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Qué raro, piensa: a esta hora ya debería estar acá. Son las seis y media, todavía no ha oscurecido. Ignacio enciende algunas luces, se despoja del saco y la corbata, entra a la cocina, abre la refrigeradora y se queda mirándola como un zombi. En realidad, no quiere comer, no tiene hambre: ha abierto la nevera sin pensarlo, como un reflejo nervioso, como una manera de escapar de sí mismo, de los recuerdos que lo agobian, como si mirando el contenido de la refrigeradora, las frutas y los jamones, los yogures y los jugos, pudiera, por un momento, congelar aquellos pensamientos abrasadores, las imágenes de tantos años atrás que, aunque intente menospreciar como un juego adolescente, le llenan de vergüenza. Tras permanecer un momento inmóvil, de pie, reconfortado por el aire frío que despide la nevera, saca una manzana roja, la muerde y cierra la puerta. No pienses, se dice. No pienses nada. Lo que pasó, pasó. Deja ir esos recuerdos que te hacen daño. Duerme. Lo que necesitas es dormir. Tendrás que tomar un par de pastillas. No importa. Es mejor amanecer mañana un poco aturdido por las pastillas que pasar la noche insomne, devorado por los malos recuerdos.

Ignacio camina hasta su dormitorio y no tarda en encontrar la nota que, en un papel amarillo, le ha dejado su esposa sobre la cama. Antes de leerla, intuye que no pueden ser buenas noticias: si ella ha evitado decírselas por teléfono y ha preferido comunicárselas de esa manera más fría y cuidadosa, es obvio que sólo pueden ser malas. Lee la nota, sonríe con cierta amargura, la tira sobre la cama y regresa a la cocina. Puta, piensa. Bruja de mierda. Tenías que irte así, como las mujeres de los culebrones de televisión. No podías esperarme, contarme la verdad, hablar conmigo. Te vas a escondidas porque, en el fondo, sientes ver-güenza por lo que has hecho, no te atreves a decirme la verdad. No me lo tienes que decir: sé que me engañas. Lo que no sé es con quién, pero tengo la firme sospecha de que Gonzalo tiene mucho que ver en todo esto. Ese cabrón consiguió lo que quería: robarme a mi mujer, enemistarla conmigo, hacerle creer que soy una mierda, un hijo de puta. ¿Le habrá dicho que lo violé cuando éramos chicos?

– ¡Mierda! -grita-. ¡Traidor de mierda!

Camina resueltamente hacia el teléfono. Llama a Zoe. Nadie contesta. Llama luego a Gonzalo. Tampoco responde. No deja mensajes. Está demasiado furioso. No tiene sino insultos en la cabeza, agravios contra su mujer y su hermano, que, piensa, han conspirado para dejarlo solo, humillado, sintiéndose, por primera vez en su vida, un perdedor, el perdedor que siempre temió ser. Angustiado, se lleva las manos a la cabeza, frota enérgicamente el poco pelo que le queda, oprime con fuerza la mandíbula, se llena de una tensión que no sabe cómo descar-gar. Luego abre la refrigeradora de nuevo y se queda parado, quieto, los puños cerrados, mirando las comidas y bebidas frías, tratando de hallar un poco de tranquilidad en esa ceremonia doméstica que suele repetir cuando pierde la calma: abrir la nevera y mirar, sólo mirar, y acaso, como ahora, comer algo, unas fresas, pero el placer de morder y saborear esas fresas se interrumpe de pronto cuando siente algo extraño en la boca, un pelo, un pelo que extrae y mira con asco, un pelo castaño que sin duda es de ella, su mujer. Ignacio escupe el pelo al piso de la cocina y, con él, un pedazo de fresa, disgustado en el estó-mago por esa súbita presencia de Zoe en su boca.

– ¡Puta de mierda! -grita, y patea una silla-. ¡Ojalá no vuelvas nunca!

De regreso al dormitorio, trata de serenarse. No pierdas la calma, se dice. No seas como ella, como Gonzalo. Tú eres más fuerte. Tú eres superior. Respira, relájate, analiza con frialdad, no pierdas el control. Sólo la gente débil se enfurece hasta la violencia. Hoy has sido débil cuando fuiste a gritarle a Gonzalo y te has debilitado aún más al escu-char las bajezas de las que te acusó. No sigas cayendo más abajo. Levántate, vuelve a ser el que siempre fuiste. Zoe se ha ido: ¡qué más da! Ya volverá. No podrá estar sola. No la llames, no la busques: es lo que ella te ha pedido. Seguro que imagina que saldrás a buscarla como un demente. No le des el gusto.

