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– Estoy muerta de sueño -dice Zoe, los ojos cerrados, la voz algo pastosa-. El champán me ha dado un sueño mortal.

– ¿Quieres que apague la tele?

– No, no me molesta. Yo me duermo mejor con la tele prendida.

– Está buena la película.

– Ya la vi, Ignacio. Se me cierran los ojos.

– Duerme tranquila.

– Hasta mañana, mi amor.

– Yo te despierto al final de la película.

Dios, este hombre es una pesadilla, piensa ella. No me despiertes, tontuelo. Déjame dormir en paz. Si estás con ganas, anda a la cocina, saca una papaya de la refrigeradora, hazle un hueco y tíratela, pero a mí déjame tranquila.

– Como quieras -dice, resignada, obediente, odiando a su marido.

– No te olvides de que hoy es sábado, mi amor.

Zoe no contesta, prefiere quedarse callada, evita decirle lo que de verdad quisiera: no me importa que sea sábado, mequetrefe, pusilánime, señorito en pijama de franela: lo que quiero es dormir y no tener que fingir que me excitas y me vengo contigo. Ahora Zoe se echa de costado, dando la espalda a su marido, y procura espantar los pensamientos amargos, el rencor a ese hombre que le recuerda que el amor está en otra parte, pero no puede sumirse de nuevo en el estado de laxitud y placidez en que se hallaba, porque ahora sabe que, un rato después, será llamada a unas tareas conyugales para las que ya no se siente apta. No aguanto más, piensa. Se lo voy a decir todo. Le voy a confesar la verdad, aunque le duela, aunque llore como una niña, aunque se le derrumbe todo su mundo perfecto. No es justo que tenga que hacerme la idiota sólo para que él siga siendo feliz.

– ¿Estás dormida?

Zoe no contesta, respira con más intensidad para dar la apariencia de que, en efecto, se ha quedado dormida, una coartada que, piensa ella, quizás la salvará de ciertos trajines amatorios que le despiertan una sensación de hastío y repugnancia.

Es una falta de respeto, de mínima consideración hacia mí, que se duerma sabiendo que es sábado y debemos celebrar nuestro amor, piensa Ignacio. No es verdad que ha bebido demasiado champán. Le he contado las copas y ha tomado lo que acostumbra. Además, cuando toma más champán del que debe, simplemente se pone caliente en la cama. Es obvio que no tiene interés en mí, que ha dejado de quererme, pues ni siquiera se preocupa en guardar las apariencias. No lo voy a tolerar. Aunque no quiera, voy a hacerle el amor porque es mi esposa y yo merezco un poquito más de cariño y respeto.

– Zoe, mi amor, despierta -dice Ignacio, acercándose a ella, acariciándole la espalda.

Ella no contesta, sigue haciéndose la dormida.

– Zoe, mejor no esperamos al final de la película. Este hombre no puede ser más odioso, piensa ella.

– Despierta, mi amor. No seas mala conmigo. Es sábado. Ahora Ignacio le acaricia los pechos, la besa en el cuello, en la nuca, tratando de provocarla.

– Hoy nos toca, ardillita. No te hagas la loca.

Ignacio baja una mano, la acaricia entre las piernas por encima del calzón, se aproxima más a ella, haciéndole sentir que está excitado.

– Ven acá, dame tu coñito, no te hagas la dormida. Me la voy a tirar aunque no quiera, piensa.

Estoy harta, no aguanto más, es un desconsiderado, piensa ella.

Cuando Ignacio comienza a bajarle el calzón, Zoe pierde la paciencia y finge que despierta con brusquedad:

– Ignacio, no seas pesado, ¿no me puedes dejar dormir tranquila?

– Pero es sábado, mi amor. Me prometiste en la mañana que lo haríamos ahora. No seas mala, pues. No te hagas la estrecha.

