Выбрать главу

– Tu amistad con ella ha ido muy lejos -dice Ignacio, al tiempo que dirige una mirada severa a su hermano menor.

No me mires así, piensa Gonzalo. No me hables como si fueras mi padre. Si crees que me vas a meter miedo, te equivocas. No creo que sepas la verdad. Dios, en qué me he metido. Espero que no lo sepas todo, Ignacio. Si lo sabes, estoy jodido, pero lo negaré igual, con absoluta caradura.

– Te equivocas -contesta-. Me sorprende que digas esas cosas. Que le venda un cuadro o la reciba en mi taller para conversar como amigos no tiene nada de malo. Zoe también es una artista y es normal que venga a verme de vez en cuando. No sabía que te molestaba tanto.

Me hinchas las pelotas cuando separas al mundo entre ustedes, los artistas, y nosotros, los pobres diablos que trabajamos para ganar dinero, piensa Ignacio.

– Deja de hacerte el tonto, Gonzalo. No te queda bien ese papel. Tú sabes a qué me estoy refiriendo.

Estoy jodido, piensa Gonzalo. Lo sabe. Lo sabe todo. Pero tengo que seguir negándolo. Ahora es cuando tengo que ser un hijo de puta hasta el final.

– No sé de qué me estás hablando, hermanito. ¿Por qué no te pides un trago y te relajas? El estrés te está haciendo daño.

Ignacio habría preferido callarse, pero ya es tarde y confiesa el secreto:

– Yo los oí por teléfono, de casualidad.

Mierda, nos ha oído tirando por teléfono, piensa Gonzalo.

– ¿Qué oíste? -pregunta, con cara de distraído, haciéndose el tonto.

– ¿No te da vergüenza, Gonzalo?

– No. No me da vergüenza. Porque no he hecho nada malo y no sé de qué carajo me estás hablando. ¿Por qué no me dices de una puta vez qué fue lo que oíste y te molestó tanto?

Gonzalo ha levantado un poco la voz, fingiendo que se siente ofendido por la actitud de su hermano. Ignacio piensa: serás canalla, desgraciado. No hay un ápice de culpa en tu mirada. No recuerdas haber hecho nada malo porque hace tiempo dejaste de distinguir entre el bien y el mal, sólo reconoces lo que te conviene, lo que te da placer y alimenta tu ego enfermizo.

– Lo peor es que lo que yo oí de casualidad en mi celular seguramente es sólo una pequeñez. Pero lo importante no es lo que oí, sino lo que eso revela.

– ¿Qué revela?

– Que tú y Zoe me esconden cosas.

– ¿Qué cosas? ¡Estás loco, Ignacio! ¡Nadie te esconde nada!

– No me tomes el pelo -dice Ignacio, fríamente, mirándolo a los ojos-. Tú no eres tonto y yo tampoco.

– Entonces dime qué carajo oíste y deja de torturarme. ¿Para eso me invitas a almorzar a este club de pelotudos? ¿Para interrogarme como si fueras el jefe de la policía?

– Oí a Zoe hablándote mal de mí. Te oí a ti hablando mal de mí. ¡Eso oí! ¿Te parece poco? ¿O debí seguir escuchando?

Qué alivio, piensa Gonzalo. No podía saberlo. Ignacio es demasiado tonto como para saberlo todo. De todos modos, seguiré haciéndome el caradura.

– Te habrás equivocado. Yo no recuerdo haber hablado mal de ti con tu mujer.

Ignacio termina de masticar el pedazo de pescado que se ha llevado a la boca y dice:

– Le dijiste a mi mujer que soy un huevón. Te reíste de mí. Dejaste que ella se burlase de mí. ¿Eso piensas, Gonzalo? ¿Que soy un huevón?

Sí, eso pienso, pero no te lo voy a decir, señorito, piensa Gonzalo.

– No. No creo eso. No recuerdo haberlo dicho tampoco.

– Te oí. No lo niegues. Sonó mi celular, contesté y ustedes dos hablaban. El teléfono de Zoe se marcó de casualidad y escuché clarísimo la conversación. ¡Sé más hombre, carajo! ¡No lo niegues! ¡Yo escuché todo!

Gonzalo mantiene la calma, toma un trago, respira aliviado porque la tormenta pudo haber sido mucho peor.

– No recuerdo en detalle esa conversación -dice-. Quizás Zoe necesitó desahogarse conmigo y se quejó de ti y yo la escuché con cariño, como amigo. Pero no recuerdo haberte insultado.