En realidad, esa manera de escapar es sólo una forma infantil de llamar la atención, de reclamar afecto. No caigas en su juego. La mejor mane-ra de responder es ignorándola, manteniendo la calma, preservando la rutina de trabajo y descanso, sin alteraciones. En cuanto a Gonzalo, está claro que no debes verlo: su sola presencia te intoxica, te hace daño. Aunque mamá se enoje, cortaré a Gonzalo de mi vida, no me rebajaré a una sola discusión con él, ni siquiera a una conversación banal de las muchas que hemos tenido en los últimos años, sólo para disimular lo que en verdad sabíamos: que, a pesar de ser hermanos, éramos y seguimos siendo enemigos porque él lo ha querido así. Que se joda. Que se vaya a tomar por el culo, lo que probablemente le va a gustar.

¿Y si Zoe se ha marchado con él? ¿Si ahora mismo está en el taller de Gonzalo, jugando a la víctima, refugiándose en sus brazos, traicionán-dome los dos como unos maleantes de esquina? Pues no hay nada que pueda hacer, nada que deba hacer, salvo esperar, respirar tranquilo, sacarme de encima toda esta rabia y esta vergüenza que llevo adentro y que ustedes, miserables, me han metido en la sangre, queriendo vengarse de mí como si fuese un canalla, cuando no lo soy, nunca lo fui, sólo traté de ser un buen hermano contigo, Gonzalo, y un marido atento contigo, Zoe, puta de mierda: ¡qué poco te conocía cuando me casé contigo y pensé que eras, ante todo, una mujer de buenos senti-mientos!

Con la intención de calmarse, Ignacio se desviste, entra a la ducha y se da un largo baño en agua caliente. Trata de no pensar en nada, de mantener la cabeza en blanco, relajándose, pero, una y otra vez, una imagen perturbadora lo asalta, privándolo de la mínima tranquilidad que intenta restaurar en su cuerpo, la imagen de su mujer y su hermano amándose con una pasión que desconocían, la poderosa sospecha de que Gonzalo, en venganza por esa vieja abyección de la que lo culpa, ha seducido a Zoe, enseñándole unos placeres que ella probablemente ignoraba. Si mi mujer y mi hermano no están acostándose juntos, ¿por qué puedo verlos en mi cabeza con tanta nitidez? ¿Por qué esa idea me atormenta con insis-tencia? ¿Qué debo hacer para saber la verdad? Nada: sólo esperar. Esperar y dormir.

Después de secarse y vestir la pijama de franela, se mete en la cama y enciende el televisor en las noticias. Huele en las sábanas el olor de su mujer. No la echa de menos: la desprecia, que es peor. Para vengarse en cierto modo de ella, intenta masturbarse pensando en alguien anónimo, pero no consigue excitarse. Luego cierra los ojos, cruza los brazos sobre el pecho, respira hondo y reza:

«Dios mío, no me hagas esto, no me castigues así. ¿Qué he hecho yo para merecer todo esto? Mi hermano me odia. Yo no tengo la culpa. Yo no le hice nada malo. Lo que pasó entonces fue un juego sucio, algo que no debió ocurrir, pero éramos chicos, hacíamos esas travesuras, fue una estupidez, no un acto de maldad. Yo no lo odio. Nunca lo he odiado. Es más: ni recordaba eso, prefiero no pensar en los errores que puedo haber cometido cuando era casi un niño. Gonzalo, sin embargo, me sigue odiando. No me perdona nada, se aferra a recuerdos feos. No es justo, Señor. Como tampoco lo es que Zoe me haga esto: regreso cansado del banco y simplemente se ha ido y me pide que no la llame. ¿Qué se supone que debo hacer? No lo sé. Estoy perdido, confundido, me siento más débil que nunca. Te pido que me des bondad y sabiduría para salir de esta crisis. Te lo pido de rodillas

Ignacio sale de la cama, se hinca de rodillas y dice en voz alta, los ojos anegados en lágrimas:

«Perdóname, Señor. Si fui un mal hermano, te pido perdón. Si he sido un mal esposo, te ruego que me perdones. Pero no te lleves a Zoe. Por favor, haz que regrese y que podamos seguir estando juntos. No te pido más.»