegada, sin que contestase el teléfono. Cuarenta minutos después de que doña Cristina llegase a casa de su hijo mayor, Zoe, aburrida de pasar bocaditos, sirvió la comida y decidió que no lo esperarían más. Pero ahora, mientras disfrutan del plato de fondo, una pasta con salsa de tomate y verduras, suena el timbre y Zoe dice:

– Yo voy. Debe de ser Gonzalo, finalmente.

– No, yo voy -dice Ignacio, poniéndose de pie, sacándose una servilleta de tela que se ha amarrado al cuello, para proteger su camisa de las manchas que podrían salpicarla al comer.

– No lo regañes, no le digas nada -le pide doña Cristina, vestida con su habitual sobriedad, un pantalón oscuro, saco azul y pañuelo colorido de seda rodeando su cuello.

– Ya sé que es un artista -se burla Ignacio, con una expresión condescendiente, y se dirige a la puerta de calle, pues ha vuelto a sonar el timbre.

– Qué impaciente Gonzalito, no cambia -comenta doña Cristina, y da cuenta de un buen bocado de pasta.

Parece que no hubieras desayunado, piensa Zoe, disgustarla al ver comer a su suegra. Qué apetito, Cristina. Ojalá que tu Gonzalito venga solo. Pobre de él que venga acompañado.

– ¿Está rica la pasta, Cristina? -pregunta, con una sonrisa.

– Deliciosa.

– ¿No quieres servirte un poco más?

– Termino y voy por la repetición -sonríe doña Cristina, comiendo con buen apetito.

– Claro, coma con confianza, no te sientas corta.

No se preocupe, que ya estamos acostumbrados a verla tragar como una vaca, piensa Zoe.

– Pero tú no comes nada, hija -observa doña Cristina-. Pareces un pajarito. Comes dos lechuguitas y nada más.

– Tengo que cuidarme -se defiende Zoe con una sonrisa-. Tengo que cuidar la línea. Si me pongo gorda, Ignacio se va con otra.

– Eso nunca -ríe doña Cristina, y bebe un poco de vino-. Ignacio ve por tus ojos. Aunque algún día te pongas gordita como yo, él jamás te dejaría.

Me dejaría yo misma, piensa Zoe: me mataría en el acto si pesara los noventa kilos que debes de pesar tú, cachalote de agua dulce.

Afuera, bajo un sol tibio que anuncia la pronta llegada de la primavera, Ignacio respira profundamente, como si quisiera serenarse, como si aspirando esa bocanada de aire puro se llenase de una paciencia que sabe le hará falta para soportar los caprichos de su hermano menor, y abre la puerta de calle.

– ¿Llego muy tarde? -sonríe sin aparente preocupación Gonzalo.

Lleva puesto un vaquero viejo, una camiseta blanca de manga corta y unos zapatos marrones de goma. Ignacio, en cambio, luce más elegante, con un pantalón crema, camisa celeste y saco azul.

– No te preocupes, todo bien -dice, y extiende el brazo derecho para darle un apretón de manos, pero Gonzalo lo sorprende, dándole un abrazo efusivo.

– ¿Cómo está el hombre del dinero? -dice, mientras lo abraza, con un cariño que desconcierta a Ignacio.

– No tan bien como tú -responde, ahora caminando por el jardín, hacia la casa-. ¿Cómo va la pintura?

– Batallando, como siempre. Tú sabes que, cuando dejo de pintar, me pongo mal.

Por supuesto, tenía que olvidarse del vino que prometió traer, piensa Ignacio, pero no dice nada.

Luego se detiene, lo mira a los ojos y dice:

– Me alegra que vinieras. No es bueno que estemos distanciados, Gonzalo. Tú sabes que en esta casa se te quiere mucho.

– Yo sé, yo sé -dice Gonzalo, tratando de relajar la seriedad que su hermano le ha dado a ese momento, que él encuentra excesiva.

Yo sé que en esta casa se me quiere, piensa, con cinismo, y pone cara de circunstancias mientras Ignacio prosigue:

– Dejemos atrás las peleas y las rivalidades. Tratemos de ser buenos amigos, como antes. Te lo pido por papá. No me gusta sentir que hay celos y tonterías entre nosotros.

