Gonzalo tiene una erección pero sabe controlarse. No haría nada que pudiera lastimarla. Le gusta que ella duerma en su cama. Se echa cuidadosamente a su lado para no despertarla, cierra los ojos y no tarda en dormirse a pesar de que aún no ha oscurecido.
Zoe despierta poco después. Descubre que Gonzalo duerme a su lado. Está tendido con la boca abierta, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza apoyada en una almohada y ligeramente ladeada hacia ella. Zoe sonríe. Le gusta verlo durmiendo. Siente ganas de despertarlo a besos, de abrazarlo, de quedarse con él toda la noche. Sabe que es irnposible. Se atreve, sin embargo, a darle un beso furtivo en la mejilla. Siente esa barba de cinco días en sus labios. Lo desea. Gonzalo no despierta a pesar del beso. Zoe lo recorre con la mirada. Mira el bulto donde adivina su sexo dormido. Siente ganas de acariciarlo. No seas traviesa, se dice. No pienses esas cosas. Déjalo dormir y ándate de una vez antes de que esto termine mal. Zoe se pone de pie, recoge sus zapatos y sale caminando descalza. Abre la puerta. Antes de salir, lo mira y comprueba que duerme plácidamente. En esa cama, yo podría ser feliz, piensa.
Tienes que pedirle perdón, piensa Ignacio, arrepentido de haber sucumbido al instinto violento de destruir el cuadro de su hermano y ofender a su esposa. No te rebajes a ser un hombre salvaje, que no sabe dominar sus impulsos. Si ella ha sido una cabrona contigo, no le pagues con la misma moneda. Vuela más alto que ella. Dale una lección. Demuéstrale que tienes un corazón noble y sabes reconocer un error y pedir perdón. No debiste hacer eso. El cuadro era suyo. Fue una canallada echarlo a la piscina. Tienes que pedirle perdón a Zoe. Ojalá que Gonzalo no se entere de todo esto.
Ignacio salió de su casa sin saber adónde ir. Estaba avergonzado del acto de barbarie al que se había rebajado y no quería ver a su mujer ni hablar con ella. Apagó el celular, subió a su camioneta y manejó una hora por la autopista. Le hacía bien manejar despacio por la autopista sin rumbo fijo, con el celular apagado. Se relajaba, podía pensar, ordenar el caos que eran a veces sus sentimientos, recuperar el control. El solo hecho de conducir lentamente esa flamante camioneta de doble tracción, respetando las reglas de tránsito, entregándose a la contemplación perezosa del paisaje, alejándose del barullo de la ciudad, le daba una sensación de armonía y control. Ignacio necesitaba sentirse en control. Cuando lo perdía, sentía vergüenza de sí mismo. Ahora, al timón de la camioneta, volvía a ser el hombre racional e imperturbable que quería ser siempre. Ya lejos de la ciudad, se desvió en una bifurcación, manejó por un camino angosto y se detuvo a tomar un refresco en un puesto al paso. De regreso en la camioneta, reclinó el asiento hacia atrás y se echó a meditar sobre lo que debía hacer para reparar el daño que había provocado con su explosión de ira. Debo pedirle perdón a Zoe. Si Gonzalo se ha enterado, también debo disculparme con él. No me creerá, pero no tengo nada contra él como pintor. Me parece bien que sea feliz pintando. Sería complicado tenerlo a mi lado en el banco. No se sometería a mi autoridad, cuestionaría mis decisiones y, sobre todo, sería infeliz, porque su vida es pintar y yo sería Un cretino si no pudiera entender eso. Le compraré un cuadro más bonito y más caro. Se lo regalaré a Zoe. Lo colgaré yo mismo en la pared de nuestro cuarto. Y le daré una sorpresa a Zoe. Le haré un regalo que no se espere. O la sorprenderé con un viaje de fin de semana. No será fácil que me perdone. No entenderá por qué me puse tan violento. Pero no debo contarle que escuché de casualidad la conversación entre ella y Gonzalo. Si le cuento, todo será peor. Sabrá que yo sospecho que hay algo raro entre los dos. Prefiero callarme, estar atento y ser bueno con ella. Lo mejor que puedo hacer es pedirle perdón y darle todo mi amor. Tampoco me conviene hablar con Gonzalo, decirle que escuché la conversación con Zoe, que es un canalla, un miserable por hablarle mal de mí a mi propia esposa. ¿Qué ganaría? Nada. Sería un momento muy desagradable para los dos. Perdería el control. Le gritaría, lo insultaría, tendría ganas de pegarle, quizás terminaríamos golpeándonos. No quiero humillarme así. No quiero. Siempre es más fácil entregarse a la violencia, odiar al otro. Yo prefiero perdonarlos, olvidar, hacerme el tonto y darles mi cariño. Por eso fue una bajeza y una estupidez tirar el cuadro al agua. Debo recuperar la dignidad. Dos errores no hacen un acierto. Si al error del cuadro sumo el error de contarlo todo y hacer un escándalo familiar, la cosa se va a complicar. Trataré de olvidarme de lo que oí, perdonarlos y seguir queriéndolos. No podría perder a Zoe. No podría estar bien sin ella. Tengo que pedirle perdón.
