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Esa noche no pudo dormir. Tenía ganas de insultarla, de pegarle, de llorar. Tenía ganas de ir al taller de Gonzalo y romperle la cara por canalla. ¿Cómo podía ser tan hijo de puta de hablar mal de mí con mi propia esposa? ¿Cómo podía ella ser tan miserable de decirle a mi hermano que soy un huevón? ¿Eran amantes y por eso reían con tanta complicidad?

Ignacio tuvo que darse una ducha fría a las cuatro de la mañana para mantener la calma, para enfriar la rabia que sentía crecer. Pensó en despertar a Zoe y penetrarla con violencia, sodomizarla incluso, pero se contuvo. Desde entonces, no habló de ese asunto con nadie. Fingió ante ella que todo estaba bien. Intentó no dar ninguna señal que pudiese revelar lo que sabía por accidente: que su mujer era capaz de mentirle y burlarse de él con su propio hermano. Como de costumbre, Ignacio calló, ocultó sus sentimientos. No pudo evitar, sin embargo, que esa conversación se repitiese en su cabeza una y otra vez, atormentándolo. Como ahora, que corre en la faja estática y oye de nuevo la voz de Zoe diciéndole a Gonzalo: «Es un huevón.»

No soy un huevón, piensa. Soy un hombre de negocios, un banquero respetado. El huevón es Gonzalo, que no trabaja y va por la vida pintando unos cuadros impresentables. No soy ningún huevón y tú lo sabes, Zoe. Si no fuera por mí, no vivirías en esta mansión, no viajarías como una princesa, no te darías todos los lujos absurdos que te permites. Si fuera tan huevón, el banco no dejaría tantas ganancias y el cobarde de mi hermano no recibiría todo el dinero que yo le doy. Huevones son ustedes, que se ríen de mí a mis espaldas sin saber que estoy oyéndolos porque no toman la precaución de apagar el celular. Huevona eres tú, Zoe, que mientes sin ningún talento y haces que descubra tus mentiras en diez minutos.

Ahora Ignacio ha aumentado la velocidad y corre más de prisa, pero una idea se apodera de su mente, regresa obsesivamente, le tienta. De pronto, detiene la máquina. Ha corrido veinte minutos y fracción. Seca el sudor de su frente y camina resueltamente hacia su casa. Al entrar, procura caminar con cuidado para no despertar a Zoe. Ya en el dormitorio, comprueba que ella sigue durmiendo. Fantástico, piensa. Mejor así. Tendrás un lindo despertar. Piensa luego que no debe ceder a sus impulsos, pero, aunque le avergüence reconocerlo, esta vez no puede controlarse. Descuelga de la pared el cuadro de su hermano que Zoe compró el otro día, se retira de la habitación cargándolo, sale al jardín, se acerca a la piscina y lo arroja a esas aguas transparentes en las que sólo flotan algunos bichos muertos que no rescató. Ignacio piensa que deberá pedir perdón a Dios por lo que acaba de hacer, pero por el momento disfruta intensamente viendo cómo los colores del cuadro se van diluyendo, mezclando, perdiendo, aguando. Luego regresa al gimnasio para terminar de correr los casi diez minutos que le faltan.

Zoe llora. Está sola, en su auto de lujo. No podía seguir conduciendo. Ha detenido el auto al borde de la pista. En el asiento de atrás está el cuadro desfigurado y húmedo que le compró a Gonzalo y que Ignacio arrojó a la piscina. Ella misma lo sacó de la piscina. Ignacio no estaba en la casa. Zoe no quiso llamarlo al celular. Se metió a la piscina en ropa de dormir, bajando lentamente la escalera, sintiendo el agua fría que trepaba por sus muslos, y sacó el cuadro con más tristeza que rabia. Luego lo metió en su auto y supo lo que debía hacer. Mientras se duchaba con agua muy caliente, pensó que Ignacio era un pobre diablo y que su matrimonio no tenía futuro. ¿Cómo se atreve a hacerme eso? Es una falta de respeto. No puedo creer que haya tirado el cuadro de Gonzalo a la piscina sólo porque le molestó que yo lo comprase. Yo no quiero estar casada con un hombre así. No puedo despertar una mañana y encontrar algo mío, que me gusta, que yo compré, tirado en la piscina. Eres un cretino, Ignacio. Yo jamás te habría hecho una cosa así. Es un golpe bajo a mí y a tu hermano. Ese cuadro era lindo. No merecía terminar así. Ya quisieras tú algún día poder hacer algo tan bonito con tus propias manos. En el fondo te mueres de celos. Le tienes celos a Gonzalo, porque sabes que es feliz, que hace lo que le gusta, no como tú. Y me tienes celos porque sabes que admiro a tu hermano. Por eso tiraste el cuadro a la piscina. Porque eres un infeliz. Y yo no quiero estar casada con un infeliz. No quiero. Yo necesito amor y tú me tratas como si fuera una empleada del banco. No me interesa tu plata. Estoy harta de tu plata. Quiero sentirme viva otra vez. Zoe lloró sin moverse mientras un chorro de agua caliente caía sobre su espalda.

Saliendo de la ducha, marcó el celular de su esposo. Sintió la necesidad de insultarlo, de quejarse, de mandarlo a la mierda. Quería decirle no quiero verte más, estúpido. No sólo has tirado mi cuadro al agua, también has tirado al agua nuestro matrimonio. Quería decirle vete a la mierda, Ignacio. Pero él no contestó. Y ella no quiso dejarle un mensaje lleno de insultos. Tengo que ver a Gonzalo, pensó. No se secó el pelo, no se maquilló, eligió la ropa que encontró más a mano y salió de prisa sin comer nada, con una botella de agua. Sabía que volvería, que esa noche dormiría en su casa, en esa cama, con Ignacio al lado, y eso la hacía más infeliz, porque se sentía incapaz de hacer maletas y largarse. Sabía que Ignacio le pediría perdón, se arrepentiría del exabrupto de esa manaña, tan indigno de él, y seguramente acabarían haciendo el amor de un modo previsible y apurado que a ella ya no le arrancaba el placer de antes. Sabía que estaba en un callejón sin salida y por eso lloraba cuando entró al auto, encendió el motor y se apresuró en buscar una canción que era un consuelo en medio de todo. Manejó de prisa, sin ajustarse el cinturón de seguridad, odiando a su marido, odiando el mundo perfecto y vacío en el que se sentía atrapada. La música le recordó un tiempo en el que fue feliz. Iuvo que apagarla. Se sintió desolada. No quería llamar a Isabel o a Valeria, sus mejores amigas. Era demasiado orgullosa para compartir con ellas su infelicidad. No le gustaba la gente débil que buscaba lástima y compasión en los demás. Despreciaba a los que iban por la vida haciendo de víctimas. Ella no era así, no quería ser así. Ella era fuerte. Si se sentía miserable y tenía que llorar, lloraba sola. Como ahora, manejando ese auto que Ignacio le regaló en su último cumpleaños. Zoe llora porque quiere recostarse en el hombro de alguien y decirle lo fea que encuentra su propia vida y oír una palabra dulce, de aliento. Zoe detiene el auto y llora porque sabe que esa persona es Gonzalo. Quiere llorar abrazada por él. Sabe que él la entenderá. Sólo Gonzalo es capaz de entender lo difícil que es todo esto para mí. Porque él conoce a su hermano. Zoe necesita estar con Gonzalo, devolverle el cuadro estropeado, llorar con él. No quiere ser débil, pero se siente débil, necesita protección y eso la avergüenza y la hace sentirse pequeña. Por eso no puede seguir manejando, detiene el auto, se toma el rostro con las manos y solloza. Ayúdame, Gonzalo, alcanza a musitar.

Gonzalo está pintando cuando suena el timbre. Pinta todos los días en ese taller que es también su casa, una vieja casona de un piso, situada en el barrio de los artistas, no muy lejos del centro, a la que ha derribado todas las paredes interiores, salvo las del baño, dejando un amplio espacio desierto que es su lugar de trabajo y descanso a la vez. No quiere distraerse. Le irrita que lo interrumpan. Por eso no se acerca a la puerta. Que se jodan, piensa. Sigue pintando con una expresión tensa, como si enfrentarse al lienzo y elegir los colores fuese menos un placer que una agonía.

Para su fastidio, vuelven a tocar, esta vez con una cierta brusquedad. Pero él piensa que no cederá a los caprichos de esa persona impertinente. ¿Quién diablos se atreve a tocar el timbre de esa manera? ¿Qué se ha creído? ¿No sabe que a estas horas no recibo a nadie? No puede seguir pintando. De pie con un pincel en la mano, espera. Es un hombre de apariencia descuidada pero atractivo: lleva una barba incipiente porque se afeita sólo una vez por semana, no se ha abotonado la camisa, debajo viste una camiseta blanca que no se ha quitado en los últimos tres días y ya está impregnada de sus olores, no tiene reparos en usar el mismo pantalón vaquero toda la semana a pesar de que está manchado por las gotas de pintura que a veces salpican cuando pinta, lamenta que su barriga sea de un tamaño pequeño pero notorio -lo que atribuye a su absoluta pereza para hacer ejercicios físicos-, lleva el pelo largo -un pelo negro, lacio, que peina hacia atras y corta rara vez él mismo o alguna amiga, pues detestair a la peluquería-, exhibe con orgullo una contextura gruesa-no siendo gordo-, que lo distingue de su hermano mayor, tan delgado, y su rostro plácido es el de alguien que sabe disfrutar de la vida, come y bebe lo que le apetece y no se somete a privaciones de ninguna clase.