– Cuídate, niñita -alcanza a decir la vidente-. Prepárate. Va a ser un tremendo lío. Pero al final vas a estar bien.
– No te preocupes, Rosita -dice Zoe, desde la puerta, con una sonrisa.
Cuando sale del consultorio y camina hacia su auto, se siente feliz. Qué maravilla, piensa. Tengo suerte. Me espera una nueva vida con Gonzalo. Y ahora, al hotel. Necesito sentirlo adentro mío. Quiero cabalgar con mi potrillo.
Gonzalo y Zoe acaban de hacer el amor con el goce y la intensidad de los amantes escondidos y ahora yacen exhaustos en la cama de ese hotel de paso.
– ¿Terminaste bien? -pregunta él.
– Sí. Delicioso.
– No me puse condón.
– No pasa nada. Hoy es un día seguro.
– Me dan miedo tus cálculos.
– Confía en mí.
– Deberías tomar algo. Anda al ginecólogo y que te den pastillas.
– Detesto las pastillas. Ponte un condón y no jodas.
– Yo no puedo con los condones. Los odio.
– Yo también.
– Me parece increíble estar tirando contigo, Zoe.
– No estamos tirando. Estamos haciendo el amor.
Gonzalo se acerca a ella, le da un beso y sonríe.
– Claro, muñeca -dice, y se maravilla al mirar una vez más el cuerpo de esa mujer a su lado.
Permanecen un momento en silencio, los cuerpos extenuados sobre esas sábanas blancas cuya burda textura y olores recios no consiguen estropear la felicidad que ella siente, la dulce revancha de saberse amada. Ésta es la nueva vida con el hombre que me ama, lo que vio Rosita en la tarde, piensa Zoe. No me importa que este cuarto sea un escondrijo apestoso y que la cama huela al sexo de otras parejas apuradas, no me importa que estas sábanas raspen, me basta con tenerlo a mi lado, desnudo, todo mío, para sentirme feliz.
– ¿Borraste la carta, Zoe?
– No, me olvidé.
– No seas bruta, te vas a meter en un lío del carajo, Ignacio se va a meter a tu computadora y la va a encontrar.
– Tranquilo, él nunca lee mis cosas.
– ¿Cómo sabes?
– Yo conozco a Ignacio mucho mejor que tú. Es incapaz de meterse a mi computadora a leer mis cosas personales. Es un caballero. No lo haría jamás.
– Tú no conoces a Ignacio, tontita.
– ¡Claro que lo conozco! ¡Lo conozco mejor que tú!
– Eso crees. Ignacio es un tipo muy raro. Está lleno de secretos. Nadie lo llega a conocer bien. No se deja.
– Pero es un tipo decente y no anda espiando mis cosas, de eso estoy segura.
– No sé si es tan decente como crees. Trata de ser un caballero, pero también puede ser un perfecto hijo de puta.
– Como tú -bromea Zoe, y le da un beso en la mejilla.
– No -la corrige Gonzalo-. Yo no trato de ser un caballero. Yo soy un hijo de puta y estoy encantado de conocerme.
Ríen. Se besan.
– ¿Te gusta tirar conmigo? -pregunta él, con descaro.
– Me encanta. Me fascina.
– ¿Soy mejor tirando que Ignacio?
– Muchísimo mejor. No se pueden ni comparar. Tú eres un potrillo, él es un gansito.
– La tengo más grande que él. Ignacio nunca me ha perdonado por eso.
– ¡Más grande y mucho más bonita!
– Ignacio tiene una pequeñez.
– ¡Una minucia, un bocadito!
Ríen mirándose a los ojos, estirándose en esa cama que sólo les pertenece por dos horas.
– Ignacio me odia porque sabe que la tengo más grande que él -dice Gonzalo-. Me odia porque sabe que soy más hombre que él.
– No creo que te odie.
– Me tiene celos. Me envidia. Es la famosa envidia del pene.
– Eso de que el tamaño no importa es una gran mentira -sonríe ella-. ¡Importa, y mucho!
– ¿Ignacio es bueno en la cama?
– Al comienzo cumplía, pero después se hizo aburrido y ahora es como si no tuviera ganas.
– Yo creo que nunca le interesaron gran cosa las mujeres.
– Sólo le interesa el banco, la plata, y contentar a tu mamá.
– A veces pienso que ni siquiera le gustan las mujeres -dice Gonzalo.
– ¿Por qué dices eso?
– No sé. Pura intuición, digamos.
– ¿Qué me quieres decir?
– A veces he pensado que de repente es un maricón reprimido, ¿sabes?
Zoe lo mira con cierto disgusto y dice:
– No digas estupideces, Gonzalo. A Ignacio le gustan las mujeres, es obvio que le gustan, se casó enamoradísimo de mí y todavía me adora.
– Te puede adorar, pero no sé si le gustas sexualmente.
– ¿Por qué dices eso?
