Cuando está a punto de entrar al baño de visitas, luego de caminar por un pasillo alfombrado, Gonzalo decide ir más allá, hasta el dormitorio de Ignacio y Zoe. Camina de prisa, con una sonrisa maliciosa iluminando su rostro, porque sabe bien lo que quiere hacer. Nada más entrar al dormitorio, respira hondo, recuerda la noche ardiente que le arrancó a Zoe en esa cama cuando Ignacio se hallaba lejos, y, sin perder más tiempo, se mete al pequeño cuarto contiguo donde ella y su esposo guardan la ropa, bien ordenada en estantes de madera y ganchos acolchados. Este closet es del tamaño de mi taller, piensa, con una sonrisa. Luego abre varios cajones hasta que encuentra lo que buscaba: los calzones de la mujer que ama con violencia, todos bien planchados y doblados, blancos la mayor parte de ellos aunque algunos negros y otros color crema, de marcas muy finas, suavísimos al tacto. El olor que despiden esas prendas pequeñas y sedosas le recuerda el aroma de los secretos que Zoe le ha entregado el día anterior en la cama estragada de un hotel de paso. Gonzalo coge un calzón blanco, lo huele profundamente con los ojos cerrados, lo mete al bolsillo de su pantalón y sale del ropero. De regreso a la sala, se detiene en el baño de visitas. Mientras orina, saca el calzón blanco de Zoe, lo huele de nuevo y sonríe, pensando: eres mía, voy a dormir esta noche con tu calzoncito al lado de mi almohada. Luego sale del baño y anuncia que tiene que irse. Ignacio se ofrece a llevarlo, pero él insiste en que prefiere irse en taxi.
Cuando se despide de Zoe, alcanza a susurrarle al oído, aprovechando que Ignacio está de espaldas:
– Tus calzones huelen muy rico. Zoe no entiende bien pero sonríe.
Ignacio y Zoe están en la cama, el televisor encendido. Ya es de noche, todavía no muy tarde, y, si bien Ignacio sugirió salir a cenar como todos los sábados, Zoe, agotada además de arrepentida por haber comido tanto en el almuerzo, ha preferido quedarse en casa y abstenerse de seguir comiendo. Aún siente los efectos sedantes del champán que ha bebido a lo largo de la tarde y por eso, viendo esa película romántica en televisión que ya ha visto antes, siente los ojos pesados, el cansancio bajándole los párpados, la tentación del sueño acechándola. No olvida, sin embargo, que, siendo un sábado en la noche, será inevitable, a menos que ocurra un milagro, que su marido quiera hacerle el amor, probablemente cuando concluya esa película que él, viéndola por primera vez, sigue con atención desde su lado de la cama. Qué flojera, piensa ella. Ojalá se olvide de que es sábado. Qué pesadez tener que fingir un orgasmo más, soportar sus caricias, besarlo sin ganas. Me muero de sueño y también de pena porque mi matrimonio está en coma. Me siento una planta, una muerta en vida. Con él, vuelvo a mi estado vegetal. Sólo Gonzalo y una copita de champán me sacan de este soponcio atroz. Duérmete, por favor, Ignacio. Sé bueno. Duérmete conmigo y no me acoses sexualmente esta noche. Hoy no voy a poder seguir fingiendo. El champán me ha puesto sensible.
– Te estás quedando dormida, mi amor -dice Ignacio.
Como siempre, él ha cumplido una minuciosa rutina higiénica antes de meterse a la cama en esa pijama de franela que lo protege bien del frío: se ha limpiado las orejas con unos palitos rodeados de algodón en los extremos, gozando cuando ve aparecer un minúsculo pedazo de cera marrón en esos palitos que ha introducido con cuidado por sus oídos; se ha pasado por la cara unos paños húmedos que Zoe usa para retirarse el maquillaje y él para eliminar cualquier impureza de su rostro; ha recortado los pelitos que asoman por sus orificios nasales; se ha afeitado con precisión alguna que otra ceja desaliñada; ha limpiado sus dientes con un hilo dental de sabor a menta y luego se los ha lavado con una pasta especial que los blanquea; se ha cortado y limado las uñas de las manos; ha mojado un algodón en agua cosmética desinfectante y purificadora, pasándolo en seguida por su rostro; y finalmente ha cubierto sus mejillas de una finísima capa de crema humectante y, debajo de sus ojos y en las comisuras de la boca, aplicado una crema que previene las arrugas y revitaliza la células de la piel. Concluida esa ceremonia de aseo personal, se ha lavado las manos con energía y sonreído frente al espejo, orgulloso de la buena cara que luce y lo limpio que se siente. No hay nada mejor que sentirse purificado de las cochinadas de la calle y meterse impecable a la cama, ha pensado. Mi cara es la de un caballero y un ganador. Seguro que Gonzalo no se lava ni las manos antes de irse a dormir. Siempre fue un tipo sucio y descuidado. Zoe era más estricta en sus hábitos de higiene, ahora se ha relajado un poco: hoy, por ejemplo, ni se ha lavado los dientes, y ya está en la cama, lista para dormir. Yo no podría. Yo no puedo dormirme si no me he limpiado, paso a paso, con el rigor en que fui educado. Cuando me veo bien y huelo bien, me siento bien. Como ahora. Estoy listo para hacer travesuras. Ya tocan. Una vez por semana es la medida perfecta.