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– Sí -dice Zoe, sintiendo la excitación de ese hombre que le habla al oído.

Gonzalo voltea, verifica que nadie viene a la cocina y dice:

– Déjame ver.

Luego desliza su mano derecha por debajo del vestido y le acaricia las nalgas.

– Esto es lo que me quiero comer -susurra.

Zoe da un respingo, sonríe, saca el plato del microondas y dice:

– Ya está, calentito.

Luego regresan a la mesa del comedor, se sientan y Gonzalo empieza a comer. Zoe bebe un poco de vino para calmarse.

– Está delicioso -celebra Gonzalo, comiendo con voracidad.

Como tú, piensa Zoe, todavía sintiendo esa mano furtiva.

– ¿Qué fue de tu novia, Gonzalito? -pregunta doña Cristina.

– ¿Cuál de ellas? -bromea Zoe.

– La última, la jovencita, que era tan linda -dice doña Cristina.

– Laura -aclara Zoe.

– Ella, Laura -dice doña Cristina-. ¿Qué fue de Laura, que ya no la vemos? ¿Por qué no la has traído?

– Me pareció mejor venir solo -responde Gonzalo.

– ¿Pero sigues viéndola o se han separado? -insiste doña Cristina.

– La veo de vez en cuando, mamá.

– Qué bueno, porque esa chica es un encanto y se ve que te quiere mucho.

– Está preparando una obra de teatro -comenta Gonzalo-. Anda muy ocupada con eso.

– Deberías ir buscando una novia para casarte, Gonzalito -dice doña Cristina-. Ya no estás en edad de seguir viviendo solo.

– ¿Casarme, yo? Mamá, no seas cómica. No tengo la menor intención de casarme con nadie.

Zoe mira de soslayo a Gonzalo, se alegra en secreto, reprime una sonrisa. No te cases, piensa. Ya me tienes a mí. Soy mucho mejor que una esposa. No te molesto, te doy toda la libertad que quieres y voy a tirar feliz contigo cuando tú me llamas. ¿Para qué necesitas una esposa?

– Te haría bien tener una relación estable -se atreve a opinar Ignacio-. Te ordenaría un poco ese estilo de vida tan bohemio que llevas.

Ya comienzan los sermones, piensa Gonzalo.

– Sí, no puedes seguir viviendo solo toda tu vida -dice doña Cristina, en tono cariñoso-. Tienes que buscar una mujer que te sepa acompañar.

Ya la tiene, soy yo, piensa Zoe.

Qué ganas de joderme la vida, piensa Gonzalo.

– ¿Tú no vives sola y estás contenta, mamá? -pregunta.

– Sí, pero ya soy mayor y tengo una familia, tengo dos hijos preciosos. Yo quiero que tú también puedas formar una familia algún día.

– ¿Una familia? -parece extrañarse Gonzalo.

– Claro, mi amor, que tengas hijos, que me des al menos un nietecito -se enternece doña Cristina-. Porque Ignacio y Zoe no han podido tener hijos por esas cosas misteriosas de Dios, pero tú tienes la oportunidad de ser papá, de hacerme abuela y tener una linda familia.

– Mamá tiene razón -observa Ignacio con seriedad-. Sería lindo que le dieses la alegría de un nieto.

Gonzalo suelta una risotada que Zoe no acompaña por prudencia.

– No me hagan reír, por favor -se burla, sin enfadarse-. ¿También me van a decir cuándo tengo que casarme, con quién debo casarme y cuántos hijos debo tener?

– Y cómo se van a llamar -bromea Zoe.

– No te molestes, Gonzalito -dice doña Cristina.

– No me molesto, mamá. Me río.

– Simplemente creo que sería lindo que algún día tengas una familia, tengas un hijo.

– Entiendo tu ilusión, mamá. Pero no me presionen. Esas cosas llegan solas, si llegan. Yo no estoy pensando en tener hijos porque ni siquiera pienso en casarme. ¿Con quién, si no tengo novia?

Conmigo, si tienes los cojones, piensa Zoe.

– Con Laura, por ejemplo -dice doña Cristina-. Esa chica me encanta. Se ve que te adora. Es muy educada, sana y agradable.

Gonzalo ríe de nuevo.

– Laura es sólo mi amiga, mamá -se defiende.

– Como todas -dice Ignacio-. Nunca quieres comprometerte. Acepta que, en el fondo, tienes miedo a meterte en una relación formal, a perder tu libertad.

