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Mientras come sin prisa el pan con queso que le han servido en un plato descartable y espera a que se enfríe su café, sigue con la mirada a unos niños que, cerca de sus madres, arrojan pedazos de pan a una bandada de palomas reunidas alrededor de ellos. Yo podría ser una de esas madres en unos años, piensa. Parecen felices. No se ocupan de otra cosa que cuidar a sus niños. No les interesa tanto verse guapas, ir al gimnasio, estar a la moda. Visten lo primero que encuentran a mano. Viven para ellos, para sus hijos, y son felices en la medida en que los saben felices a ellos. Quizás me haría bien tener este bebé. Dejaría de ser tan egoísta. No pensaría tanto en mí. Por egoísta, por buscar tenerlo todo, por soñar con el amante perfecto, rompí mi matrimonio y me enrollé con otro egoísta aún peor que yo, el cretino de Gonzalo, que nunca tendrá los pantalones para crecer, madurar, dejar de ser el bohemio incorregible y atreverse a compartir su vida con alguien. Quién sabe: en unos años, vendré con mi hijo a jugar a este parque y me sentaré acá mismo y seré feliz viéndolo tirarles panes a las palomas y no importa quién sea el padre, cuánto me odien Ignacio y Gonzalo, sólo importará saber que ese niño o esa niña vive, sonríe, es feliz en ese instante que puedo imaginar bien. No abortaré. Tendré a mi bebé, aunque deba enfrentarme al mundo entero. Nadie me lo arrancará. Sería una cobardía dejarlo ir sólo porque es más cómodo estar sola y borrar los errores que he cometido. Pero dos errores no hacen un acierto: si fue un error acostarme con Gonzalo, sería otro aún peor castigar a una criatura inocente, que se aferra a mí, que no tiene la culpa de nada. Si me confirman que estoy embarazada, no abortaré. Lo tendré, aunque pierda media vida, aunque termine pobre y miserable, paseando todos los días en este parque. Peor sería vivir el resto de mis días con la vergüenza de haber matado a mi hijo, al hijo que siempre soñé tener y que me llegó cuando menos lo esperaba. Eso me haría más miserable y arruinaría mi vida. Ya lo tengo claro: no abortaré. Jódete, Gonzalo. Jódete, Ignacio. Soy más fuerte que ustedes dos y les daré una lección, par de niños engreídos.

Después de pagar la cuenta, Zoe camina por las sendas empedradas del parque. Ya se siente mejor. De pronto, se sorprende haciendo algo que no podría haber imaginado cuando era la señora casada de la mansión en los suburbios: ve un jardín tranquilo y soleado, en medio de ese gran parque, se quita el abrigo negro, lo extiende a la sombra de un árbol, y se echa sobre el césped, la cabeza apoyada en su abrigo. La certeza de que no abortará parece haberle dado una profunda serenidad, una quietud de la que ahora disfruta cerrando los ojos, acurrucándose y entregándose al sueño que la noche le ha robado. En ese parque que no visitaba hacía años, Zoe duerme. Alguien que la mirase al pasar podría pensar que esa mujer carece de una cama donde dormir. Nadie sospecharía que es la esposa del banquero más poderoso de la ciudad.

Cuando despierta, unas horas después, mira su reloj y se sorprende de haber dormido tanto en esa esquina sosegada del parque. Mete sus manos en los bolsillos y comprueba, aliviada, que no le han robado nada. Luego se apresura en caminar, tomar un taxi y regresar al consultorio. No se altera cuando le confirman que está embarazada. Lo toma como una buena noticia. Sonríe incluso al salir de la clínica. Mira al cielo despejado y agradece a Dios. Todo va a estar bien, piensa, acariciando su barriga.

Tengo que decirle a Gonzalo la verdad, piensa Zoe, nadando en la piscina temperada del hotel, ya de noche. Se ha puesto un bañador negro de una pieza y arrojado al agua con la esperanza de hallar allí un momento de sosiego. Desde que regresó al hotel, encerrada en su habitación, incapaz de pensar en otra cosa que no sea el bebé que lleva dentro, ha pasado violentamente de un estado de ánimo a otro, de la ilusión al miedo, del pesimismo a la alegría, de la rabia por sentirse engañada a la resignación de aceptar que las cosas no son como quisiéramos que fuesen sino, a duras penas, como la realidad nos las impone. Dando brazadas largas y armoniosas, moviendo los pies para avanzar más rápidamente, girando la cabeza y sacando la boca fuera del agua para tomar una bocanada de aire cada cuatro brazadas, Zoe nada a solas por esa piscina cuyas aguas climatizadas se mantienen convenientemente tibias. Tengo que decirle a Gonzalo que estoy emba-razada, que no es una sospecha paranoica mía sino un hecho confir-mado y que, auque le moleste, voy a ser madre de este bebé. Es más, tengo que decirle que tendré a este bebé incluso si él se niega a reconocerlo: en ese caso, llevará mi apellido y guardaré en secreto para siempre que Gonzalo es su padre. Pero no abortaré. No puedo. No me lo perdonaría jamás. A Ignacio le mentiré. Le diré que tuve una aventura con un hombre que no conoce, un hombre al que no volveré a ver, y que de esa aventura nació mi bebé. No me importa cómo lo tome, si me cree o no, tampoco si me manda a la mierda y no me quiere ver más: no estaré sola, tendré a mi bebé y me sentiré, después de todo, acompañada por él y segura de que, al darle vida, al no ceder al impulso más fácil, el de la cobardía y el egoísmo, le di, por fin, un sentido a mi existencia, que hasta entonces fue tan frívola y placentera. Está claro: le diré a Gonzalo la verdad, aunque me odie por eso, y se la diré cuanto antes.

Zoe sale de la piscina, se seca vigorosamente, agita su pelo con las manos, se enfunda en una bata, calza las pantuflas del hotel y regresa a su habitación. Ya en el baño, se mira la barriga en el espejo y, al notarla ligeramente hinchada, se maravilla de pensar que allí adentro hay un pedacito de vida, un diminuto corazón latiendo, la promesa de una existencia que depende por completo de ella. Luego se viste de prisa sin cuidar demasiado su apariencia, mete cuatro cosas en una cartera negra y, todavía con el pelo mojado, sin maquillarse el rostro, se dirige a la casa de Gonzalo. No quiere conducir su auto, prefiere tomar un taxi y liberarse así de la tensión de manejar a esa hora en que usualmente no ha cedido aún la congestión vehicular. Durante el trayecto, agradece que el taxista no insista en hablarle y, las manos entrelazadas sobre la barriga, se aferra a una idea simple y segura: éste es mi bebé y nadie me lo va a quitar y el que se oponga a darle vida se puede ir directamente a la mierda.

Media hora más tarde, duda: de pie frente a la casa de Gonzalo, no sabe si tocar el timbre o volver en silencio sobre sus pasos, evitándose un momento que, con seguridad, será tenso y difícil. No seas cobarde, piensa. La vida de este bebé depende enteramente de que seas valiente. Toca el timbre y dile la verdad. Si Gonzalo no puede darle la cara, es problema suyo, pero tú no te escondas.