A las ocho de la mañana, Ignacio está en la ducha, jabonándose sin prisa, creyendo que su mujer todavía descansa, como suele ocurrir a esa hora de la mañana en que, profundamente dorrnida, no siente a su marido ducharse, vestirse, desayunar y salir al banco. Pero Zoe está despierta. Aunque trata de conciliar un segundo sueño que la lleve plácidamente hasta bien entrada la mañana, no lo consigue. Unas palabras resuenan en su cabeza y la perturban, las mismas palabras que Gonzalo le ha dicho la otra tarde en el cuarto del hotel. Desde entonces, ella se ha sentido inquieta y mirado a su esposo con otros ojos, como si ahora desconfiase de él, como si tratase de descubrir un lado suyo que entonces ignoraba y ahora cree posible. Zoe se enfada consigo misma porque no puede seguir durmiendo, se enoja con Ignacio por ducharse tan temprano -y tan largamente- cuando bien podría llegar al banco a una hora más civilizada, pero no: el cuadrado de mi marido tiene que ser el primero en llegar al banco, el ejemplo ante todos sus empleados, el jefe ideal. Ojalá fueras, sólo una noche, el marido ideal, piensa, dando vueltas en esa cama que, por muy confortable que sea, ya no la acoge como antes, cuando recién se casó y creía estar enamorada. Ignacio silba despreocupado en la ducha y eso acaba de irritarla, pues no tolera la idea de sentirse tan fastidiada y él, en cambio, tan gloriosamente feliz. Por eso se levanta de la cama en un camisón blanco, muy liviano, que deja descubiertos sus hombros y brazos y cae hasta sus muslos, y camina descalza al baño muy amplio donde Ignacio se ducha en agua tibia, nunca caliente, porque dice que bañarse en agua caliente es malo para la circulación y el buen ánimo.
– ¿Qué haces despierta, mi amor? -pregunta, cuando ve a su esposa de pie, mirándolo a través de los vidrios que, algo empañados por el vapor, rodean la ducha.
– ¿No te puedes duchar más tarde? Me has despertado. Ignacio comprende en seguida que su esposa está irritada y por eso ensaya su mejor sonrisa y dice:
– Lo siento, mi amor. Tengo que llegar temprano al banco. Tengo mil cosas hoy.
– Y yo soy una cosa más para ti -se queja Zoe-. Te importa un pepino despertarme. ¿No puedes ducharte sin silbar como un canario?
Ignacio ríe, le hace gracia que su mujer se ponga tan caprichosa y gruñona cuando no puede dormir.
– No te molestes. Métete a la cama y duerme un poquito más, que te hará bien.
– No quiero. No quiero seguir durmiendo.
Zoe bosteza, se sienta sobre una silla de paja donde suele dejar la ropa que ha usado en el día o alguna toalla, mira a su esposo desnudo tras esos vidrios vaporosos, envidia la energía que él tiene a esa hora cruel de la mañana.
– ¿Por qué no te metes a la ducha conmigo?
Qué poco me conoce mi marido, piensa ella, triste.
– No, gracias. Estoy muerta.
– No sabes lo que te pierdes, tontita.
– Sí sé y me lo pierdo feliz -susurra ella.
– ¿Qué? -grita él, desde la ducha, pues el ruido del agua no le ha permitido escucharla.
– Nada -dice ella, levantando un poco la voz-. No me provoca.
– ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás malgeniada?
– No me pasa nada. Tú sabes que, cuando no puedo dormir, me pongo de malhumor.
– Yo soy igualito. Tómate una pastilla y duerme hasta mediodía.
– No quiero.
Zoe observa a su marido, le dirige una mirada cargada de suspicacia, lo imagina distinto del hombre de quien creyó enamorarse diez años atrás. ¿Tendrá razón Gonzalo? ¿Me esconderá Ignacio su verdadera personalidad? ¿Será por eso que es tan frío, tan medido, tan insoportablemente racional? ¿Me será infiel? ¿Me engañará con alguien mientras yo lo engaño con su hermano? Cuando se toca, ¿pensará en mí?
– Ignacio, quiero preguntarte algo.
Zoe lo mira, contempla en silencio, abatida, peleada con su vida y su futuro, ese cuerpo del hombre que amó y ahora le parece un extraño, quizás incluso un impostor, un cuerpo que, siendo delgado y armonioso, ya no le inspira el más pálido deseo. Ignacio se jabona las tetillas, el pecho, las piernas, deja que el chorro tibio caiga sobre su cara, masajea su cabeza, parece disfrutar de esos minutos bajo el agua, antes de que comience un día más de trabajo en el banco. No contesta. No contesta porque no la ha oído.
