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Los banqueros entusiastas continúan hablando y comiendo con una vehemencia que Ignacio encuentra de mal gusto y, aunque él simula que la propuesta le interesa, tiene ya muy claro que no pondrá un centavo en ese proyecto que esos señores intentan explicarle, como también tiene muy claro que intentará zafarse, tan pronto como sea posible, de ese desayuno que ya le resulta un estorbo. Por eso pide excusas para ir al baño, se levanta de la mesa y se dirige a los servicios higiénicos del hotel, la cabeza atormentada por esa imagen que acaba de asaltarlo: la de su hermano subiendo al ascensor para ver a alguien que, piensa él, sólo puede ser Zoe. Entonces, en lugar de entrar en el baño, se detiene en la recepción y, del modo más amable que puede, pregunta en qué habitación está alojada Zoe, su esposa, y miente al añadir que ella lo espera, y al mentir hace un gesto coqueto, como si tuvieran una cita de amor.

– Su esposa no figura en nuestra lista de huéspedes -le informa una mujer joven, uniformada en un traje azul, mientras sonríe con aplomo profesional.

Ignacio repara entonces en que ha dado el apellido de casada y, muy probablemente, Zoe, si está alojada allí, se ha registrado con su apellido de soltera. En seguida dice el apellido con el que conoció a la mujer que ahora es su esposa y la señorita de recepción consulta de nuevo en el ordenador. Tras una breve pausa, dice:

– Sí, está acá. ¿Le comunico?

El ánimo de Ignacio salta entonces de la rabia a la sorpresa y a la incredulidad: es una coincidencia cruel, piensa, que estos estúpidos me invitasen a tomar desayuno esta mañana en este lugar a la misma hora en que mi esposa se encuentra en una habitación de este hotel con su amante, mi hermano menor. La vida es una puta mierda, piensa, mientras le sonríe a la chica y le dice:

– No, gracias. Quiero darle una sorpresa. ¿En qué habitación está?

– Me va a disculpar, señor, pero por seguridad no podemos decirle el número de habitación. Si quiere, lo comunico.

– Comprendo -mantiene la calma Ignacio-. Yo sé que está en el piso siete, no se preocupe. Ella me espera. Llevamos diez años casados y hacemos estas travesuras para escapar de la rutina, ¿comprende?

La mujer se enternece y sonríe con aire de complicidad.

– Ya me voy a acordar -prosigue Ignacio-. Ella me dijo el número, pero lo he olvidado. Recuerdo que era el piso siete. Setecientos algo, ¿no?

– Setecientos trece -confirma, casi susurrando, la chica, con una son-risa.

– Muchas gracias -sonríe también Ignacio, disimulando bien la furia que le calienta la sangre, las ganas de vengarse-. Mi esposa se lo va a agradecer.

Luego se aleja de la recepción y, en vez de entrar a un ascensor y subir al piso siete, que es lo que quisiera hacer, se mete en el baño, se mira al espejo, moja su rostro con agua fría y piensa qué diablos hacer. Al salir, tiene las cosas más claras: les dice a esos tipos que ha recibido una llamada de su esposa y tiene que partir con urgencia por un asunto personal, y a continuación agrega que el proyecto le parece muy interesante, que lo evaluará y los llamará en un par de días para reunirse en el banco. Ellos se levantan de prisa, estrechan su mano y le agradecen con emoción, seguros de que él los llamará y cerrará el trato.

