– ¡No quiero tener un hijo contigo! -se defiende, débilmente-. ¡Es un accidente! ¡Yo no lo planeé como tú dices!
– ¡No te creo, cabrona! -se enerva él, y patea una silla-. Si estás embarazada, cosa que no creo, porque ni siquiera te ha visto un médico, ¡lo has hecho a propósito para amarrarte conmigo! ¡Eres una pobre tonta! ¿Crees que así voy a enamorarme de ti? ¿Crees que nos vamos a casar y vivir juntos y formar la familia feliz? ¡No te das cuenta de que eso es imposible!
Zoe comprende, tendida en la cama, el rostro cubierto todavía, humi-llada, que ese hombre crispado y violento no la quiere, nunca la quiso. Cómo puede gritarme así cuando estoy hecha picadillo, piensa. Cómo puede tratarme tan mal cuando necesito su cariño, su complicidad. No sé por qué me odias, Gonzalo, cuando yo sólo te he dado lo que querías.
– Quizás tienes razón -dice ella, secándose las lágrimas-. A lo mejor sólo estoy sugestionada y por eso no me viene la regla. Hay que esperar unos días más. Voy a ver a mi ginecólogo.
Pero Zoe miente, porque ella no duda de que está embarazada. Cuando dice esas cosas, piensa en calmarlo y abortar y luego darle la razón a ese hombre que ahora ve tan cobarde y decirle que, por suerte, qué alivio, nunca estuvo embarazada y ya le vino por fin la regla.
– Por supuesto que no estás embarazada -insiste, terco, Gonzalo-. Anda a ver a un médico y te dirá la verdad. No te engañes con esas pruebas ridículas de la farmacia, que no sirven para nada.
– Eso haré. No te preocupes.
– ¡No te preocupes! -grita Gonzalo-. Me llamas a las ocho y media de la mañana, me dices que es una emergencia, que venga corriendo a verte, luego me anuncias que estás embarazada ¡y ahora me pides que no me preocupe! Estás completamente loca, Zoe.
– Cálmate, por favor -pide ella, que ya no tiene fuerzas para enojarse y gritar.
– ¡No puedes estar embarazada, además! ¡tú me dijiste que eran días seguros!
– Parece que me equivoqué.
– Sí, claro, te equivocaste -dice él, en tono burlón-. Bien que te morías de ganas de quedar embarazada.
– Mentira. Ni siquiera pensé en eso.
– ¿Entonces por qué me engañaste?
– ¡No te engañé! ¡Te dije la verdad! ¡Eran días seguros!
– ¿Ah, sí? ¿Y entonces cómo diablos crees que has quedado embara-zada, si eran días tan seguros? ¿Te embarazó un arcángel? ¿O has estado tirando con otro hombre?
– No me hables así. No seas vulgar.
– ¿Has tirado con otro? ¡Contesta!
– Con Ignacio, por supuesto.
– Pues a lo mejor te embarazó mi hermano.
– ¡Imposible! ¡Tú sabes perfectamente que es estéril!
– Estéril, claro: tremendo maricón es lo que es.
– Cállate, Gonzalo. No sigas. Me estás haciendo daño.
– ¿Y tú no me haces daño a mí cuando me despiertas y me asustas con un embarazo falso? ¿Qué mierda te crees? ¿No te das cuenta de que me estás jodiendo el día, que no voy a poder pintar, que me estás llenando de angustia sólo porque te encaprichas y no sabes estar sola?
– No pensé que te molestaría tanto. No entiendo por qué tienes tanto miedo a que esté embarazada.
– ¡No entiendes! -vuelve a patear la silla y la mira con desprecio-. ¡Porque no quiero tener hijos! ¡Y menos contigo, que eres la esposa de mi hermano! ¿No entiendes eso?
– Sí, lo entiendo -balbucea ella-. Y me da mucha pena.
– ¿Qué te da pena? ¿Qué te da pena?
Gonzalo se acerca a la cama y la mira, amenazador.
– ¿Qué te da tanta pena? ¿Que no seamos la jodida familia feliz?
– No -lo desafía ella con la mirada-. Que seas tan cobarde.
– Puede que yo sea un cobarde, pero tú estás más loca que una cabra.
– Mejor vete, Gonzalo.
– Sí, me voy. Pero quiero decirte algo. No creo que estés embarazada. Pero si lo estuvieras, recuerda bien que me engañaste, que confié en ti, que no me puse un condón porque me dijiste que no era necesario.
– Lo recuerdo.
– Y quiero que sepas que, si estás embarazada, lo que me parece imposible, no puedes tenerlo, simplemente tienes que abortar.
Zoe calla, lo mira tristísima, lo odia por ser tan cobarde y egoísta.
– ¿Entiendes? -sube la voz él.
– Entiendo -dice ella, abatida.
– Así que ya sabes: o me llamas para decirme que no estabas embara-zada, o me llamas para contarme que ya abortaste. No hay otra opción. ¿Está claro?
– Sí, Gonzalo. Está claro. Ya puedes irte. Déjame en paz.
