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– Y usted, el mejor jefe del mundo -dice ella, y recoge la agenda y el lapicero que dejó sobre la mesa.

– Gracias, Anita.

Ella camina hacia la puerta y, antes de salir, voltea, le dirige una mirada llena de ternura y le dice:

– La señora Zoe tiene mucha suerte, señor. Llámeme cuando me necesite. Permiso.

Ignacio sonríe y la mira con todo el cariño que esa mujer le inspira. Luego se acerca a la puerta y cierra con llave para completar su rutina higiénica, su pequeña ceremonia de relajamiento personal. Después de girar el cuello haciendo círculos imaginarios, saca un palito con la punta en algodón, de los que suele usar para limpiarse los oídos, lo introduce en un pequeño pomo de crema humectante y, tras quitarse el pantalón y el calzoncillo, mete el palito con la punta cremosa entre sus nalgas. Ésta es la parte de la limpieza que más me gusta, piensa, moviendo suavemente el palito detrás de él.

Gonzalo e Ignacio se han reunido a almorzar en el restaurante de un club ejecutivo del que ambos son miembros en su condición de directores del banco. Fue Ignacio quien llamó a invitarlo, recordándole la promesa que hicieron en su casa, y Gonzalo no encontró argumentos para negarse, especialmente cuando su hermano le dijo que haría una gestión especial para que lo dejasen entrar sin corbata al club. Como de costumbre en los días de trabajo, Ignacio viste traje y corbata, mientras Gonzalo lleva un saco azul, camisa blanca y pantalón negro, atuendo más formal del que suele lucir en su rutina diaria de pintor. Me siento un payaso en este club, piensa. Se come rico y yo no pago, pero el ambiente es decadente. Todos estos pavos hablando de dinero, cerrando negocios, sintiéndose unos tiburones, creyéndose poderosos porque usan saco y corbata, todos uniformados como robots. Me dan pena. No saben lo que es vivir. Prefiero almorzar en mis bares y cafés cerca del taller, con la gente normal. Este circo de ganadores no va conmigo.

Ignacio bebe agua mineral y come sin prisa una ensalada. Los mozos del club ya conocen sus gustos y caprichos: no bebe alcohol, prefiere que no le sirvan panes para evitar la tentación de comérselos, el agua mineral con gas y sin hielo, la ensalada sin aliños excesivos y acompañada de queso, jamón serrano y pedazos de higo, y, como plato de fondo, el pescado a la plancha con tomates y espinaca al horno, una combinación ligera de sabores que encuentra insuperable, para terminar, en los postres, con helados de agua, preferiblemente fresa y mandarina, pues los helados de leche, si bien le encantan, le provocan trastornos estomacales y por eso se abstiene de probarlos. Mientras prolonga en su boca el sabor del higo mezclado con jamón, Ignacio piensa que su hermano podría tener modales más refinados, pero se resigna a la idea de que ya es tarde para cambiarlos. Podrías haber aprendido, Gonzalo, que mover con los dedos los hielos de tu trago es de mala educación, así como remojar en tu sopa fría de tomate ese pedazo de pan que has pedido, a pesar de que sabes que no me gusta que traigan panes a la mesa. No importa. Paciencia. Todo sea por la memoria de papá, que sonreirá en el cielo viéndonos juntos a los dos hermanos.

– ¿Cómo van los cuadros? -pregunta.

– Muy bien -responde Gonzalo-. Pintando como un demente porque tengo exposición a fin de año.

– Qué bueno, avísame con tiempo para no fallarte.

– No te preocupes, yo sé que tú prefieres no ir a esas cosas. Si quieres, te enseño los cuadros antes de la exposición, por si te animas a comprarme alguno.

Siempre pensando en sacarme plata, piensa Ignacio, mientras sonríe y dice:

– No es mala idea. Zoe estaría feliz si nos das la primera opción de compra.

– El mejor negocio que puedes hacer en tu vida es comprarme cuadros -dice Gonzalo, en tono socarrón-. En treinta años, cuando yo sea considerado el mejor pintor de mi generación, van a costar fortunas.

– Sí, claro -sonríe Ignacio, siguiéndole el juego-. Tú siempre tan humilde, hermanito.

Gonzalo levanta el brazo derecho y llama al camarero, quien se acerca presuroso y toma nota del pedido: otro whisky con hielo.