– Tienes razón, Ignacio. Hay que vernos más seguido. Yo debería llamarte de vez en cuando, pero sabes que ando pintando todo el día y me desconecto.

– Tratemos de almorzar juntos una vez por semana, ¿no te parece? Yo sé que eso es lo que papá esperaría de nosotros.

– Tienes razón, veámonos una vez por semana.

A ti te veré una vez y a tu mujer dos, piensa Gonzalo, fingiendo un cariño por su hermano que no siente de veras. Tú siempre tan ceremonioso para estas cosas, Ignacio. ¿No puedes ser un poco menos estirado? Por eso tu mujer se aburre contigo y me busca a mí.

– Estupendo, quedamos así. Yo te llamo el lunes y tú eliges dónde quieres que comamos. Pero, por favor, contesta el teléfono, no te escondas cuando te llamo.

– No me escondo, hombre, sólo que a veces lo tengo apagado porque estoy pintando.

– Bueno, pasa, estábamos terminando de almorzar, pero todavía te esperábamos.

Ignacio y Gonzalo entran a la casa y caminan hasta el comedor.

– Llegó el artista -anuncia Ignacio.

– Gonzalito, tú siempre tan puntual -comenta doña Cristina, y besa a su hijo menor en la mejilla.

Zoe mira a Gonzalo, sonríe, se alegra de verlo a solas y no con Laura, lo encuentra guapo, encantador, irresistible en esos vaqueros y esa camiseta blanca.

– Tanto tiempo que no venías por acá, Gonzalo -dice, con una sonrisa.

– Tanto tiempo, Zoe.

Se besan en la mejilla. Hueles rico, piensa ella. Espero que estés sin calzón como te pedí, piensa él, mirándole las piernas al besarla. Como el día está soleado y no hace frío, Zoe se ha puesto un vestido ligero, no demasiado atrevido, que cae hasta casi las rodillas.

– Tengo el hambre de un caballo de carrera -bromea Gonzalo, sentándose a la mesa.

– Yo te sirvo -se apresura Zoe, levantándose, un plato muy fino de porcelana en la mano.

– Pero debe de estar fría la pasta -observa Ignacio-. Métela dos minutos al microondas, amor.

– Sí, tienes razón, voy a calentarla un poquito -dice Zoe, tras servir un poco de pasta en el plato.

– No, yo la caliento -se levanta Gonzalo.

– Deja nomás, no te preocupes.

– Siéntate, Zoe, yo voy a la cocina -insiste Gonzalo-. Además de que llego tarde, no vas a estar calentándome la comida. Yo me ocupo de eso.

– No seas tonto, Gonzalo -dice Zoe.

Pero Gonzalo le quita el plato con una gran sonrisa y se dirige a la cocina.

– Muy bien, Gonzalito, qué educado te veo hoy día -se sorprende su madre, y toma un poco más de vino.

– Yo te acompaño, no vas a saber manejar el horno tú solo -dice Zoe.

– Sí, mejor acompáñalo a la cocina -dice Ignacio, sentado a la mesa, comiendo sin apuro-. Gonzalo es capaz de volarnos el horno.

Zoe se dirige a la cocina tras Gonzalo, mientras Ignacio le dice a su madre en voz baja:

– Nos hemos amistado. Hemos quedado en almorzar una vez por semana.

– Qué maravilla, Ignacio -se alegra doña Cristina.

– Sí, después de todo, Gonzalo es un buen chico, hay que tenerle paciencia, pero tiene buen corazón.

– Un gran corazón, mi amor, un gran corazón.

Entretanto, en la cocina, Gonzalo mete el plato con espaguetis y salsa de tomate al horno microondas y cierra la puerta.

– Ponle minuto y medio -dice Zoe, que viene tras él y aprieta los botones, encendiendo el horno.

Gonzalo la mira con ganas, se asegura de que nadie viene a la cocina y le dice al oído:

– Estás riquísima.

Zoe sonríe, lo mira a los ojos y se lleva un dedo a la boca, como pidiéndole que se calle, que no la tiente en esa situación peligrosa.

– ¿Me hiciste caso? -susurra Gonzalo en su oído, detrás de ella, ambos mirando el horno, que emite un sonido metálico al calentar la pasta.