– No estoy tan segura. Más bien ahora mismo te diría que prefiero mudarme a un sitio nuevo y rehacer mi vida. Esta casa va a ser siempre la casa de mi matrimonio con Ignacio. Si ya no estoy con él, ¿para qué me quedaría acá?
– Te entiendo. Ya verás eso cuando llegue el momento. Ahora sólo te pido un favor.
– ¿Cuál? ¿Que vaya a ese hotelucho de mala muerte y te espere?
– No -ríe Gonzalo-. Que vayas a tu computadora y borres esa carta a Ignacio. No se te ocurra mandársela y tampoco la dejes en el disco duro.
– Ya, ya, la voy a borrar, no seas tan miedoso -se burla Zoe-. ¿Quieres que vaya al hotel?
– Sí, pero más tarde. Ahora tengo que pintar.
– ¿A qué hora?
– ¿Puede ser como a las seis y media?
– Allí estaré.
– Yo te llamo al celular para decirte en qué cuarto estoy.
– Ya. Trata de que sea el mismo.
– ¿Por qué? -ríe Gonzalo.
– Porque me trae buenos recuerdos.
– Rica. Mañosita rica. Te extraño.
– Yo también.
– Borra la carta.
– Ya. No jodas más.
– No te olvides. Bórrala. Te veo a las seis y media. Ponte guapa. Ponte sexy.
– Ya, mi potrillo. Lo que tú quieras.
Zoe cuelga, se estira en la cama y ríe sola. Le he dicho potrillo, piensa. Soy una puta. Nunca pensé que le diría potrillo a un hombre. Pero suena rico y me siento bien.
Como tiene la tarde libre y no le apetece quedarse en casa ni meterse a sudar al gimnasio, Zoe decide, en un arrebato muy propio de ella, que necesita hablar urgentemente de sus dudas y conflictos amorosos y que la única persona en quien puede confiar, para contárselo todo y pedirle orientación, es Rosita, la mejor vidente de la ciudad. Por eso se apresura en buscar en su agenda el teléfono de Rosita, llamarla y rogarle que le abra un espacio -«aunque sea veinte minutos, lo que tú quieras, Rosita»- esa misma tarde. Tras mucho insistir, consigue que le den una cita a las cinco. Perfecto, piensa Zoe nada más colgar el teléfono: Rosita me dice mi futuro y después Gonzalo me mejora el presente.
A la hora convenida, con un vestido muy fresco que resalta apropiadamente la belleza de su cuerpo, Zoe ingresa al consultorio de la vidente Rosita, un cuarto penumbroso, con olor a velas e incienso, en cuyas paredes cuelgan retratos de chamanes, hechiceros, vírgenes que lloran, niñas santitas y curanderos pueblerinos. Rosita es una mujer gorda, de ojos achinados, vestida con una túnica blanca, sobre la cual cuelga, a la altura de su pecho, un medallón con la foto en blanco y negro de una niña, que fue violada y asesinada y a la que atribuye poderes milagrosos y cuya intervención suele invocar para espantar los malos espíritus y obrar el bien. Al ver a Zoe, apenas sonríe y, jugando con sus manos regordetas, sin hacer siquiera el esfuerzo de ponerse de pie, señala la silla de madera en la que debe sentarse, al otro lado de esa mesa donde ella atiende con cierto aire fatigado. Sobre la mesa, iluminada débilmente por una lámpara colgante, se derriten dos velas rojas, gruesas, encendidas sobre platos de cerámica barata, y yacen desperdigadas las cartas en las que ella cree ver el futuro de las atribuladas personas que desean conocer, en su voz, los hechos felices o infaustos que están por venir.
– Gracias por recibirme, Rosita -la saluda Zoe, con voz sumisa, y le da la mano.
– ¿Qué te trae por acá, niñita? -sonríe a medias la pitonisa, y enciende un cigarrillo.
Zoe se permite una levísima mueca de disgusto, pero no se atreve a pedirle que apague el cigarrillo.
– Estoy angustiada, Rosita.
– ¿Cuál es tu problema, niña?
– No sé si puedo decírtelo. Sólo quiero que me leas las cartas y veas mi futuro.
– Ya, ya -dice la vidente, con cierta impaciencia, como si le molestase que no confíe a ciegas en ella, y recoge las cartas de la mesa, ordenándolas-. ¿Sigues tratando de tener un hijo? ¿Eso es lo que te angustia?
– No, Rosita -sonríe Zoe-. Ya tiramos la toalla con mi marido. Es imposible. No podemos tener hijos. Ignacio es estéril.
