Luego regresa a la cama, cierra los ojos y trata de dormir, pero no puede porque está llorando. Una hora después, harto de revolverse en la cama, levanta el teléfono y llama a su mujer. No sabe que el celular no suena porque está al fondo de la piscina. Le deja un mensaje: «No estoy molesto. Te extraño. Por favor, llámame. Sólo quiero saber que estás bien.» Cuando está tratando inútilmente de conciliar el sueño, piensa: quizás las claves de todo estén en su computadora. Salta de la cama, camina hasta el escritorio de Zoe, prende el ordenador, escribe la contraseña de acceso y, de un modo paciente y minucioso, revisa los documentos de su mujer -antiguas cartas, cuentos inconclusos, citas de libros, corres-pondencia con sus amigas, correos de sus padres, bromas en cadena, fechas de cumpleaños que debe recordar- hasta que, fatigado, extra-ñándola todavía más, encuentra la carta que ella le escribió una noche insomne y nunca le envió y, a pesar de los consejos de Gonzalo, olvidó borrar. Al leerla, comprende de un modo seco y abrumador lo que ya sospechaba: que Zoe ha dejado de quererlo y que ella ama ahora a otro hombre. Ignacio llora de rabia cuando dice para sí mismo:
– Es Gonzalo. Sé que eres tú.
Luego, derrotado, coge el retrato en el que aparecen juntos, cuando eran una pareja feliz, esquiando en la nieve, y lo mira largamente, con lágrimas en los ojos, y se sorprende al sentir que, a pesar de todo, no puede odiar a esa mujer que le sonríe en la foto. Me gustaría odiarte, pero no puedo, piensa. A quien odio es a Gonzalo.
– Cabrón, hijo de mil putas -dice, pero lo dice más tranquilo, sin gritar, como si, al pronunciar cada palabra, estuviese tramando su venganza.
Cuando se tumba en la cama y huele a su mujer ausente en esas sábanas de lujo, piensa que la vida es, después de todo, una buena mierda y que lo único que le queda por delante es ser fuerte, resistir y consolarse con las desgracias de sus enemigos. Mi mejor venganza, ahora mismo, es dormir, piensa. Por eso camina al baño y toma tres somníferos de alto poder hipnótico. Media hora más tarde, todavía está despierto y con ganas de pegarle a alguien.
Zoe despierta feliz. Ha dormido once horas consecutivas, sin sobre-saltos, soñando con la casa en que fue niña, sintiendo que volaba por encima de esa casa de jardines muy grandes y que, al hacerlo, deján-dose llevar por el viento, sin miedo a caer, era feliz, inmensamente feliz. Cuando despierta, se estira en la cama, emite un gemido placen-tero y mira el reloj despertador: es tarde, bien entrada la mañana, y no tiene ganas de hacer nada, ni siquiera vestirse, sólo quedarse en la habitación, descansar y mimarse.
Sale de la cama. Está desnuda. Le gusta dormir desnuda, pero no suele hacerlo cuando duerme con su marido, porque a él le parece una vulgaridad. Camina hacia la ventana, abre un poco las cortinas, mira los viejos techos de la ciudad, iluminados por un sol espléndido. A lo lejos, se oye el bullicio del tráfico. De pronto, cede a una idea irresistible-mente coqueta: abre las puertas que dan al balcón, sale desnuda, se para bajo el sol, estira los brazos hacia arriba y se siente libre, como hacía mucho no se sentía. En seguida recuerda que alguien puede verla, que sigue siendo la esposa del banquero más poderoso de la ciudad, y por eso regresa de prisa a su habitación, junta las puertas y cierra las cortinas. Tendré el día más ocioso de mi vida, se promete. No haré nada. Comeré acá en la suite todo lo que me apetezca, veré pro-gramas tontos en televisión, no llamaré por teléfono a nadie, dormiré como una marmota en su madriguera de invierno y me dedicaré al exquisito placer de no hacer nada. Espero que Ignacio no me busque. Espero que no dé conmigo. Sería tan odioso tener que darle explica-ciones. Gonzalo es otra cosa: no quiero verlo, pero si lo extraño y necesito sexo del bueno, siempre puedo llamarlo desesperada. Ya veremos. Por ahora, quiero estar sola y darme un baño larguísimo en tina.
En efecto, Zoe entra al baño, abre las llaves de agua, se sienta y orina, se mira luego en el espejo, de pie, bajo una luz intensa, y se alegra al comprobar que sigue siendo una mujer hermosa y que la soledad que ha escogido no eclipsa esa belleza sino, curiosamente, parece refinarla. No sé si es la luz del baño, el espejo o las once horas que he dormido, pero me veo más guapa de lo que me he visto en mucho tiempo. ¿O será que la sola compañía de Ignacio me hace sentir fea, verme fea? La belleza de una mujer, se dice Zoe, levantando el mentón, tocándose los pezones, parándose de costado para verse las nalgas, sólo puede florecer cuando ha conocido el placer de un orgasmo perfecto, y yo recién he vivido esa sensación en los brazos de Gonzalo: será por eso que me veo tan linda esta mañana y que, aunque quiera negarlo por orgullosa, sigo pensando en él.
