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– ¿En qué piensas? -pregunta doña Cristina, y bebe un poco de manzanilla.

No se ha cambiado, lleva puesta la misma ropa gruesa con la que estaba regando el jardín cuando su hijo la llamó. A pesar de que no se ha peinado ni lleva maquillaje, su rostro, de una serenidad rara vez turbada, revela lo que ella no ignora: que no necesita pintarse para verse hermosa.

– En nada -dice Ignacio.

Está en ropa de dormir, un pantalón holgado y liviano y una camiseta blanca de manga corta. Piensa, desde luego, en ella, en lo que no puede contar, en lo que le duele y pretende disimular.

– ¿Por qué no la llamas? Ya habrá llegado. Debe de estar en casa de tus suegros.

– No vale la pena. Me ha pedido que no la llame. No quiero acosarla. Es mejor esperar a que ella me llame.

– Sí, tienes razón, es mejor.

Se quedan en silencio. Doña Cristina se mece y continúa tejiendo como si tuviese miedo de quedarse quieta por un momento. Es una mujer llena de energía y vitalidad, que necesita mantenerse ocupada. Cuando no está pintando, se distrae cuidando el jardín, limpiando su casa o cocinando. Aunque cuenta con suficiente dinero para contratar personas que podrían encargarse de esas faenas domésticas, ella prefiere hacer-las porque se siente mejor y le disgusta la presencia de gente extraña en su casa. Ahora, contemplando de soslayo a su hijo, intuye sin dificultad que está abatido y que la culpable de esa desazón es Zoe y que él no le ha contado todo lo que sabe, pero tampoco quiere incomo-darlo haciéndole preguntas que prefiere evitar. Sabe que su papel de madre consiste, por ahora, en acompañarlo. Por eso guarda silencio, se mece y, con una minuciosidad que por momentos irrita a su hijo, sigue tejiendo.

– ¿Tú alguna vez dejaste de querer a papá? -pregunta Ignacio.

Doña Cristina esboza una sonrisa tímida y mira a su hijo con ternura.

– No -responde-. Siempre lo quise. Pero hubo momentos en que lo quise menos.

– Comprendo -dice Ignacio, tumbado, sin moverse, mirando las manos inquietas de su madre-. ¿Alguna vez pensaste dejarlo?

De pronto, una expresión de amargura parece ensombrecer el rostro de doña Cristina, pero su voz serena confirma lo que Ignacio ya sabe: que su madre recuerda con amor al esposo que perdió.

– Una vez, hace mucho tiempo, estuve a punto de dejarlo -confiesa ella.

– ¿Por qué?

Doña Cristina demora la respuesta:

– Porque descubrí que me engañaba con otra mujer. Ignacio se avergüenza de haber tocado un tema que parece lastimar a su madre y por eso dice:

– ¿Prefieres no hablar de eso?

– No, mi amor -sonríe ella, y lo mira a los ojos, suspendiendo un instan-te el laborioso trajín de sus manos-. Han pasado muchos años. No me molesta en absoluto.

– ¿Por qué no lo dejaste?

– Porque amaba a tu padre. No pude dejarlo. Además, eran otros tiempos. No era tan fácil como ahora dejar a tu esposo y romper tu matrimonio.

– ¿Lo perdonaste?

Doña Cristina suspira, echando la cabeza hacia atrás, como recordando aquellos momentos dolorosos:

– Sí, lo perdoné -confiesa-. Pero me tomó un tiempo.

– ¿Se puede perdonar una infidelidad así?

– Sí, se puede. Tu padre se arrepintió y me juró que no volvería a pasar. Que yo sepa, nunca más me engañó. Yo lo perdoné porque lo amaba y porque entendí que si amas de verdad a una persona, y esa persona comete un error, la manera de demostrarle que la amas no es alejándote de ella sino perdonándola y demostrándole que el amor es más fuerte que todas las adversidades.

Al escucharla, Ignacio piensa: si Zoe se ha acostado con otro hombre, no creo que pueda perdonarla jamás; y si se ha acostado con mi hermano, la despreciaré el resto de mis días. No soy tan generoso como tú, mamá.

– ¿Tú alguna vez estuviste con otro hombre, ya estando casada con papá?

Doña Cristina se lleva una mano al pecho, ahogando una risotada:

– ¡Qué pregunta me haces, amor! -se sorprende.

– No tienes que contestarla -dice Ignacio, sonriendo.

– Nunca engañé a tu padre -dice doña Cristina, muy seria-. Fue el único hombre de mi vida, aunque parezca mentira. Por supuesto, hubo otros hombres que me gustaron, incluso algunos que me tentaron, pero nunca caí en la tentación de tirar una canita al aire.

– Admirable.

– No sé si admirable, porque alguna vez estuve muy tentada de darme una escapadita con alguien que me perseguía como un loco, pero, a la hora de la verdad, no me atreví. Siempre fui fiel a tu padre, pero no tanto por virtuosa sino más bien por cobarde.

Ríen. Ignacio se alegra de haber llamado a su madre. Con ella puedo conversar, a diferencia de Zoe, que siempre está crispada, haciéndome reproches, piensa.

– ¿Tú has sido fiel con Zoe todos estos años de casados?

La pregunta sorprende a Ignacio, quien, antes de contestar, medita en silencio unos segundos, los suficientes como para que su madre reconozca, en esa duda, la sombra de la culpa.

– Sí -dice él.

Se hace un silencio. Doña Cristina no sabe si callar, cambiar de tema, subir el volumen del televisor o seguir hablando con su hijo de estas cosas que, sospecha, lo tienen así, lastimado y con el ánimo bajo.

– Todavía la quieres, ¿no? -pregunta, arriesgándose, porque siente que Ignacio necesita desahogarse con ella hablando de esos asuntos íntimos.

– Sí, la quiero. Pero digamos que estoy muy dolido y no sé si la quiero tanto como antes.

– ¿Por qué? -no puede evitar doña Cristina la pregunta.

Ignacio mueve la cabeza en silencio, luego dice:

– Prefiero no contarte nada.

Ella lo mira a los ojos:

– ¿Está viendo a otro hombre?

– Cambiemos de tema, mamá. No quiero hablar de eso. Ignacio le da la espalda a su madre y se abraza a la almohada. No puede evitarlo: llora en silencio, un llanto que su madre no percibe desde la penumbra de la mecedora.

– Lo siento -dice ella.

No sabe qué más decir. Pero piensa: muchachita del demonio, ¿qué te habrás creído para hacerle esto a mi hijo? A mi esposo le perdoné que me engañara con otra, pero si tú estás poniéndole cuernos a mi hijo, no te voy a perdonar jamás.

– Sé fuerte, mi amor. Todo va a estar bien.

– Seguro, mamá. Todo va a estar bien.

Ella se echa en la cama, le acaricia la cabeza, le da un beso en la mejilla y le dice:

– Tu padre estará tan orgulloso de ti. Eres tan grande y noble como él.

Ignacio sonríe.

– ¿Te quedarías a dormir, mamá?

– Claro, mi amor. Tú sabes que no hay nadie en el mundo a quien quiera más que a ti.

– ¿Ni siquiera a Gonzalo? -pregunta él, con una sonrisa.

– Ni siquiera a Gonzalo -ríe ella, mientras lo abraza.