Zoe ha odiado esa expresión -«no te hagas la estrecha»- y lo mira con poco cariño. Ignacio le sonríe con una mueca que ella encuentra patética.

– No puedo hoy. Estoy demasiado cansada. Hasta mañana.

Pero Ignacio no se da por vencido y la toma del rostro y la besa en los labios con cierta tosquedad, introduciendo su lengua, tocándole los pechos.

– ¿Te importa un carajo que esté caliente y que me provoque hacerte el amor? -le dice.

Zoe se deja besar, se deja acariciar, intenta abandonarse al papel de esposa sumisa que está siempre disponible a los requerimientos amorosos de su marido, pero un momento después la ira se apodera de ella y la subleva:

– ¡Déjame, Ignacio! -grita, y él se sorprende-. ¡No quiero! ¡Basta!

Ignacio la mira con una cierta perplejidad. No esperaba que ella lo rechazase tan enérgicamente, que lo desafiara así.

– ¿Cuál es tu problema? -le pregunta, muy serio.

– Ninguno. Tengo sueño.

– No es verdad.

– Sí es verdad.

– Lo que pasa es que ya no te gusto, ya no te provoca hacer el amor conmigo.

– Hasta mañana, Ignacio.

– Déjame que te bese abajo un ratito. Te va a encantar. Te vas a relajar.

– No insistas, por favor.

– Pero tengo ganas, mi amor. Estoy caliente por ti.

– Entonces córretela y déjame dormir tranquila.

– Tú te lo pierdes.

– Sí, yo me lo pierdo.

– Hasta mañana, Zoe. Duerme rico. Me tocaré pensando en ti.

– Piensa lo que quieras, pero déjame en paz. Hasta mañana.

Ignacio se baja el pantalón hasta las rodillas, humedece su mano con saliva y agita su sexo. No voy a pensar en ti, cabrona. Voy a pensar en todo lo que me dé la gana. Voy a ser todo lo puto y mañoso que me apetezca en mi imaginación. Te voy a sacar la vuelta mil veces. Jódete.

Zoe, los ojos cerrados, reprime las ganas de llorar. Sé que no está pensando en mí, piensa. Que piense en cualquiera de sus empleaditas guapetonas del banco. Que piense en su secretaria tan modosita. Que piense en sus novias de la universidad. Me da igual. Pero que me deje tranquila.

Lo que ella no sabe ni imagina remotamente es que su marido no está pensando en una mujer.

Zoe no puede dormir y la certeza de que su esposo duerme profundamente a su lado sólo consigue crisparla más. Odio estas noches eternas, piensa. El insomnio me mata. Es Ignacio quien me da insomnio. Es él quien me enferma. Si tuviese a Gonzalo a mi lado y no pudiese dormir, de todos modos gozaría, me pasaría horas mirándolo dormir, y eso ya sería un discreto placer. Pero Ignacio me recuerda que todo en mi vida es un error, un error gigantesco y doloroso. Por eso no puedo seguir ni un segundo más en esta cama, porque me duele saber que soy un fracaso: si una persona fracasa en el amor, ha fracasado en todo, porque nada importa tanto en la vida.

Ahora Zoe sale de la cama sigilosamente, calza unas pantuflas y, en un camisón de seda que deja ver sus piernas, camina hasta el baño, donde descuelga una bata negra y se cubre con ella para abrigarse del frío. Luego se dirige a su escritorio, enciende la computadora y suspira, suspira hondo con los ojos cerrados, suspira con menos rabia que tristeza, y aquel suspiro frente a la pantalla del ordenador es la confirmación de que nada, a esa hora desolada de la noche, logrará aliviar esa sensación de abatimiento y derrota que la asalta, mientras su marido duerme y el hombre al que cree amar disfruta de una soledad que ella no se atreve a interrumpir con una llamada telefónica: si lo despierto, se molestaría; si me contesta una mujer, lo podría matar; si le dejo un mensaje, pensaría que soy una loca obsesiva.