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Ahora Ignacio frota sus piernas ligeramente velludas con una crema humectante que despide un olor fresco y, al hacerlo, se alegra de que el trabajo diario a que se somete en el gimnasio le permita lucir esas piernas atléticas. Luego seca sus manos cremosas con unos paños húmedos, baja un poco sus calzoncillos blancos y, sentado sobre ese sillón donde ha hecho sus mejores negocios, recorta cuidadosamente su vello púbico. Es una tarea a la que se entrega con placer, pues quiere creer que, una vez cumplida, su sexo parece más grande al no lucir empequeñecido por un vello copioso. La única manera que tengo de que se vea más grande es cortándome los pelitos, se consuela pensando. A veces, incluso, se ha afeitado los vellos púbicos, pero ahora prefiere no hacerlo para evitar la comezón y el cosquilleo inevitables que sobrevienen cuando vuelven a crecer. Recortada esa vellosidad, se sube los calzoncillos y, con la ayuda de una pequeña navaja, afeita los pelos indeseables que han aparecido solitariamente en algún lugar de su pecho, sus brazos y su barriga endurecida por los trescientos abdominales diarios, poniendo énfasis en eliminar los pelos que suelen crecer alrededor de sus tetillas, las que, en su opinión, se ven mucho mejor cuando están lampiñas. Odio que mis tetillas tengan pelitos, piensa, vigilando con rigor que no quede un solo pelo alrededor de esos círculos marrones que coronan sus pechos fornidos. Los pelitos y los vellos en mi cuerpo me recuerdan que soy un animal, un descendiente de los monos, y por eso los odio tanto. Las personas muy velludas me dan asco: parecen ejemplares menos desarrollados de la especie humana. Gracias a Dios, no soy muy velludo. No hay nada más repugnante que la espalda peluda de un hombre, cubierta por una vellosidad espesa y enrevesada. No hay nada peor que las piernas velludas de una mujer, el pezón con pelos de una mujer. Dios, sólo te pido que no me vuelvan a crecer estos pelitos en la tetilla. No merezco semejante castigo.

Ignacio camina al baño y, de perfil, dándose vuelta, trata de ver si le han crecido algunos pelitos en la espalda. Encuentra uno que otro al alcance de su brazo derecho y logra cortarlos, pero se siente frustrado al no poder afeitar todos los pelitos de su espalda. Por eso sale del baño, viste el pantalón negro que había dejado sobre una de las sillas y, el torso desnudo, los pies descalzos, llama por el teléfono privado a una de sus secretarias:

– Ana, ¿puede venir un momento, por favor?

– Encantada, señor -oye la voz dulce de su secretaria.

Ignacio la espera con una navaja pórtatil de afeitar en la mano derecha, la estación de música clásica encendida en la radio, las cortinas cerradas para gozar de absoluta privacidad. Cuando tocan la puerta, camina, abre la llave y dice:

– Pasa, Ana.

– ¿No interrumpo, señor? -dice ella, casi por costumbre, a pesar de que la han llamado.

– No, pasa, por favor.

Ana es una mujer joven, a punto de cumplir los treinta, ya casada, sin hijos. Lleva el pelo corto y unos anteojos de lunas redondeadas. Viste, como de costumbre, un atuendo formaclass="underline" falda, blusa y saco de colores oscuros, y zapatos impecables. No es una mujer cuya belleza sea llamativa, pero Ignacio la encuentra atractiva. Aprecia su eficiencia y lealtad, pero especialmente su discreción. Lleva más de cuatro años trabajando con él y nunca la ha oído chismorrear, hablar trivialidades, ni la ha pillado cotorreando por teléfono con alguien. Además de parecerle una mujer agraciada, sabe que puede confiar en ella y por eso la ha llamado a su despacho. Tras cerrar la puerta, le dice:

– Perdona que te reciba así, pero estaba relajándome.

Ana se ha sorprendido de ver a su jefe con el torso y los pies desnudos, pero sonríe con naturalidad porque se siente a gusto con él y sabe que puede confiar en su corrección y buenas maneras.

– Me parece muy bien que se relaje un poco, señor. ¿En qué lo puedo ayudar? -pregunta, con una sonrisa amable. Ignacio la mira con simpatía:

– ¿Te puedo pedir un favor un poco extravagante?

– Lo que usted quiera, señor -responde la secretaria, sin dudarlo.

– No puedo afeitarme los pelitos de la espalda. ¿Me podrías ayudar?

Ana sonríe, como si le halagase ese pequeño gesto de confianza de su jefe, deja la agenda y el lapicero que llevaba en las manos y dice:

– Por supuesto, señor. Con mucho gusto.

– ¿No te molesta?

– Cómo me va a molestar. Será un placer.

– Perdóname, Anita, pero soy un maniático de estas cosas y sólo puedo pedirte este favor a ti.

– No me tiene que dar explicaciones, señor. Yo, feliz de ayudarlo.

Ignacio le entrega la navaja portátil y le da la espalda. -Aféitame todos los pelitos, por favor -le pide, en el tono más amable-. Que no quede uno solo.

– Tampoco hay tantos, señor -dice ella.

Ignacio cierra los ojos y disfruta de cada pequeñísimo roce de esa hojita de metal con la piel de su espalda, goza imaginando los pelitos que son extirpados y caen a la alfombra, se deleita abandonándose a las manos seguras de esa mujer que trabaja para él y ahora, en secreto, le afeita la espalda. Es curioso, pero nunca le he pedido a Zoe que me haga esto, piensa.

– ¿Cómo vamos? -pregunta.

– Ya casi no queda ni uno -responde ella.

El aliento cálido de esa mujer en su espalda le produce una sensación placentera.

– ¿Le duele? -pregunta Ana.

– Para nada. Más bien es un placer. Perdona que te haya molestado con esta tontería.

– Yo, feliz, señor. Yo me relajo también un poquito.

Ana afeita ahora los últimos pelitos que encuentra en la parte inferior de la espalda.

– Ya estoy terminando -dice.

– No te apures, Anita.

Ella piensa: me encanta cuando me dice Anita. Pero permanece en silencio, sigue afeitándolo y, a veces, para retirar algún pelito que acaba de cortar, pasa tímidamente la mano por la espalda de su jefe, como si fuera una caricia avergonzada.

– No sabes cuánto me relajas, Anita. Eres un amor.

– Me alegra, señor. Yo, feliz. Además, tiene una espalda muy bonita.

Ignacio piensa: si volteo y la beso, ¿le gustaría? Pero luego se dice: soy un caballero, un hombre casado, y ella es una chica linda, también casada, y no voy a someterla a ese trance incómodo.

– Listo, señor.

– Mil gracias, Anita.

La secretaria le devuelve la navaja y sonríe.

– Cuando quiera.

– Sólo te pido que me guardes el secreto.

– Por supuesto -sonríe ella.

– Eres un amor -dice él, y se acerca y le da un beso en la mejilla, y le sorprende sentir que ella le pasa la mano por la espalda fugazmente.