Gonzalo se levanta del piso, camina al teléfono y marca el celular de Zoe, pero nadie contesta porque el aparato sigue al fondo de una piscina quieta. Luego siente unas violentas arcadas, corre al baño, se arrodilla y vomita en el escusado.
En ese mismo instante, en una suite del mejor hotel de la ciudad, Zoe, víctima de unas náuseas inexplicables, se arrodilla y vomita en el baño lujoso, mientras piensa: ¿por qué diablos estoy vomitando, si no he tomado licor ni comido nada pesado?
Ya me siento mejor, piensa él.
No puede ser que esté embarazada, se alarma ella.
Echada en la cama, el televisor encendido, ya sintiéndose mejor, Zoe llama por teléfono a Gonzalo. Al marcar los números, se avergüenza de su debilidad, de su incapacidad de estar sola, pero necesita oír la voz del hombre que ha turbado su vida, alejándola de su esposo y lleván-dola a esconderse en un hotel. Resignada a que Gonzalo no conteste el teléfono, deja un mensaje:
– Soy Zoe. Me he ido de la casa. Estoy en un hotel. Quiero hablar conti-go. Si estás ahí, por favor, levanta el teléfono.
Semidormido sobre un sofá de cuero gastado, Gonzalo sigue borracho, escuchando música, escapando de la rutina de pintar, aferrándose al rencor contra su hermano. No duda en ponerse de pie y caminar con paso vacilante hasta encontrar el teléfono.
– Gonzalo, contesta, sé que estás ahí, no te escondas de mí -insiste ella, antes de que él pueda hablar.
– ¿Qué quieres? -dice, con brusquedad, y al hablar siente su aliento avinagrado por el alcohol.
Ebrio como está, suele ponerse tosco, decir groserías, tratar mal a la gente que lo interrumpe.
– ¿No puedes saludarme con un poquito de cariño?
– No. Estoy ocupado. ¿Qué quieres?
Zoe se sorprende de que, sin razón aparente, Gonzalo la trate tan mal.
– ¿Estás molesto conmigo?
– No. Estoy molesto conmigo.
– ¿Por qué?
– No te importa.
– Estás raro, Gonzalo. Tienes una voz rara.
– No estoy raro. Estoy borracho.
– ¿Por qué estás borracho?
– Porque me da la gana.
Zoe comprende que ha llamado en mal momento, pero no puede cortar, necesita sentir un poco de afecto de ese hombre que encuentra tan extraño y, a la vez, deseable.
– ¿No me extrañas? ¿No quieres verme?
– No. Quiero estar solo.
– Mentira. Sí me extrañas. Por eso estás borracho.
– Deja de hincharme las pelotas.
– Me quieres pero tienes miedo de aceptarlo.
– No te quiero. Me gusta tirar contigo. Eso es todo. No te engañes.
– Grosero -se irrita Zoe-. Debería darte vergüenza hablar así.
A pesar de que se siente ofendida por el maltrato al que inexplicable-mente la somete Gonzalo, hay algo en esa rudeza que le resulta inquie-tante y atractivo, y por eso sigue hablándole:
– Yo tampoco te quiero. Nunca podría querer a un pobre diablo como tú. Sólo te busco porque eres bueno tirando en la cama.
– No soy bueno. Soy el mejor. Nadie te ha hecho gozar como yo, putita. Admítelo.
– No me digas putita. Trátame con más respeto o te mando a la mierda.
– Admítelo.
– Cállate. Tampoco eres gran cosa como amante. Lo que pasa es que tienes el morbo de ser hermano de mi marido.
Zoe no está molesta, más bien desconcertada de que Gonzalo sea tan agresivo con ella y sorprendida de que, al hablarle con esa crudeza, pueda sentir, a la vez, un oscuro placer.
– ¿Para qué me llamas, se puede saber?
– Estoy sola en un hotel. Me he ido de la casa.
– Te dije que no te fueras.
– No lo aguanto más, Gonzalo. No puedo seguir con él.
– Es problema tuyo. No quiero meterme en ese lío.
– Cobarde. Le tienes miedo a Ignacio.
– No me jodas. Quiero pintar. ¿Qué quieres?
– Quiero que me digas que me extrañas.
– No te extraño.
– Sí me extrañas. Por eso estás borracho.
– Estoy borracho porque me sale de los cojones. No por ti. No eres tan importante.
– Me das pena. Ven a verme. Ven a verme al hotel.
– ¿Para qué?
– Para hablar.
– No hay nada de qué hablar. Regresa a tu casa. Yo no quiero estar contigo. No quiero que te enamores de mí. Sólo quiero tirar cuando me apetezca. Y ahora no me apetece.
– Ven. Tírame. Quiero tirar contigo ahora.
– Yo no. Jódete.
– Borracho de mierda.
– ¿En qué hotel estás?
– ¿Vas a venir?
– No. Voy a llamar a Ignacio para que te recoja.
– Ven. No seas malo. Ven así, borracho como estás.
– ¿Quieres tirar?
– Sí.
– ¿Estás desesperada?
– Sí, Gonzalo.
– Putita. Putita rica.
– ¿Vas a venir?
– No sé.
– Vete a la mierda, entonces.
– ¿En qué hotel estás?
Zoe dice el nombre del hotel y el número de su habitación.
– Voy para allá.
– No te demores. Apúrate.
Zoe cuelga el teléfono, se estira en la cama, apaga la tele y piensa: me voy a arrepentir de haberlo llamado. Está borracho. Me va a tratar mal. No importa. Quiero sentir que se excita como una bestia conmigo.
Quiero sentir que, aunque me insulte, tengo un poder sobre él que no puede resistir. Quiero sentir que, como él, soy desleal con todos, inclu-so conmigo misma, porque lo único que me interesa es pasarla bien. Debería llamar a Ignacio, amarrarlo a una silla y decirle: mira cómo se hace el amor a una mujer, mira cómo tiro con tu hermano y aprende.
Ignacio no ha ido a trabajar al banco. Llamó temprano a su oficina, le dijo a la secretaria que no se sentía bien y durmió toda la mañana. No tiene fuerzas para batallar contra el mundo, cerrar negocios, avizorar los altibajos de la Bolsa, vigilar sus múltiples intereses comerciales. Necesita estar solo. Se siente cansado, decaído. Las pastillas que tomó para dormir lo han dejado sedado, sin ganas de hablar ni ver a nadie. Todo lo que quiere es quedarse en pijama el día entero, rumiar a solas la humillación que le ha sido infligida y diseñar, de ser posible, una estrategia inteligente de supervivencia. Por eso, desde la cama, llama a uno de sus abogados y, en el tono más confidencial, le cuenta que su esposa se ha marchado de la casa y le pregunta qué debe hacer para protegerse legalmente ante la posibilidad de que ella no regrese y le pida el divorcio. El abogado, un hombre joven, muy listo, de un cinismo despiadado, no lo duda: debe preparar una acusación formal contra Zoe por abandonar el domicilio conyugal, lo que, en caso de ir a divorcio, sería, para ellos, un buen punto de partida. A regañadientes, pues detesta el oportunismo de los abogados, que florecen con las desgra-cias ajenas, Ignacio lo autoriza a preparar el escrito y le recuerda que debe guardar absoluto secreto al respecto. Luego de colgar, piensa que sería penoso acabar litigando en la corte con Zoe, triste además de costoso, pues el patrimonio en disputa es considerable y por ello no hay duda de que Zoe conseguiría abogados caros y competentes, que procurarían sacarle hasta el último centavo.