Ay, Ignacio, no seas pesado, piensa Zoe. Deja que disfrute de su libertad. Más aún, cuando la disfruta conmigo.

– Lo que pasa es que Gonzalo es un romántico, un soñador, y todavía no ha encontrado a la mujer de su vida -comenta.

Gonzalo la mira, sonríe con cierta ternura. Gracias por defenderme, muñeca, piensa. Por ahora, la mujer que alegra mi vida eres tú, y con eso estoy tranquilo.

– Cuando encuentre a la mujer de mi vida, ya veremos qué pasa -dice-. Por ahora, estoy tranquilo así.

– Pero ya no eres un jovencito, mi amor -dice doña Cristina-. Y yo tampoco soy una niña. Cualquier día me traiciona la salud y me voy de acá. Y no puedes negarme la alegría de ser abuela. Piensa en mí, Gonzalito. Piensa en lo felices que seríamos todos en la familia si tuvieras un hijo.

– Yo creo que el más feliz de todos serías tú mismo -opina Ignacio.

– Primero que encuentre a su gran amor y luego que decida si quiere ser papá -dice Zoe.

– ¿Quién sabe? De repente yo tampoco puedo tener hijos, como tú -le dice Gonzalo a su hermano.

– No digas eso, mi amor -interviene, el rostro adusto, doña Cristina-. No hay por qué pensar esas cosas. El caso médico de tu hermano es muy raro. Tú claro que puedes tener hijos.

– Si no los tienes ya escondidos por ahí -bromea Zoe, y todos celebran la ocurrencia.

– Conociendo a Gonzalo, puede que ya tengas cuatro nietos con cuatro diferentes madres -le dice Ignacio a doña Cristina, que ríe de buena gana.

– ¿O sea que el futuro de la familia depende de mí? -pregunta, con expresión risueña, Gonzalo.

– El futuro de la familia depende del banco -aclara Zoe, y ríen.

– Sí -aprueba la ocurrencia Ignacio, mirando con cariño a su esposa-. El futuro de la familia depende de las ganancias del banco, más que de tu vida sentimental.

– Menos mal -bromea Gonzalo.

– Pero sería una pena, por mamá y por papá, que tú tampoco tuvieras hijos, porque la familia terminaría en nosotros.

– Y yo me iría a la tumba sintiendo que mi vida no fue completa porque no pude vivir la experiencia de ser abuela.

– Mamá, no seas exagerada -se impacienta un poco Gonzalo-. Si quieres ser abuela, adopta un nieto.

– ¡No se puede adoptar nietos, Gonzalito! -se pone seria doña Cristina.

– Todo se puede con plata y buenos amigos -dice Gonzalo.

– No te rías de mamá -dice Ignacio-. Es comprensible que tenga la ilusión de ser abuela. Yo no puedo darle un nieto. Dios lo ha querido así. Zoe y yo hemos hecho lo imposible para ser padres, pero no hemos podido.

– Yo sé, yo sé -dice Gonzalo.

– Sería una pena que, pudiendo tener hijos, te negaras a tenerlos, sólo por miedo a perder tu libertad -continúa Ignacio.

– Más que una pena, sería una ironía cruel -dice doña Cristina-. El que quiere tener hijos, no puede; y el que puede, no quiere.

– Así es la vida -dice Zoe-. Una siempre quiere lo que no puede tener.

Si yo no lo voy a saber, piensa. Por suerte, Gonzalo, a ti sí te puedo tener. En secreto, a escondidas, en ese hotel de dudosa reputación, pero te puedo tener, al menos por ahora, mientras dure esta aventura.

– No te preocupes, mamá, que si encuentro a la mujer apropiada y me enamoro de verdad, puede que me anime a tener un hijo -dice Gonzalo-. Pero, por ahora, no te hagas ilusiones.

La mujer apropiada, piensa Zoe. No me gusta cómo sonó eso. ¿Yo soy la mujer inapropiada? ¿Qué tengo yo que no sea apropiado, aparte de ser la mujer de tu hermano? Si de verdad me quisieras como te quiero yo a ti, considerarías pelearte con Ignacio por mí, pelear con quien sea por mí. Eso soy yo para ti: la mujer no apropiada. No importa. Por ahora, me conformo con eso.

– Pero a Laura, ¿la sigues viendo o no? -pregunta Zoe, ligeramente contrariada, aunque disimulándolo.

Gonzalo la mira a los ojos y comprende que debe ser cuidadoso en su respuesta: