Ignacio lo sabe todo, piensa ella, recordando las flores que le llegaron al hotel, la tarjeta con saludos para Gonzalo. Pero no dice nada porque cree que, a esas alturas, sería peor.
– Quizás tengas razón -dice ella.
Gonzalo no dice nada, cruza las piernas, se mantiene firme e imper-turbable.
– Pero lo mejor sin duda sería que abortaras -dice él.
– ¡No puedo, Gonzalo! -dice ella, desesperada-. ¡No insistas, por favor!
– Claro que puedes, Zoe. Si pudiste acostarte conmigo, también puedes ir a un ginecólogo y sacarte al bebé. No me jodas.
– No me voy a sacar al bebé -responde ella, con firmeza. Nadie me lo va a sacar. Es mío y lo voy a tener. No te necesito, Gonzalo. Si no quieres ser padre, te entiendo y me da pena y no te voy a obligar. Pero nadie me va a sacar a mi bebé.
– Entonces, que Ignacio sea el padre.
– ¡No puedo mentirle!
– ¡Claro que puedes!
– ¡No puedo mentirle al bebé! ¡Ignacio no es el padre! ¡Cómo le voy a mentir!
– ¡No me jodas, Zoe! -se pone de pie Gonzalo, que ahora ha perdido la calma-. Si lo que quieres es tener a ese jodido bebé, la única salida sensata es volver con Ignacio y decirle que ha ocurrido un milagro y él es el padre. ¿No te das cuenta? ¿Tan tonta eres, por Dios?
Zoe también se pone de pie, busca nerviosamente su cartera, sabe que debe marcharse. Está llorando. Le ha dolido en el alma que Gonzalo se refiriera con tanto desprecio al «jodido bebé».
– No puedo seguir -musita, llorando-. Esto me hace mucho daño. Me voy.
– El problema es tuyo, Zoe -le advierte él, con una dureza que ella no alcanza a entender-. O abortas, que sería lo mejor, o tienes el bebé por tu cuenta y no le dices a nadie que yo podría ser el papá. Ya es proble-ma tuyo si convences a Ignacio de que él es el papá o si lo tienes sola, pero no cuentes conmigo.
– Lo tengo claro, no me lo tienes que decir una vez más. Zoe se dirige hacia la puerta. Quiere irse de allí cuanto antes.
– Algo más -la interrumpe Gonzalo, y ella se detiene y lo mira a los ojos con menos rabia que lástima.
– ¿Qué? -pregunta, asombrada de haberse enamorado de ese hombre que ahora le parece un extraño, un perfecto hijo de puta.
– Hagas lo que hagas, no quiero verte más.
Zoe respira hondo, evita decir un exabrupto, piensa bien sus palabras:
– ¿Estás seguro, Gonzalo?
– Completamente seguro -dice él-. Has convertido mi vida en una pesa-dilla. Quiero que desaparezcas de ella.
Zoe se estremece cuando escucha esas palabras y por un instante cree que se va a desmayar.
– Buena suerte con el bebé. Buena suerte con tu vida. Te ruego, por favor, que te olvides de mí.
– Eso haré, Gonzalo.
– Y si tienes al bebé, yo no soy el padre, nunca nos hemos acostado, ¿está claro?
– Clarísimo.
Zoe camina hacia la puerta. En pijama, al lado de la ventana, Gonzalo habla:
– ¿Qué vas a hacer?
– No lo sé -voltea ella, y lo mira con desprecio.
– ¿Vas a decir que yo soy el padre?
– No -responde ella, con una firmeza que la sorprende y de la que luego, en el taxi, se sentirá orgullosa-. No diré nunca que tú eres el padre. Me daría vergüenza que mi hijo supiera que tiene un padre tan cobarde como tú.
Zoe alcanza a ver el rostro pálido y demudado de Gonzalo antes de salir y tirar la puerta. En el asiento trasero del taxi, de regreso al hotel, se inclina y llora sobre su barriga. Tú me vas a salvar, le habla despacito a su bebé.
