– No, mi amor -contesta-. No me gustan los hombres. Me gustas tú. ¿Se puede saber qué bicho te ha picado para que me vengas con esas preguntas?
Zoe no lo puede evitar y toda la rabia, la impotencia, el cansancio y el dolor se anudan en su garganta y la hacen llorar.
– ¿Eres un maricón reprimido? -pregunta, llorando.
– No, qué dices -responde Ignacio, arrodillándose a su lado, besándola en la mejilla, sintiendo el sabor salado de las lágrimas de su mujer-. ¿Por qué piensas esas cosas, mi amor? ¿Quién te ha metido esas ideas absurdas?
– Nadie. Era sólo una duda.
– No es una duda. Es un disparate.
– ¿Me juras que no estás mintiendo?
– No tengo que jurarte nada. Tú sabes que te digo la verdad.
– Júrame que no eres un maricón reprimido y que todos estos años me has querido de verdad, Ignacio.
– Te lo juro por la memoria de papá -dice él, solemnemente, y luego la besa en la boca.
Es el hijo de puta de Gonzalo, que me ha traicionado una vez más, piensa él.
No sé si creerle, piensa ella.
Luego regresan a la cama, se abrazan y, mirándola a los ojos, Ignacio le dice:
– Tú eres el gran amor de mi vida, Zoe. Siempre te voy a querer.
Zoe trata de sonreír pero le sale una mueca triste y dice:
– Yo también. Pero una voz en ella le dice: aunque no seas el gran amor de mi vida.
Cuando Ignacio se viste de prisa, mientras ella sigue en la cama, un pensamiento violento y oscuro lo asalta, roba el buen ánimo con el que se levantó más temprano: Gonzalo me odia y no va a parar hasta destruir mi matrimonio. Gonzalo le ha dicho que soy un maricón reprimido. Gonzalo cree que soy un maricón reprimido. Gonzalo es un hijo de puta. Ahora verá quién soy. Lo voy a aplastar como a una cucaracha.
– Duerme rico, mi amor -le da un beso en la frente a su esposa-. No te levantes antes de mediodía. Yo te llamo del banco.
– Que tengas un buen día -responde Zoe, descorazonada, como si no quisiera estar allí, en esa cama, en ese matrimonio.
– Te quiero -dice él.
No me mientas, piensa ella. No te mientas más, Ignacio. Todo esto es una mentira. Tenemos que dejar de jugar esta farsa tan triste. Tú no me quieres. Nunca me has querido. Yo quiero a tu hermano y tú eres tan extraño y misterioso que no quieres a nadie porque no sé si eres un maricón reprimido, pero sí estoy segura de que no sabes lo que es querer de verdad. Lo único que yo quiero ahora es dormir, dormir todo el día. Ándate al banco, sé feliz y déjame dormir. Me voy a tomar dos pastillas. Quiero olvidarme de mi vida y descansar.
Zoe oye el motor de la camioneta alejándose y es un alivio para ella.
Camino al banco, Ignacio se desvía, sale de la autopista y se dirige al taller de Gonzalo. A pesar de que es temprano y sabe que estará durmiendo, necesita verlo personalmente. Tan pronto como salió de su casa, lo llamó desde el celular y esperó en vano a que contestase. Cuando oyó la voz grabada, pidiendo que dejara un mensaje, cortó y decidió que tenía que ir a verlo. Ignacio está irritado. Una vez más, siente que ha sido traicionado por su hermano. Procura seguir conduciendo con la prudencia habitual, no dejarse arrastrar por el rencor que esconde contra él, mantener la calma ante todo. No es fácil, sin embargo: el recuerdo vivo de su mujer preguntándole en el baño si es verdad que le gustan los hombres lo ha sacado de sus casillas, ha roto la armonía que inútilmente intenta restaurar escuchando música clásica en la radio y lo ha llenado de rabia contra su hermano, a quien, sin dudarlo, culpa de que Zoe no sólo parezca decepcionada de su matrimonio, sino hasta se permita dudar de su sexualidad. Eres una mierda, piensa. Trato de ser generoso contigo, perdono las insidias que te oí decirle a mi mujer por teléfono, hago un esfuerzo supremo por seguir siendo amigos, pero siempre me decepcionas, me das un golpe bajo más, me haces pensar que, en el fondo, me odias, me envidias y quieres joderme, vengarte de algo que no sabes bien qué es, verme mal, y sabes que mi lado más vulnerable es Zoe, sabes que es allí por donde mejor puedes golpearme, y por eso, cabrón, hijo de puta, miserable, me atacas por donde más me duele, le dices cosas venenosas a Zoe, abusando de su ingenuidad y de que ella te admira como pintor, intrigas contra mí, siembras cizaña, le dices mentiras que ella asume como verdades, por ejemplo, que a lo mejor me gustan los hombres. Sólo un tipejo de callejón, una rata de alcantarilla sería capaz de hacer semejante bajeza, conspirar con mi esposa para destruir mi matrimonio, haciéndole creer que yo la engaño, que soy un farsante. Pagarás caro tu abyección, pedazo de mierda. No te perdonaré esto. Has caído demasiado bajo. No puedo seguir fingiendo que todo está bien contigo. No puedo perdonarte tantas veces, desgraciado.
