– ¡Abre la puerta, Gonzalo! -vuelve a gritar.
Ignacio alcanza a sentir vergüenza del acto de barbarie que está protagonizando a plena luz del día en una calle sosegada de la ciudad en la que vive y es una conspicua personalidad del mundo de los negocios, pero esa vergüenza palidece frente a la rabia que lo devora por dentro y lo hace gritar aún más fuerte:
– ¡Ábreme la puerta, pobre diablo!
Adentro, en su casa, tendido de costado en la cama más grande que pudo comprar para él, vestido apenas con una camiseta de manga larga, Gonzalo despierta refunfuñando, sobresaltado por ese bullicio que alguien provoca en su puerta y el ruido de la ventana al romperse.
– ¿Quién mierda hace tanto escándalo? -dice, como hablando consigo mismo.
Luego escucha una voz que le es familiar:
– ¡No me voy a ir hasta que me abras, Gonzalo!
Se incorpora lentamente de la cama, mira el reloj, se escandaliza al comprobar que no son todavía las nueve de la mañana y dice:
– ¿Quién es el imbécil que está afuera?
Al caminar descalzo hacia la ventana, advierte que su sexo todavía está erguido, lo que suele ser común cuando se despierta.
– ¡Sé que estás ahí, cobarde! -oye el grito destemplado, y reconoce en seguida la voz de su hermano.
Luego abre apenas la cortina, ve a Ignacio afuera, el rostro desencajado, las manos en la cintura, y, al descorrer un poco más la cortina y mirar hacia el piso, comprende, viendo los pedazos de vidrio sobre el suelo, el orificio en la ventana, que es Ignacio quien ha tirado una piedra para despertarlo, dado que el timbre está desconectado. Qué le pasa a este débil mental, piensa. Desde la ventana, mira con extrañeza a su hermano, quien le devuelve una mirada virulenta, antes de gritarle:
– ¡Ábreme inmediatamente!
Gonzalo corre la cortina, cegándose con la súbita luz de la mañana, y camina con cuidado para no pisar los vidrios hasta el intercomunicador, el que, una vez reconectado el cable, aprieta, abriendo automá-ticamente la puerta de calle. Luego camina hacia su cama, recoge un calzoncillo blanco del suelo y lo viste sin apuro, a la espera de que Ignacio toque la puerta. Ignacio golpea la puerta con violencia y Gonzalo no tarda en abrirla:
– ¿Qué mierda te pasa, se puede saber? -pregunta. Ignacio le da un empellón y entra a la casa.
– No pensé que podías ser tan miserable, Gonzalo -le dice, clavándole una mirada llena de odio.
Ahora sí se enteró de todo y estoy jodido, piensa Gonzalo. Zoe le ha contado toda la verdad. Puta tontita, tenías que cagarla así.
– Si has venido acá a insultarme, te largas o te saco a patadas -contesta, sobreponiéndose al miedo, tratando de sorprenderlo.
No ignora que su hermano, por muy enojado que esté, respeta su superioridad física y debe de recordar que es él, Gonzalo, quien pelea con más ferocidad y menos escrúpulos.
– ¡Eres un hijo de puta! -grita Ignacio, y le avienta una bofetada que Gonzalo encaja con serenidad y no contesta porque sabe que, en el fondo, la merece y porque todavía no conoce las razones de tan desaforada conducta de su hermano mayor.
– Quizás -dice Gonzalo, con calma-. Pero no menos que tú.
Luego espera lo peor: que le recuerden, con los peores insultos, la traición que ha cometido. Pero Ignacio lo sorprende:
– ¡Cómo puedes decirle a Zoe que soy un maricón! ¡Cómo te atreves, rata de mierda!
Ignacio camina descontrolado y patea el caballete que sostiene el cuadro que Gonzalo ha dejado inconcluso. El cuadro cae al suelo de un modo aparatoso. Gonzalo, aliviado porque la acusación es menos grave de lo que esperaba, indignado por la agresión, monta en cólera, se acerca a su hermano y lo coge con las dos manos del pescuezo, al tiempo que le grita:
– ¡No toques mis cuadros, maricón! ¡No te atrevas, que te parto la cara!