Ignacio se ríe solo de la travesura que ha concebido para cobrarse una pequeña revancha y poner en aprietos a las dos personas que, de un modo tan ingrato, han capturado su imaginación. Desde que encontró el celular de Zoe al fondo de la piscina, supo lo que tenía que hacer. Ahora ha entregado dos sobres a su secretaria, que serán llevados inmediatamente por un mensajero en motocicleta, pues ha dado instrucciones de que procedan a llevarlos con urgencia. Reclinado sobre su sillón giratorio de cuero, las manos entrelazadas detrás de la cabeza, Ignacio mira desde aquel piso elevado el perfil de la ciudad y sonríe imaginando las caras de pasmo e incredulidad que seguramente pon-drán esas personas cuando reciban los sobres. Media hora más tarde, un botones toca la puerta de la habitación de Zoe. Ella demora un poco en abrir, pues estaba hablando por teléfono. Al recibir el sobre, reconoce en seguida la letra de su esposo. Nerviosa, agradece, cierra la puerta, se sienta en la cama y se apresura en abrirlo. Que no sea nada malo, por favor, piensa, sobándose la barriga con miedo. No me hagas daño, Ignacio, suplica, las manos temblorosas. Se sorprende al hallar, dentro del sobre, un teléfono celular. No es el suyo, el que arrojó a la piscina: es un modelo más moderno, pequeño y liviano, que acaba de salir a la venta y ha visto anunciado esa misma mañana en televisión. Luego lee la nota que le ha escrito su marido en una tarjeta que lleva el nombre impreso de éclass="underline"
Mi querida Zoe:
Aquí va un celular nuevo. Encontré el tuyo en la piscina, supongo que se te cayó sin que te dieras cuenta. Este modelo es más cómodo y mejor. Espero que te guste. El número sigue siendo el mismo que el del celular que encontré en la piscina. Me imagino que así es mejor para ti. He grabado dos números en la memoria: si quieres hablar con el nuevo celular de Gonzalo, sólo tienes que marcar el uno; si quieres hablar conmigo, marcas el dos. Yo habría preferido ser el número uno, pero, hey, no siempre se puede ganar en la vida. Ya sabes cuánto te quiero y extraño. Si en algún momento tienes ganas de verme o me necesitas, marcas el dos y estoy a tus órdenes. Te mando un beso con todo mi cariño,
IGNACIO
PD: Saludos a Gonzalo.
Cuando termina de leer la nota, Zoe desahoga la tensión soltando una risotada nerviosa. No se lo puede creer: además de estar al tanto de todo, Ignacio parece encantado de que ella tenga una relación íntima con Gonzalo, pues la anima a comunicarse con él. Sale al balcón. A lo lejos, en el corazón financiero de la ciudad, puede ver el rascacielos donde Ignacio tiene sus oficinas. Lo imagina sereno, incluso contento, y eso la deprime. No me quiere, piensa. Nunca me quiso. ¿Cómo puede mandarme este regalo? ¿Cómo puede estar contento? Si me quisiera, estaría acá tocándome la puerta, buscando a Gonzalo para romperle la cara. Pero no: Ignacio es un misterio. En lugar de molestarse, me regala un celular nuevo para que me pueda comunicar más fácilmente con su hermano, sabiendo que lo hemos traicionado. Zoe se siente humillada. Una vez más, cree que Ignacio le ha ganado la partida gracias a su astucia y su frialdad. Estoy perdida, piensa. Ignacio está riéndose en el piso más alto de ese edificio y yo no sé si tener a este bebé o saltar del balcón.
Diez minutos más tarde, Gonzalo recibe, de manos del mensajero, un sobre blanco con el logotipo del banco de su familia. Piensa que debe de ser alguna correspondencia del banco: las memorias del ejercicio anterior, una invitación para algún evento, papeles que quizás debe firmar en su condición de director. No tarda en descubrir cuán equivo-cado puede estar: encuentra un celular nuevo y la nota que le ha escrito su hermano. Lee de prisa, el corazón acelerado:
Mi querido Gonzalo:
Te regalo este celular. Es un juguete divertido. Úsalo y verás que te gustará. Todas las llamadas te las pagaré yo acá en el banco. Si quieres hablar con Zoe, marcas el número uno y ella te contestará desde su nuevo celular, que es idéntico al tuyo. Si quieres hablar conmigo, marcas el número dos. ¿No te parece genial? Así podemos estar comunicados los tres. Sé que no te gustan los celulares, pero te aseguro que este juguete te va a encantar. Pruébalo y me darás la razón. Muchos cariños a Zoe y un abrazo para ti de tu hermano que te quiere,