No los voy a llamar en un año, piensa Ignacio, dándoles la mano. Son un par de lunáticos. Deberían tomar un curso de autocontrol. Están locos por hacer dinero a toda prisa y eso es un peligro: nadie es más antipático que alguien desesperado por ser millonario. Tan pronto como se despiden, Ignacio entra en el ascensor y, sin dudarlo, marca el piso siete. Al salir, se queda sin aliento de sólo pensar que allí, a unos pasos, detrás de las paredes, se está consumando la traición que tantas veces sospechó. Camina lentamente sin saber qué hacer, se siente atrapado por tanta indignación como miedo, recuerda antes de golpear la puerta que no debe rebajarse a perder la dignidad, sucumbir a la violencia y protagonizar una escena de celos: es un hotel, el más afamado de la ciudad, y lo que allí ocurra, si pierde el control, podría terminar en los periódicos, dañando para siempre la reputación que con tanto esmero ha cuidado. Por eso, cuando está a punto de golpear la puerta de la habitación setecientos trece y gritar el nombre de su esposa, se detiene, piensa, respira hondo y regresa sobre sus pasos. Ya en el ascensor, oprime el botón del piso subterráneo, donde ha apar-cado su auto. Eres un cobarde, piensa. No te has atrevido a enfrentar al hijo de puta de Gonzalo, que en este momento se está tirando a Zoe. Te corres de él. Justificas tu cobardía con el argumento de que eres superior a ellos y controlas racionalmente tu rabia: en el fondo, eres sólo un cobarde.

Cuando Ignacio entra en su automóvil, se queda paralizado, pensando. No sabe si subir al piso siete, entrar como un energúmeno a la habita-ción de Zoe y darles una paliza; llamarla por teléfono y decirle algo breve e hiriente, sólo para dejarle saber que él sabe todo lo que está ocurriendo; esperar a que Gonzalo se marche para luego subir y pedirle cuentas a su esposa; o simplemente marcharse. Lo que más le duele es que, mientras él no sabe qué hacer, su hermano probablemente sabe bien lo que tiene que hacer con ella en la cama para que sea feliz.

Hoy es el día más miserable de mi vida, piensa Ignacio, y llora en silencio en ese estacionamiento subterráneo. Al llorar desesperado, imaginando a su mujer abriéndole las piernas a su hermano, ignora que ella, Zoe, también llora, víctima de un ataque de nervios, porque, aunque parezca mentira, cree estar embarazada.

– Estoy embarazada, Gonzalo -ha dicho Zoe, llorando, desde la cama, fatigada por la noche insomne que ha pasado. De pie al lado de la cama, Gonzalo, que acaba de entrar en la habitación, respondiendo a una llamada telefónica de Zoe, quien le dijo que era absolutamente urgente que corriera a verla al hotel, se queda mudo, paralizado, y luego esboza una sonrisa cínica y dice:

– No estás embarazada, Zoe. Estás loca. ¡Cómo vas a estar embara-zada! ¡Es imposible!

Zoe está en pijama, echada de costado, mirando a Gonzalo, que, vestido con la misma ropa del otro día, apestando a trago, con cara de resaca feroz, le devuelve una mirada incrédula.

– Estoy embarazada, Gonzalo -repite ella, con una voz temblorosa, porque tiene miedo de que él la maltrate-. No estoy loca. Créeme.

– ¿Cómo sabes? -dice él, y camina alrededor de la cama, las manos en los bolsillos.

Se ha quitado los anteojos oscuros y su cara revela los excesos de la mala noche.

– Me he hecho tres pruebas y todas salieron positivas -dice ella, y trata de sonreír.

– ¿Qué pruebas te has hecho?

– Las instantáneas, las que compras en la farmacia.

– ¡Esas pruebas son una mierda! -se enfada él-. No sirven para nada. Siempre están equivocadas.

– No, Gonzalo. No es así. Tengo más de una semana de atraso. Y las pruebas dan positivo. Y me siento rara. Tengo naúseas. Estoy segura. Si no, no te habría llamado.

– No estás embarazada: ¡estás sugestionada! -se impacienta él.

– Puede ser -concede ella-. Puede ser. Pero me siento rarísima. Estas náuseas no las entiendo. Tienen que ser por el embarazo.

– Para mí, no estás embarazada. Quieres estar embarazada, que es otra cosa, pero no lo estás.

– ¡No digas idioteces, Gonzalo! ¡No quiero estar embarazada!

– ¡Sí quieres! -grita más fuerte él-. ¡Quieres tener un hijo conmigo porque has perdido la cabeza, te has vuelto loca! ¡Quieres tener un hijo conmigo porque no pudiste tenerlo con el maricón de Ignacio y porque crees que así podrás estar conmigo!

Zoe se cubre la cara con una almohada y solloza, devastada por tanta furia que él lanza contra ella, indiferente al dolor que siente.