– ¡Suéltame! -se zafa a duras penas Ignacio, algo intimidado por esa demostración de brutalidad con la que Gonzalo le ha recordado que, en caso de una pelea física, será él quien lleve las de perder-. ¡Y no vuelvas a decirme maricón! He venido a tu casa a decirte que no quiero volver a verte, que te prohibo que vuelvas a ver a mi esposa, que eres un miserable, que estás buscando destruir mi matrimonio y que no soy un maricón, soy más hombre que tú, tengo los cojones que tú nunca tuviste, y por eso trabajo como un perro en el banco y me rompo para que todo lo que nos dejó papá no se vaya al agua, y ¿quién carajo te crees tú, pintorcito de pacotilla, artista patético que tiene que venderle sus cuadros a su propia familia, para venir a decirle a mi mujer que soy un maricón? ¿Quién carajo te crees que eres, traidor de mierda?
Ignacio grita y Gonzalo lo escucha dirigiéndole una mirada displi-cente, superior.
– Yo no le he dicho a Zoe que eres un maricón -se defiende, tratando de demostrarle a su hermano una serenidad y un aplomo que, sabe bien, son una muestra de superioridad moral en ese momento en que es tan fácil dejarse arrastrar por la ira-. Estás confundido, Ignacio. Estás haciendo un papelón. Te está traicionando tu propia conciencia.
– ¡Yo no soy un maricón! -grita Ignacio-. ¡Nunca lo he sido! ¡No tienes derecho de andar diciendo esas cosas de mí!
– Yo no he dicho eso -dice Gonzalo-. Si Zoe piensa eso, es problema suyo, no me eches la culpa a mí.
– ¡Zoe piensa eso porque tú se lo has dicho y ella me lo ha contado tal cual a mí! ¡No seas miserable en seguir negando la verdad!
Gonzalo retrocede un poco:
– Sólo le dije que a veces pienso que de repente eres un maricón reprimido -dice.
– ¡No soy un maricón reprimido! -grita Ignacio, y empuja a su hermano, que cae sentado en la cama-. ¡El maricón eres tú, que me tracionas con mi propia esposa!
– Si no lo eres, ¿por qué te molestas tanto?
– ¡Porque estás destruyendo mi matrimonio, hijo de puta! ¿No te das cuenta?
Gonzalo se calla unos segundos, duda si decirle el recuerdo que lo atormenta todavía, lo mira a los ojos y descarga lentamente las pala-bras como si lo golpease con un martillo en la cabeza:
– Si no eres un maricón, ¿por qué me violaste cuando éramos chicos?
Ignacio se queda inmóvil, un gesto de pavor en la mirada, el rostro que de pronto ha empalidecido. No sabe qué decir, cómo responder a esa acusación inesperada. De pronto, la rabia que sentía se ha convertido en desconcierto, confusión, perplejidad.
– ¿O crees que me he olvidado? -insiste Gonzalo, desde la cama.
No se arrepiente de haberle dicho por fin lo que ha callado por tantos años.
– Yo nunca te violé -balbucea Ignacio-. No sé de qué estás hablando.
– Sí sabes -contesta Gonzalo-. Lo sabes perfectamente. No te hagas el tonto.
– ¡Yo no soy un maricón y nunca te he violado! Deberías ir al psiquiatra.
A pesar de que lo niega, algo en Ignacio se ha roto y descompuesto, y ya no luce la desaforada agresividad con la que entró a esa casa.
– Fuiste una mierda en abusar de mí -habla Gonzalo lo que tanto tiempo ha callado-. No creas que no lo recuerdo. Me traicionaste, Ignacio. No te puedo perdonar por eso. Fue la peor bajeza que pudiste haberme hecho. Eras mi ídolo y me la metiste por el culo cuando éra-mos chicos. No te odio por eso: te desprecio, cabrón.
Ignacio baja la mirada, no se atreve a mirarlo a los ojos.
– Y por eso creo que de repente eres un maricón reprimido. Y se lo dije a Zoe porque me da pena que la hagas tan infeliz.
– ¡No te metas con mi mujer! -recupera Ignacio la seguridad en sí mismo, mirando con desprecio a su hermano-. ¡Estás inventándote una absoluta falsedad para hacerme sentir mal y para que Zoe me deje! ¿Le has dicho esa mentira, que yo te violé?
– No -contesta Gonzalo, sin exaltarse-. Pero tú sabes que no es men-tira.