– Eso me pasa por tirarme a una loquita de mierda -dice él, y camina hacia la puerta-. Deja de llorar, anda al médico, hazte un examen y luego me llamas. Mientras tanto, no me jodas más y déjame en paz, que necesito pintar y olvidarme de ti.
– Te llamaré, no te preocupes. Lamento haberte molestado tanto. Anda tranquilo.
– ¡Qué ganas de joderme la vida, por Dios! -se queja Gonzalo, y se marcha, cerrando la puerta con cierta brusquedad.
Cómo pude pensar que este tipo me quería, piensa Zoe, desolada, llorando. Es peor que su hermano. Es un miserable, un cobarde. Si estoy embarazada, ¿qué voy a hacer, Dios mío?
Ignacio ha decidido no volver a subir a la habitación donde cree que su mujer está haciendo el amor con su hermano. Durante diez o quince minutos, no se ha movido del asiento de su automóvil, en ese parqueo subterráneo, agonizando con sus dudas, peleando con su orgullo, tratando de encontrar una salida digna a la inesperada humillación que le ha traído el azar esa mañana. Por fin, ha creído hallar un plan de venganza y recién entonces ha puesto en marcha su vehículo.
Conduciendo con deliberada lentitud, sin saber bien adónde ir, llama a su oficina, desde el celular del auto, y da instrucciones a su secretaria para que envíe, cuanto antes, un hermoso arreglo de flores, el más caro y refinado que pueda encontrar, a la habitación setecientos trece del hotel que acaba de abandonar.
– ¿Qué quiere que diga la tarjeta? -pregunta ella. Ignacio elige cuidadosamente las palabras que encierran su calculadísima venganza:
– «Querida Zoe: ¡Muchas felicidades! Cuenta conmigo para lo que quieras. Saludos a Gonzalo y un abrazo para ti con el cariño de siem-pre, Ignacio.»
La secretaria toma nota del mensaje y, algo sorprendida, lo lee en voz alta para que Ignacio le confirme que, en efecto, debe escribir ese breve texto en una tarjeta que acompañe a las flores para Zoe.
– Perfecto -dice Ignacio, cuando ella termina de leer-. Así está bien. Ni una palabra más.
– Las ordeno en seguida, señor.
– Las más lindas, las más caras, ya sabes -le recuerda Ignacio-. Y que las envíen de inmediato. Es muy urgente.
– En media hora a más tardar estarán en el hotel, señor.
– Estupendo. Muchas gracias. Yo te llamo más tarde. Tengo que hacer un par de cosas fuera de la oficina.
Ignacio cuelga el teléfono y sonríe. Les voy a dar una lección a la puta de mi mujer y al traidor de mi hermano, piensa. Los imagina recibiendo las flores, desnudos en la habitación, los rostros descompuestos por la amarga sorpresa de saberse pillados; los imagina nerviosos, avergon-zados, leyendo una vez más el texto que Ignacio ha dictado; los ima-gina sintiéndose unos canallas, sabiéndose inferiores a él, reconociendo en esas flores y esas palabras cariñosas una lección de grandeza moral, inteligencia y astucia que él les ha dado en ese momento crucial. Ignacio sonríe y continúa conduciendo su automóvil. Soy, después de todo, mejor que ellos, piensa. Esas flores son sólo una manera de recordárselo. Me seguiré vengando así: demostrándoles que su traición no me afecta, no me roza siquiera, no me impide ser feliz. Me vengaré así: sonriendo como sonrío ahora.
Gonzalo pinta furioso. Agobiado por un persistente dolor de cabeza, incapaz de relajarse, las manos tensas, vuelca su rabia y ansiedad sobre el lienzo, se venga de Zoe retratándola borrosamente como una mujerzuela loca y fea. No puede estar tranquilo, camina por su taller como un poseso, siente la boca reseca y bebe por eso mucha agua. Cuando tiene ganas de orinar, no va al baño: sale a la terraza y orina en la maceta de una planta bastante descuidada. Luego regresa al cuadro y sigue pintando, al tiempo que piensa en Zoe con amargura, lamentándose de haber caído en lo que ahora ve como una trampa. No debí acostarme nunca con ella, se dice. Fui un imbécil. Debí imaginar que ella podía enamorarse, perder la cabeza, soñar con tener una familia conmigo, cobrarse la revancha de tantas infelicidades con Ignacio. Zoe no me quiere: odia a Ignacio y se venga de él conmigo. Zoe no me quiere: quiere un hijo y yo soy un buen semental. Si está embarazada y se aferra tercamente a tener al bebé, estoy jodido. No voy a poder seguir pintando. Va a ser un escándalo tan devastador que tendré que largarme de esta ciudad, lejos, donde nadie pueda dar conmigo. Ignacio no me lo perdonaría jamás. Me destruiría. ¡No puede ser que esté embarazada! ¡Tiene que ser un error! ¡Cómo fui tan estúpido en metérsela sin condón! Nunca debí confiar en ella. Todas las mujeres son iguales. Eso me pasa por idiota.