– Yo nunca he creído en la humildad -dice, cruzando las piernas, alejándose ligeramente de la mesa-. Yo creo en el egoísmo. No se puede hacer nada en la vida sin una buena dosis de egoísmo.

– Ahora entiendo por qué nunca me has invitado a un almuerzo -bromea Ignacio-. Está bien que defiendas el egoísmo, pero tampoco seas tacaño.

Nadie en la familia es tan avaro como tú, piensa Gonzalo. Nunca voy a olvidar cuando me compraste mi primer cuadro: te pedí un precio justo y regateaste como un mezquino cabrón y me obligaste a bajártelo, cuando además tenías toda la plata para pagarme lo que quisieras, pero tuviste, por principio, que negociar conmigo y obligarme a rebajar mi precio original. Yo no soy tacaño: soy descuidado con el dinero, lo gasto en tonterías, no sé ahorrar. Tacaño eres tú, Ignacio. Sé que te duele que pida un whisky más porque estás pensando que la cuenta será más cara y la pagarás tú. Por eso lo pido, para joderte. Por eso también he venido al almuerzo: para que me pagues la cuenta y creas que todo está bien entre nosotros, cuando, en realidad, me estoy tirando a tu mujer.

– Te voy a regalar un cuadro, para que no me digas tacaño.

– Regálaselo a Zoe. La harías muy feliz. Ella te admira mucho como pintor.

No sólo como pintor, piensa Gonzalo.

– Pero con una condición.

– ¿Cuál?

– Que no lo uses para decorar tu piscina. Queda mejor si lo cuelgas en la pared.

Ignacio ríe de buena gana y hace señas al mozo para que apure los platos de fondo, mientras piensa: todavía no me ha perdonado el incidente del cuadro, es un rencoroso de mierda, ¿y yo sí tengo que olvidarme de lo que escuché por teléfono?

– ¿Quieres que te cuente por qué lo hice? -se sorprende Ignacio de haber lanzado esa pregunta.

– Supongo que no te gustó el cuadro.

– No, no fue por eso.

Ahora Ignacio lo mira con seriedad y Gonzalo mantiene una actitud distendida y levemente cínica, como si tratase de que la conversación no se torne grave. El mozo aparece con los platos: pescado con vegetales para Ignacio; lomo con papas fritas para Gonzalo. Me jode tu reloj de oro, piensa Gonzalo: ¿tienes que exhibir tan vulgarmente la plata? Tú siempre tan ordinario para comer, piensa Ignacio: lomo con papas fritas, como si todavía fuésemos niños.

– Yo sé cosas que han pasado entre tú y Zoe que tú no tienes idea.

Gonzalo se queda helado. Trata de no delatarse y disimular el miedo que lo ha invadido al escuchar esas palabras. No debo parecer asustado o nervioso, piensa rápidamente. No puede ser que sepa. Cuando rompió el cuadro, todavía no nos acostábamos.

– ¿Cosas mías y de Zoe? -pregunta, en el tono más distraído que es capaz de fingir, para despistar a su hermano y simular que no le oculta secretos.

– Sí -responde secamente Ignacio.

Se miran a los ojos, como si pulsearan quién es más fuerte, quién tiene el control, quién sucumbe al miedo. A pesar de que se siente pillado y no sabe cómo reaccionar, Gonzalo logra dar una apariencia serena.

– No hay nada escondido -miente con sangre fría y una sonrisa conveniente-. Zoe es mi amiga. Le gustan mis cuadros. Nos llevamos bien. Punto. Eso es todo.

Está nervioso, piensa Ignacio. Cree que puede disimularlo, pero no me engaña. Está nervioso. Algo me esconde. No sabe lo que yo sé y por eso lo tengo asustado como un conejo. Pobre tipo.

Me ha tendido una trampa, piensa Gonzalo. Me ha invitado a almorzar para sacarme información sobre Zoe. No voy a caer en la trampa. Lo negaré todo con una gran sonrisa. Si crees que eres más listo y me vas a manipular, te equivocas, cabrón.

– Zoe no es tu amiga -lo corrige Ignacio, manteniendo la voz suave y la mirada cordial-. Zoe es mi mujer.

– Claro que es tu mujer -se apresura Gonzalo-. Pero también es mi amiga.