Cuando la tina está llena, entra en ella, deja resbalar lentamente su cuerpo en esa masa de agua caliente que es como si la acariciara de abajo arriba, cierra los ojos y no extraña ni por un segundo la rutina de mujer casada que ha interrumpido bruscamente, no sabe por cuánto tiempo. Esto es por ahora la felicidad: mi cuerpo en una tina caliente del mejor hotel de la ciudad sin que nadie sepa dónde diablos estoy. Soy una niña, no una puta, apenas una niña traviesa y por eso he escapado: para que me extrañen, para que mis hombres sepan que la vida sin mí vale poco o nada. Zoe sonríe perezosamente hasta que re-cuerda que su menstruación lleva más de una semana de retraso. Tonterías, piensa. Será el estrés, la tensión en las que he estado viviendo últimamente. Ya me vendrá. No es nada del otro mundo atrasarme unos días. Me ha pasado antes. Ni pienses en eso, Zoe: ni lo pienses. No eches a perder este momento divino. Ya te vendrá la regla. Ahora, relájate y disfruta.
Zoe cierra los ojos y sonríe. Todo está bien, se repite. Todo está deliciosamente bien. Aunque podría estar mejor si el caradura de Gonzalo se metiera a esta tina conmigo. Tontita. Putita. No pienses en él. No lo llames. Sólo cierra los ojos y siente tu cuerpo erizado bajo el agua.
Gonzalo está borracho. No ha podido pintar. Torturado por los recuer-dos, ha caminado a media tarde hasta un bar cercano, ha comprado un par de botellas de vino y ha regresado a su taller, donde, sentado en el piso de madera, descalzo, escuchando música de los años en que fue un muchacho, ha bebido con cierta prisa, como si quisiera espantar con el alcohol la tristeza de sentir que su hermano fue desleal con él y, también, la vergüenza de saberse él mismo un traidor. Después de beber la primera botella, orinando en un baño que no ha limpiado hace meses, ha sentido el deseado adormecimiento de la embriaguez, la laxitud tan conveniente que encuentra al turbarse con tantos vasos de vino. No he pintado un carajo hoy, piensa, mientras camina por su estudio, las manos en los bolsillos. No me he bañado hace tres días. Estoy borracho. Son las cinco de la tarde. Mi vida es una mierda. No soy un pintor, soy un borracho, un egoísta y un canalla. No quiero a nadie. No quiero enamorarme. No quiero vivir con una mujer ni tener hijos. Quiero estar solo y, si me da la gana, como ahora, intoxicarme, joderme la vida, deprimirme como el culo. Nadie tiene la culpa de eso: ni siquiera tú, Ignacio, maricón. Yo elijo ser más borracho que pintor, más hombre que buen hermano. Nunca seré una buena persona. No puedo. No me provoca intentarlo siquiera. Creo que sería demasiado aburrido. Para ser una buena persona hay que ser un poco idiota. Hacer siempre el bien puede ser muy meritorio pero, en lo que a mí respecta, un coñazo de aburrido. Yo me asumo como un cabrón, como un tipo envenenado y egoísta, como un bicho raro. Me gusta buscar mi propia satisfacción. Me gusta que mi vida siga el placer, sólo el placer. Me im-porta tres carajos el sentido del deber y la responsabilidad: de eso que se ocupen los curas, los bomberos, los policías. Yo sólo quiero pasarla bien. Y si soy un buen tipo no la paso bien: me aburro, me siento un pelotudo, me río de mí mismo. Ésa es la verdad, la puñetera verdad, y tengo suficientes cojones para admitirla aunque esté borracho: soy un cabrón porque me divierto más y la paso mejor y porque me sale de las pelotas hacer las cosas que me dan placer. Nunca seré un buen tipo. No creo en los buenos tipos. Mi hermano va por la vida con bandera de hombre bueno, de ciudadano ejemplar, de hombre de negocios exitoso: yo sé la clase de mierda que es Ignacio, a mí no me va a engañar. Yo sé que ese banquero que todos admiran es, en el fondo, un cobarde, un hombrecillo de poca monta, un tipejo capaz de encolarse a su hermano menor sólo para sentir que es más listo y que tiene el poder. Yo no poso de bueno: yo soy quien me da la gana ser, y nunca me tiraría a un hermano, aunque sí a la esposa de este maricón, y bien que le gusta. No seré nunca un buen tipo, pero sí un gran pintor y eso es lo único que me interesa en la vida. Si dejo un gran cuadro, un cuadro perfecto, una obra de arte que me sobreviva y perdure con el tiempo y sea capaz de inspirar belleza en otros ojos y mejorar así este mundo de mierda en el que sólo me provoca estar borracho, entonces habré triunfado sobre los miserables como mi hermano, que quisieron destruirme, sodomizán-dome, humillándome, haciéndome sentir un apestado sólo por atrever-me a ser diferente, y me habré vengado gloriosamente y mi vida tendrá un pequeñísimo sentido, después de todo. Y para eso, para ser un pintor de cojones, para pintar el cuadro perfecto, sólo puedo ser yo mismo, un tipo cínico, egoísta, sin preocupaciones morales, porque la única moral que yo acepto es la que me es útil, la que me sirve, la que se subordina al placer, a mi placer, a mi goce físico, espiritual, estético. Y si yo gozo tirándome a Zoe, viéndole la cara de puta que nunca se atrevió a mostrarle al imbécil de mi hermano, entonces debo tirármela cuantas veces quiera, cuantas veces me dé placer. Lo demás son mari-conadas, escrúpulos morales de curas rosquetes y monjitas estreñidas de clausura. Ahora estoy borracho y no voy a pintar nada y me voy a seguir emborrachando hasta que reviente y voy a llamar a mi putita porque me calienta la idea de tirármela así, borracho, salvaje, animal, como a ella le gusta.