Gonzalo calla unos segundos, como si escondiese algo, y se limita a decir:
– No sé, no tengo pruebas, son sólo sospechas de hermano menor.
– No me vuelvas a decir esa idiotez -dice Zoe, levantándose de la cama-. Está bien que tiremos juntos, pero eso no te da derecho a faltarle el respeto al pobre Ignacio, que está trabajando como un perro en el banco para que tú puedas darte la gran vida como pintor y amante en hoteles de paso.
Ahora Zoe está enojada y se viste de prisa.
– ¿Por qué te has molestado, tontita? -dice Gonzalo, echado en la cama.
– Porque no tienes derecho a decirme que mi esposo es un maricón reprimido. Me estás insultando a mí también.
– Cálmate, no quise ofenderte. Lo siento, ven acá.
– Me voy, hablamos otro día.
– Zoe, dame un beso, no seas loca.
– Ignacio no será un tirador profesional y tendrá un sexo más pequeño que el tuyo, pero eso no lo convierte en un maricón reprimido. No te pases, Gonzalo. Me has molestado, lo siento.
– Tienes razón, no debí decir eso.
– Hablamos mañana.
Zoe se marcha sin darle un beso y cierra la puerta con cierto fastidio.
Este tipo es un patán, piensa. Cómo se atreve a mariconear a su hermano. Ya es bastante con tirarse a la mujer de su hermano, pero que no se pase, tampoco.
Si supiera lo que yo sé, no me haría esta escena, piensa él, tendido en la cama, con una sonrisa cínica.
En la soledad de su moderna oficina, Ignacio introduce el dedo meñique en su oreja tan profundamente como puede, lo mueve con delicadeza, masajeando la cavidad del oído y procurándose una sensación agradable, y lo retira luego para oler en seguida ese dedo impregnado de minúsculos residuos de cera. Me gustan mis olores, piensa. Me gusta olerme aunque mis olores sean ásperos. Me gusta cómo huelen mis oídos. Me fastidia limpiármelos con palitos de algodón. Prefiero hacerlo con los dedos. Es más rico.
Cuando se siente abrumado por las presiones del trabajo, Ignacio pide a sus secretarias que no le pasen más llamadas, apaga los celulares, cierra con llave la puerta de su oficina y se despoja del traje, los zapatos, la camisa, la corbata e incluso las medias, quedando apenas en calzoncillos, lo que le otorga una sensación de libertad, como si, al desvestirse, se sacudiera del peso abrumador que sentía sobre sus hombros. Es una breve rutina íntima que no le toma más de media hora y de la que nadie se entera. Es lo que ha hecho ahora: tras quitarse la ropa, ha encendido la radio en su estación preferida de música clásica y se ha echado en calzoncillos sobre un sillón de cuero de su oficina. Respira hondo. Cierra los ojos. Siente su cuerpo tenso, fatigado. Procura relajarse. Procura no pensar. Una vez que ha recobrado la quietud de espíritu, se entrega con fruición a examinar minuciosamente su cuerpo en busca de pequeñas imperfecciones que pueda corregir con la ayuda de una tijera de uñas, una lima, una navaja de afeitar, cremas para la piel, perfumes, palitos de algodón y paños húmedos con olor a fragancias, artículos de aseo personal que guarda en el baño reluciente de su oficina.
Ignacio comienza recortando las uñas de sus manos, que luego lima con precisión, dejándolas impecables, y pasa a las de sus pies, que encuentra algo feas, sin perder ocasión de oler los pequeños vestigios de suciedad que retira, en la punta de esa tijera filuda, de la parte interior de sus uñas. Nunca deja que alguien le corte las uñas de los pies, ni siquiera su mujer, pues le da vergüenza tener unos pies que considera tan poco atractivos. Zoe le ha sugerido más de una vez que acuda a la peluquería y deje el cuidado de sus pies en las manos expertas de la pedicura, pero Ignacio se niega por pudor y prefiere ocuparse, a solas, robándole tiempo al banco, de recortar las uñas de sus pies. Tengo pies feos, piensa. No lo puedo evitar. Tampoco tengo la culpa. Gonzalo tiene pies más bonitos que los míos. En general, tiene un mejor cuerpo que el mío. Pero el cuerpo, aunque uno lo pueda mejorar o embellecer dentro de ciertos límites, es un capricho de la naturaleza, una arbitrariedad a la que debemos resignarnos. Yo he ejercitado mi mente. Estoy orgulloso de la inteligencia que he desarrollado, de la capacidad que tengo para controlar racionalmente los eventos de mi vida. En ese punto Gonzalo no me gana ni me ganará nunca. Mi cuerpo, por lo demás, tampoco está tan mal. Yo lo quiero, con todas sus imperfecciones. Yo me quiero más de lo que nadie me quiere, más de lo que permitiré nunca que me quieran. Allí radica el secreto de mi fortaleza mentaclass="underline" en mi amor propio, en que ninguna opinión ajena es más importante que la mía, en que yo me quiero tanto que no necesito desesperadamente el amor de los demás.