Ignacio maneja un poco más rápido de regreso a casa, pero siempre dentro del límite de velocidad que establece la ley. Desprecia en silencio a quienes corren a toda prisa por la autopista, violando las reglas de tránsito. Bárbaros, piensa. Pásenme, corran, pero no llegarán muy lejos. Los que rompen la ley nunca llegan muy lejos. Yo voy despacio, pero del lado de la ley. Al final del partido, veremos a quién le fue mejor.
Ignacio enciende el celular. Escucha sus mensajes.
Teme oír la voz crispada de su mujer, diciéndole alguna grosería. No tiene ningún mensaje. Mejor, piensa. Llama a Zoe. No contesta. Prefiere no dejarle un mensaje. Llama a Cristina, su madre, y le confirma que almorzará con ella al día siguiente, domingo.
– No vengas tan tarde, que el domingo pasado se aparecieron pasadas las dos y me moría de hambre -le pide su madre.
– Estaré allí a la una en punto, mamá -promete.
– Eso espero -dice ella-. Siempre me dices que estarás a la una y llegas a las dos. Acuérdate de que yo madrugo y a la una no puedo más del hambre.
– No te preocupes. Ojalá pueda ir con Zoe, porque no se siente muy bien.
– ¿Qué tiene? ¿Otra vez se ha resfriado? Dile que tome bastante jugo de naranja y que se bañe en agua fría, que eso limpia los gérmenes.
Ignacio sonríe.
– No está resfriada -dice-. Está un poco molesta conmigo. Pero ya se le va a pasar.
– Más le vale, hijito, porque no sabe la suerte que tiene de estar casada contigo. Que abra los ojos esa niña. Se ha ganado la lotería y todavía no se da cuenta.
– Nos vemos mañana, mamá -se ríe Ignacio-. Te mando un beso.
Cuando llega a su casa, busca a Zoe pero no la encuentra. Camina a la piscina y comprueba que el cuadro ya no está allí. Cómo pudiste hacer eso, se reprocha. Entra a su cuarto, a su escritorio y a la cocina pensando que tal vez Zoe le ha dejado una nota. No hay nada. Zoe no está, no me ha llamado, no me ha insultado, no ha perdido el control. Me está dando una lección. Ella, que puede ser una mujer explosiva, no se ha rebajado a decirme una grosería. Seguramente está con Gonzalo. Podría apostar que ha ido a verlo, a enseñarle el cuadro deshecho, a quejarse de mí. Puedo verte, cabrona, llorando en su pecho. Puedo oír lo que dices de mí, traidora. Puedo oír que dices: Ignacio es un imbécil, un huevón, un aburrido. Te tiene celos, Gonzalo. Es un pobre diablo. Jamás podría pintar un cuadro así de lindo y por eso lo destruye. Cabrona ignorante. No sabes que te he oído por teléfono riéndote de mí con mi hermano. No sabes que eso es lo que me da tanta rabia. Yo jamás habría sido capaz de esa bajeza. jamás. Si tuvieras una hermana, no iría corriendo donde ella a llorarle mis penas y a hablar mal de ti. No sería tan mezquino. Pero tu sí corres donde Gonzalo. Sé que ahora estás con él. Debería ir ahora mismo, decirles que sé toda la verdad, que sé que están tirando a mis espaldas, desgraciados, y a romperle la cara al acomplejado de mi hermano. Como no puede ser tan ganador como yo, como se siente un perdedor, no le queda otra que robarse a mi mujer. Pobre diablo. Nunca me llegarás a los tobillos, Gonzalo.