– ¡Ignacio!
– ¿Qué? -da un respingo, asustado, al ver que su esposa grita desde esa silla donde sigue rumiando su infelicidad-. ¿Qué te pasa, Zoe? ¿Por qué me gritas así? Si estás malhumorada, no es mi culpa, no vengas a joderme la vida, que me estoy duchando tranquilo.
– Quiero saber algo.
– Dime, mi amor. ¿Qué quieres saber?
Espero que el huevón de Gonzalo no le haya contado nuestra conversación en el club, piensa. Seguro que es eso: Zoe está molesta porque yo le conté a Gonzalo que oí de casualidad esa conversación entre ellos, dejándome como un imbécil.
– ¿Qué te ha dicho Gonzalo? -pregunta, desde la ducha, en un tono deliberadamente neutro, como si nada tuviese demasiada importancia a esa hora de la mañana, en la que tiene que sentirse fuerte, seguro, ganador.
– Nada -se sorprende Zoe, y se estremece por dentro al oír el nombre de su amante-. Gonzalo no tiene nada que ver en esto.
Pero en seguida piensa: ¿cómo sabe Ignacio que quiero preguntarle algo que me contó Gonzalo? ¿Sabe más de lo que aparenta? ¿Escucha nuestras conversaciones? ¿Graba mi teléfono? ¿Me sigue un detective? Ignacio es capaz de todo. Ese hombre todavía guapo que se ducha frente a mí, ¿es mi esposo o más bien mi enemigo?
– ¿Qué quiere usted saber, señora insomne? -pregunta Ignacio, risueño, tras cerrar el caño de la ducha, abriendo la puerta corrediza de vidrio.
Ella mira fugazmente el sexo mojado de su marido y siente todo menos deseo. Cruza las piernas. Se abriga con una toalla blanca, cubriendo sus hombros y brazos, mientras él coge otra toalla y se seca con energía.
– ¿Alguna vez has estado con un hombre? -pregunta Zoe, mirándolo a los ojos, eligiendo cuidadosamente cada palabra.
Ignacio se queda paralizado un instante. Nunca antes ha hablado de este tema con Zoe y ahora, una mañana cualquiera ella le dispara esa pregunta inesperada a quemarropa. Frunce el ceño, improvisa un gesto de sorpresa algo teatral trata de sonreír para que no parezca que ha sido pillado con la guardia baja y responde en su mejor voz de banquero entrenado para mantener la calma aun en las peores circunstancias:
– Sí, mi amor. Ayer estuve con un hombre. Almorcé con Gonzalo en el club.
Luego sonríe y sigue secándose, como si nada hubiese pasado. Pero, tras esa apariencia de normalidad, piensa con desasosiego: ¿qué mierda ha pasado para que ella venga a hacerme esta pregunta? ¿Qué le habrá dicho Gonzalo para que ella desconfíe de mí? ¿Habrán hablado ayer, después del almuerzo que tuvimos? ¿Qué maldades y mentiras le habrá contado ese hijo de la gran puta?
– No te hagas el payaso -se mantiene seria Zoe, y él se preocupa, pero lo esconde-. Tú sabes a qué me refiero.
– No, mi amor. ¿Qué quieres saber?
Ignacio se seca los pies y se repite mentalmente que no debe ofuscarse, perder la paciencia.
– ¿Alguna vez te has enamorado de un hombre? Ignacio ríe, sale de la ducha, besa a Zoe en la frente, pero ella, malhumorada, no cede.
– No, mi amor. Nunca. Pero me he enamorado de mi perro, cuando era niño.
Zoe no sonríe, no celebra esa ocurrencia con la que su esposo trata de relajar la evidente tensión que ahora reina en ese baño de lujo.
– No me mientas, Ignacio. Dime la verdad.
– No te miento, tontita. ¿Por qué me preguntas estas cosas tan raras?
Zoe, desconfiada, insiste:
– ¿Alguna vez te has acostado con un hombre?
Ahora Ignacio deja de sonreír y la mira con una cierta incomodidad:
– No. Nunca. ¿Qué te hace pensar eso?
– ¿Te gustan los hombres, Ignacio? Dime la verdad.
En la voz de Zoe hay menos ira que dolor, y por eso Ignacio se acerca a ella, la toma de los hombros y la mira con ternura: