– ¡No jodan! -grita, irritado porque vuelven a timbrar-. ¡Estoy pintando!
– Soy yo, Zoe -escucha la voz débil de su cuñada-. Ábreme, por favor.
Además de Gonzalo, nadie tiene las llaves de esa casona, ni siquiera Laura, su más reciente amante. Sorprendido, comprende que debe de tratarse de algo importante. Se acerca al intercomunicador, presiona un botón y abre la puerta de calle. Zoe hace un esfuerzo para mantenerse serena y digna, sin llorar.
– Zoe -dice él.
Es una mujer delgada, de rasgos finos, que lleva la belleza como algo natural. El suyo es un rostro tan suave y perfecto -ojos verdes, nariz apenas respingada, labios carnosos, entre castaño y rubio el pelo que cae hasta sus hombros- que Gonzalo, la primera vez que lo vio, hace ya once años, cuando ambos tenían diecinueve, pensó: Es una diosa, mi hermano no merece estar con una diosa.
– Perdona que te interrumpa -dice ella, débilmente, y no puede evitar una expresión de tristeza.
Gonzalo advierte sin esfuerzo que está mal.
– Pasa -le dice.
Zoe camina lentamente, se desploma sobre un viejo sillón de cuero marrón.
– ¿Quieres tomar algo? -pregunta él.
– Agua -contesta ella.
Gonzalo sirve un vaso de agua, se lo entrega y bebe un sorbo de la botella de plástico. Cuando pinta, suele tener cerca, sobre el piso, varias botellas grandes de agua, de las que bebe directamente.
– ¿Qué pasó? -le pregunta, pensando que se ve más linda cuando está así, triste, fatigada, mostrando que no es perfecta y pierde el control.
– Ignacio -dice ella, refrenándose, porque no quiere ceder al instinto de contárselo todo descontroladamente-. Me hace daño.
Gonzalo está de pie. Camina nerviosamente. Le molesta que Zoe interrumpa sus horas de trabajo sólo para quejarse de lo mal que le va con Ignacio, lo que tampoco es una novedad, pero prevalece la alegría de verla, el placer de admirar su belleza, el riesgo de tenerla tan cerca, herida.
– ¿Qué te ha hecho? -pregunta, aunque habría preferido no preguntar.
Sabe que ella necesita que la escuchen.
– A mí, nada -responde Zoe, sin fijar la mirada en él-. El cuadro que te compré, lo tiró a la piscina sin decirme una palabra. Desperté tarde y lo encontré en la piscina. ¿Puedes creer eso? Tu hermano se ha vuelto loco.
El cuadro se ha quedado en el auto de Zoe. Ella no tuvo fuerzas para bajarlo.
– ¿Por qué hizo eso? -pregunta Gonzalo.
Es un mariconazo, piensa. Me tiene celos.
– No lo sé -dice ella-. No me dijo nada. Supongo que le molestó que te lo comprase. Cuando lo vio la otra noche, dijo que le parecía de mal gusto que me lo hubieses vendido.
– No creo que sea la plata -dice él, de espaldas a ella, mirando por la ventana a una calle tranquila, arbolada, por la que rara vez pasa un auto-. Soy yo. Si hubieras comprarlo el cuadro de un pintor cualquiera que él no conoce, no habría pasado nada.
– Puede ser -dice ella, y se quedan en silencio un momento, mirándose.
Necesito que me abraces, piensa ella. ¿No te das cuenta? Es un idiota, piensa él. No le importa herir a su mujer y despreciar el trabajo de su hermano. Se cree el rey del universo.
– También me dijo la otra noche que debí consultarle antes de comprar el cuadro y colgarlo en la pared de mi cuarto -dice ella, enfureciéndose-. ¿Desde cuándo tengo que pedirle permiso para colgar un cuadro en mi casa?
Gonzalo sonríe, pero la suya es una sonrisa amarga.
– Soy yo -dice, las manos en los bolsillos-. El problema no eres tú. Soy yo. Ignacio no me quiere. Desprecia todo lo que hago. Le parece que mi vida es una mierda.
Zoe permanece en silencio. No quiere lastimarlo. Sabe que tiene razón: Ignacio siempre se ha sentido superior a su hermano, a quien ve con una cierta condescendencia.
– Necesito seguir pintando -dice Gonzalo, que ahora se siente furioso y sabe que la mejor manera de recuperar la tranquilidad es parándose frente al lienzo, olvidando a su hermano y pintando.
– Mejor me voy -dice Zoe, poniéndose de pie. No puede evitar sentirse rechazada. Necesito que me abraces, que me consueles, y prefieres pintar. No puedo quedarme aquí. Tú también me haces daño sin querer, -piensa-. Lamento haberte interrumpido por esta tontería. Tenía que contárselo a alguien.
Zoe le da la espalda y camina hacia la puerta. Se siente desgraciada. Sabe que en el auto volverá a llorar y no tendrá fuerzas para manejar.
– No te vayas -dice Gonzalo. Estás mal. Quédate.
Zoe se detiene, suspira.
– Pero tienes que seguir pintando -dice-. Yo soy un estorbo.
– Si no me hablas, puedo pintar -dice él-. Échate un rato en la cama. Descansa. Te hará bien.
Gonzalo la ha mirado con ternura. Le provoca abrazarla, pero se controla. Sabe que está herida y no quiere abusar de ella.
– ¿Seguro que no te molesta? -pregunta ella, con una mirada dulce.
– Seguro -responde él-. Anda a la cama. Trata de dormir un poco.
– Gracias -dice ella, sonriendo-. No quiero volver a casa. No sé adónde iría.
Camina hacia él, le da un beso en la mejilla, siente unas ganas de abrazarlo que disimula a duras penas y se dirige a la cama, donde sabe que Gonzalo ha amado a muchas mujeres. Es un colchón muy grande, sobre una base de madera, cubierto por un edredón de plumas blanco, una cama simple y espaciosa, sin ninguna pretensión estética.
Tras quitarse los botines de cuero, Zoe se echa en la cama, descansa su cabeza en una almohada muy suave, cubre sus pies con el edredón. Desde allí, puede ver a Gonzalo pintando. Siente un placer intenso al saberse en la cama de Gonzalo y verlo pintando. Nunca antes se ha echado en esa cama. Huele la almohada. Huele a él, un olor recio, áspero pero agradable. Cierra los ojos. Imagina a Gonzalo amando en esa cama. Lo imagina amándola. Se eriza un poco. Suspira. Abre los ojos. Lo observa. Él pinta de un modo violento, apasionado, como si nada más importase en el mundo, como si ella no existiera. Pero a ella le gusta que sea así. No le molesta estar en su cama y verlo pintar ensimismado, indiferente a ella. Me gusta que puedas pintar conmigo en tu cama, piensa. Me gusta que puedas olvidarte de que estoy mirándote. Me gusta que te entregues con pasión a esa locura que es pintar por el solo placer de pintar. Me gusta que esta cama ahora huela a mí, piensa Zoe. Me gustas, Gonzalo. Pero no debo pensar esas cosas.
Cuando Gonzalo se cansa de pintar porque le duelen la espalda y los pies, Zoe duerme. Después de lavarse las manos y comer una manzana, se acerca a la cama y la observa. Ella duerme de costado, la cabeza sobre la almohada, los pies cubiertos por el edredón blanco. Respira profundamente por la nariz. Tiene la boca entreabierta. Gonzalo la contempla admirado. Pasea lentamente la mirada por su rostro, sus manos -unas manos que ella tiene cerradas, apretadas, como si estuviese soñando algo desagradable-, su cuerpo hermoso. Es una diosa, piensa, como pensó cuando la conoció. Está cada dia más linda. No merece todo esto. Debería tener a un hombre que la sepa querer con pasión. Yo podría ser ese hombre. Yo podría hacerle el amor una noche entera. Conmigo podrías tener los orgasmos que nunca has tenido, Zoe. Pero eres la mujer de mi hermano. No voy a tocarte. Duerme.