– No me insultabas. Era peor. Te reías de mí. Se reían de mí. Me traicionaban los dos. Me hacían quedar como el tonto de la película, y ustedes eran los chicos listos que la pasaban bien.

Es que no tienes idea de lo bien que la estarnos pasando, piensa Gonzalo.

– Yo no tengo la culpa de que tu mujer a veces se sienta descontenta contigo y me busque en el taller para contarme algunas cosas tuyas que le molestan -dice, y siente que se ha defendido de un modo impecable-. Yo no tengo la culpa de eso, Ignacio. Si Zoe viene a verme y está furiosa contigo y te critica por alguna estupidez, ¿qué pretendes? ¿Que la estrangule, que no la deje hablar, que la bote de mi taller por hablar mal de ti? Es normal que se queje conmigo. Soy su amigo, después de todo.

– ¡No eres su amigo, Gonzalo! ¿No entiendes nada? ¡Eres su cuñado, no su amigo!

– Soy su cuñado y su amigo.

– Deberías ser primero mi hermano y mi amigo.

Se hace un silencio. Gonzalo recuerda el momento exacto en que se rompió la amistad entre los dos, pero no dice nada.

– Sí, deberíamos ser más amigos -comenta, bajando la mirada-. Pero yo no tengo la culpa de eso. Pasaron cosas que nos distanciaron.

– ¿Hay algo más entre Zoe y tú que yo debería saber? -pregunta Ignacio, con desconfianza.

Gonzalo lo mira a los ojos:

– No -responde-. Somos amigos y a veces me cuenta cosas de ti. Nada más. Pero lo hace porque te quiere y necesita hablar con alguien. Es normal. Entiéndela.

– No es normal que se desahogue contigo.

No es normal, pero es riquísimo, piensa Gonzalo.

– Nunca te hemos traicionado. No exageres, Ignacio. Puede haber venido una tarde a mi taller molesta contigo, puede haberte criticado, puedo haberla escuchado, pero nunca ha habido la intención de insultarte o traicionarte. Me parece que estás siendo demasiado sensible.

Soy un canalla, piensa, pero un canalla con talento.

– Yo te oí decir cosas feas sobre mí -dice Ignacio, ya en un tono menos crispado-. Me dolió. Me dolió mucho. Pero no soy rencoroso. Te perdono. Ya pasó. Cualquiera puede tener un momento de descontrol. Yo también lo tuve. Por eso tiré tu cuadro a la piscina.

– Ahora entiendo. No pasa nada. Si escuchaste en el celular algo que no te gustó, entiendo que reaccionases así.

– Me apena haber hecho eso. Lo lamento de veras. Pero me dolió en el alma que Zoe y tú estuviesen hablando cosas mezquinas de mí, a mis espaldas. Lo sentí como una traición. Te pido, por favor, que nunca más hagas eso.

– No volverá a ocurrir. Le diré a Zoe que deje de venir al taller. Pero yo no la invito, Ignacio. Ella viene porque le provoca, porque le gusta ver mis cuadros y hablar conmigo.

– Yo sé. Ella te admira. Pero si te habla mal de mí, si algún día está ofuscada y se queja de mí, simplemente párala y pórtate como mi hermano, como mi amigo. Tú no eres su psiquiatra: si está descontenta con nuestro matrimonio y tiene problemas, que vaya a un psiquiatra, no adonde mi hermano a hablar mal de mí.

– Te entiendo. Si dije algo que te ofendió, te pido disculpas.

– Todo bien. Ya pasó. Yo también te pido disculpas por lo del cuadro.

– No fue nada. Tampoco era demasiado bonito ese cuadro.

– Por eso se lo vendiste a Zoe, cabrón.

Ríen. Se miran con cariño. Gonzalo corta esa carne que ya está fría y se lleva un buen pedazo a la boca. Ignacio llama al mozo y le pide que retire su plato, que ha dejado a medias.

– Es bueno sentir que somos amigos -dice, con una sonrisa bondadosa.

– Tú sabes que yo nunca haría nada contra ti -dice Gonzalo, sonriendo.

Es un buen muchacho, después de todo, piensa Ignacio. Es un pelotudo, piensa Gonzalo. Pero tengo que andarme con más cuidado. Ha estado a punto de pillarme. Me he salvado de milagro. Tengo los huevos congelados. Necesito un trago más. Si serás tonta, Zoe. Cómo se te ocurre tener el celular prendido y apretarlo de casualidad para que Ignacio oiga todo. ¡Suerte que no oyó tus jadeos en el hotel! Soy un tipo con suerte.