Ahora Ignacio estaciona la camioneta en una calle poco transitada, frente a la vieja casona donde vive su hermano. Baja de prisa, cruza la calle y toca el timbre con una cierta violencia, presionando largamente el botón. Despierta, zángano, piensa. Hoy no vas a dormir hasta mediodía, pusilánime. Hoy vas a despertar más temprano y te voy a decir en la cara todas las verdades que nunca te he dicho. Hoy me vas a ver por última vez. Despierta, hijo de puta. Ha venido a saludarte tu hermanito que tanto te quiere, el esposo de tu amiguita del alma, la mujer a la que estás volviendo loca, enemistándola contra mí.
– ¡Abre, Gonzalo! -grita, al no obtener respuesta a sus timbrazos impacientes.
No sabe que Gonzalo no oye el timbre porque, al igual que el teléfono, lo ha desconectado para dormir plácidamente hasta la hora en que su cuerpo, sin crisparse ante ningún ruido estridente, emerja de un sueño profundo y lo devuelva al mundo de los cuadros y las mujeres, sus dos pasiones verdaderas. Gonzalo protege sus horas de sueño porque sabe que pinta mucho mejor cuando está descansado, en paz, y no ignora que, si duerme poco, se fatiga rápidamente al pintar, se queda sin aliento creativo, sólo es capaz de pintar de un modo tenso, entrecortado, al borde siempre de la irritación y el desánimo. Por eso, antes de irse a la cama, bien entrada la madrugada, desconecta, como un ritual de aislamiento del que en cierto modo disfruta, los cables del teléfono, el fax y el timbre, asegurándose de que ningún aparato interrumpa con sus sonidos las horas de sueño que se ha ganado luego de batallar solitariamente con sus cuadros. Mientras, en la puerta de calle, Ignacio toca el timbre como un energúmeno, adentro, en su casona de techos altos y pisos que crujen, Gonzalo duerme como un bebé, libre de toda culpa y remordimiento. Pero Ignacio, por supuesto, lo imagina despierto, en pie, agazapado tras la pared, espiándolo por una rendija de esas cortinas que impiden la filtración del más débil rayo de luz. Ignacio imagina a su hermano asustado, escondido, avergonzado, sabiéndose miserable por haberle dicho insidias y vilezas a Zoe, y ese pensamiento, la certeza de que Gonzalo no se atreve a darle la cara, multiplica su ofuscación, avinagra todavía más su espíritu y lo llena de una violencia ciega que necesita descargar contra alguien, contra algo, y ya no basta el timbre que sigue apretando con la insistencia de un demente. Por eso, porque ha perdido el control y necesita desahogar esa rabia que corroe sus entrañas, Ignacio coge una piedra del pequeño jardín que divide la vereda, aprieta los dientes como reuniendo fuerzas y la arroja contra la ventana de esa casa antigua donde él cree que su hermano se niega a abrirle la puerta, sin saber que en realidad duerme a pierna suelta. La piedra impacta contra la ventana pero no la rompe.
– Mierda -dice, y busca otra piedra más grande, hasta que la encuentra.
Luego la arroja con más fuerza y esta vez sí rompe el vidrio. El ruido de esa piedra abriendo un orificio y partiendo la ventana en añicos le produce en el acto la sensación deseada de venganza, pero en seguida se asusta y mira a su alrededor, para asegurarse de que nadie lo haya visto tirando esa piedra contra la casa de su hermano: la calle, para su alivio, está desierta.