– Ah, estéril -dice la vidente, y echa una bocanada de humo sobre el rostro compungido de su paciente, que se retira hacia atrás y procura no respirar ese aire viciado.
Me vas a matar con tu humo, piensa Zoe. A ver si sale en las cartas que me muero de cáncer al pulmón, bruja del diablo. Me cobras una fortuna por decirme el futuro y encima me intoxicas, coño.
– Mi problema es que me estoy enamorando de otro hombre -se atreve a hablar, cuando se repone del disgusto-. Ya no quiero a mi marido.
Ya, ya -dice la vidente, imperturbable, como si estuviese acostumbrada a oír esas cosas-. Ya no quieres a tu marido. ¿Y qué quieres saber, niñita? Dime qué quieres saber.
– Quiero saber si lo voy a dejar. Quiero saber si ese otro hombre me quiere de verdad. Quiero saber si voy a ser feliz con él.
– Ya, ya -la interrumpe Rosita, mirándola con esos ojos achinados, vidriosos, indescifrables, una mirada que parece lastrada por un cansancio antiguo-. Vamos a tirar las cartas a ver qué trae el futuro para ti, niñita.
Me encanta que me diga niñita, piensa Zoe. Ojalá vea que Gonzalo y yo nos casamos y nos vamos a vivir lejos y somos muy felices. Pobre de ti que me traigas desgracias, Rosita, que no te pago ni un centavo y te enjuicio por hacerme tragar tu maldita nicotina.
La vidente voltea las cartas, una a una, y las va desplegando sobre la mesa, sin hacer el menor gesto que pudiera revelar su opinión, al tiempo que Zoe prefiere escudriñar el rostro de esa mujer obesa en busca de alguna expresión que la delate, antes que tratar de entender aquellas cartas de figuras extrañas, que ella, Rosita, estudia con atención.
– Veo muchos problemas -resopla la mujer, y se lleva el cigarrillo a la boca.
– ¿Qué ves? -pregunta Zoe, impaciente-. Cuéntame todo. Si ves algo malo, dímelo, por favor. No me escondas nada, Rosita, que para eso he venido.
– Veo muchas lágrimas, mucho dolor.
– Es cierto, he llorado mucho estos días.
– Veo que vas a sufrir bastante, niñita.
– Yo sé, Rosita, estoy sufriendo demasiado.
– Vas a tener una tremenda pelea con tu marido.
– ¿Lo voy a dejar? ¿Nos vamos a divorciar?
– No se ve claro. Hay un bolondrón, pero el final no se ve claro.
– ¡Tiene que verse claro, Rosita! ¡Para eso te pago! La vidente dirige una mirada severa a Zoe y la calma.
– Veo dos hombres -prosigue-. Se van a pelear por ti.
Tú estás al medio. Los dos hombres te quieren y se pelean.
– Sigue, Rosita. Cuéntame todo.
– Pero uno te quiere más que el otro y ése es el que al final se queda contigo.
– Eso es bueno -sonríe a medias Zoe, y piensa: Gonzalo, tú te quedas conmigo.
– Veo mucha pelea, mucho sufrimiento, veo hasta sangre -continúa la vidente, absorta en sus cavilaciones, indiferente a los comentarios de Zoe-. Vas a tener que ser fuerte, niñita, porque lo que te espera no es fácil. Pero, al final, veo una nueva vida.
– ¿Una nueva vida?
– Una nueva vida, con el hombre que te quiere más, con el que te quiere de verdad.
Una nueva vida con Gonzalo, piensa Zoe: qué maravilla.
– Ay, Rosita, no sabes cuánto te agradezco -dice, emocionada, y estrecha la mano regordeta de esa mujer-. ¿Qué más ves? ¿Me voy a otro país?
– No, eso no se ve -responde, cortante, Rosita-. Sólo veo la pelea muy fea con esos dos hombres, tú al medio. Y después, una nueva vida con el hombre que te quiere más.
– Suficiente, Rosita. No me digas una palabra más. Suficiente. Te adoro. No sabes lo bueno que ha sido verte.
– Págale a mi secretaria, niñita -dice la vidente, su rostro apoyado en los brazos, una expresión ensimismada que dibujan esos ojos rasgados.
– Gracias, Rosita -dice Zoe, levantándose, y le da un beso en la mejilla.
Cómo apestas, piensa. Hace como una semana que no te bañas, Rosita. Deberías ver tu futuro, a ver si encuentras una ducha con jabón y champú, por el amor de Dios.