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IGNACIO

Nada más leer la nota, marca el número uno. Al primer timbre, contesta Zoe y Gonzalo, asustado, cuelga. No se atreve a marcar el dos. Estoy jodido, piensa. Ahora sí, Ignacio se ha enterado de todo y, por lo visto, está muy contento. Siempre pensé que no quería a su mujer, pero no imaginé que nos haría regalos por traicionarlo y que nos pagaría las llamadas para que nos hablemos todo el día por el celular. Mi hermano es un peligro. Nunca podré igualarlo. Aunque me duela, es superior a mí, mejor que yo. Siempre se las ingenia para caer parado, salir ganando y sonreír. Yo pensé que si me tiraba a su esposa me vengaría de él, pero ahora resulta que le hice el favor de su vida. Eres un grandísimo hijo de puta, Ignacio, pero te admiro porque tienes una cabeza mejor que la mía. Gonzalo deja el celular sobre la mesa y se siente abatido.

A unos kilómetros de allí, en la aséptica soledad de su oficina, Ignacio lo imagina exactamente así, derrotado y confundido, y se permite sonreír por eso.

Tengo que abortar, piensa Zoe. No puedo tener este bebé. Sería una locura. No podré decirle quién es su padre. Sabrá algún día que es el fruto de una pasión vergonzosa. No tendrá padre. Yo no podré decírselo a los ojos. No es justo traer al mundo una vida así. Ya es muy jodido vivir en esta jungla: tiene que ser insoportablemente jodido llegar con esta desventaja, sin saber quién es tu padre, sabiendo que, quienquiera que sea, no le interesa quererte. No es un acto de amor darle vida a este bebé: sería un acto de crueldad. No merece sufrir tanto. Y es seguro que sufrirá. Aunque yo le dé todo mi amor y sea una madre dedicada, Ignacio se encargará de vengarse lenta y pacientemente, estoy segura de eso, y mi bebé sufrirá las consecuencias. Siempre soñé con tener hijos, pero no así. No puedo arrancarle un hijo a Gonzalo contra su voluntad, sabiendo además que él me odiará por eso el resto de sus días. No puedo exponer a mi hijo a todas las maldades y ven-ganzas que caerán sobre él por ser un hijo que llegó en el momento equivocado, con el hombre equivocado. Yo cometí un error, no mi bebé, y no quiero que él pague por mí. Si quiero cuidarlo, protegerlo, asegu-rarme de que no sufra y viva entre ángeles, debo abortar. ¿Qué pasaría si, sola contra el mundo, tengo al bebé y muero unos años después? ¿En manos de quién quedaría? ¿Qué clase de vida le esperaría? ¿Estarían mis padres dispuestos a cuidarlo? Tendría para eso que contarles toda la verdad, y no voy a poder: no tengo cara para decirles que me he estado acostando con mi cuñado y que voy a tener un hijo con él, un hijo que él rechaza, un hijo que no reconocerá como suyo. No puedo, por eso, contar con mis padres. Si decidiera tener al bebé, tendría que hacerlo sola. Ni siquiera podría pedir ayuda a mis mejores amigas, porque ellas son también amigas de Ignacio, lo quieren, están casadas con amigos suyos, y no me perdonarían, estoy segura, la traición de haberme acostado con Gonzalo, y además esparcirían el chisme por toda la ciudad, y tarde o temprano mi hijo se enteraría de que su padre es Gonzalo, porque todo el mundo acabaría por saberlo, y los niños pueden ser crueles, alguien se lo diría en la escuela, y mi hijo sufriría por eso, por saberse negado, y yo no quiero que sufra. Prefiero sufrir yo misma. No me nace abortar, sé que me haré una herida terrible, no sé si podré recuperarme de ella, pero prefiero sufrir yo, aunque ese sufrimiento acabe con mi vida, que hacer sufrir más tarde a mi hijo. Además, me da pánico Ignacio. Lo conozco. Es un hombre fuerte, que hace lo que sea necesario para ganar sus batallas, y estoy segura de que no me perdonaría nunca si tuviera a este hijo. Tampoco me perdonará por haberme acostado con Gonzalo, pero todo sería mucho peor si tuviese al bebé. Abortar sería, a sus ojos, una manera de arrepentirme, de eliminar toda presencia de Gonzalo en mi vida, todo vestigio de esa pasión. Por eso también debo abortar, porque no quiero traer al mundo a una persona que nacerá con un enemigo: Ignacio, el hombre más poderoso de la ciudad. Abortaré porque te amo, mi bebé. Abortaré para saber que estás bien, en un lugar más tranquilo y seguro, acompañado de ángeles. Abortaré para que no sufras tú, aunque el sufrimiento de perderte acabe conmigo.

Zoe no ha desayunado. Debe acudir en ayunas a la clínica privada donde ha hecho una cita para abortar muy temprano por la mañana. Se siente débil, mareada. Quisiera morir esa mañana, morir con su bebé. Quisiera tener coraje para suicidarse, pero sabe que no podría. Mira su reloj, cuenta los minutos, se angustia por su bebé, a quien siente que ha condenado a muerte. Esa angustia no la ha dejado dormir tranquila. Ha soñado cosas horribles, despertándose sobresaltada, sudorosa, dando gritos. Recuerda dos imágenes atroces, dos pesadillas de las que despertó llorando: una bandada de cuervos, parados sobre su barriga, abriéndole a picotazos el vientre, comiéndose a su bebé, sacándole los ojos y las tripas; y un niño precioso, de cabellos rubios y ojos claros, vestido íntegramente de blanco, haciéndole adiós, llorando, tristísimo pero resignado a su suerte, tomado de la mano por un hombre de cara malvada que se lo llevaba lejos, sin que ella pudiese evitarlo, sin que supiese si algún día volvería a ver a ese niño que se marchaba, su hijo perdido. Zoe ha pasado una de las peores noches de su vida y ahora sabe que le aguarda la mañana más cruel, una mañana que querrá olvidar el resto de sus días y seguramente no podrá, porque la vergüenza y el dolor quedarán grabados para siempre en su corazón. No puedo creer lo que estoy haciendo, piensa, camino a la clínica, conduciendo como una autómata. Tantos años que he soñado con tener un hijo, y ahora que lo tengo aquí adentro, me lo voy a sacar, lo voy a tirar a un pomo con ácidos, lo voy a matar. Zoe llora en silencio y siente que no es justo que la vida se ensañe tan cruelmente con ella sólo por haber querido buscar el amor.

En la puerta de la clínica, un puñado de personas, gritando consignas contra el aborto y mostrando pancartas en las que afirman que es un asesinato y los médicos que lo practican, unos genocidas, intenta cerrarle el paso e impedir que pueda entrar, pero la policía reprime con mesura a los manifestantes, manteniéndolos a prudente distancia, y Zoe, asustada, mirando las caras virulentas de aquellos hombres y mujeres que la insultan, se da prisa e ingresa a esa clínica privada donde la ley permite abortar en los primeros meses del embarazo. Todavía puede escuchar los improperios que le han gritado esos individuos crispados, que, sin conocerla, sin entender su drama perso-nal, la han mirado con odio, con infinito desprecio, sin un ápice de compasión, al tiempo que le espetaban: «¡Asesina, cobarde, mala madre, miserable, te pudrirás en el infierno!»

Ahora Zoe, tras ser recibida por el médico que la atenderá, un hombre algo mayor, de anteojos y mirada serena, tiembla de miedo al ver la camilla en la que deberá tenderse y abrir las piernas, los instrumentos metálicos que serán usados para extirparle a su bebé, el lugar donde se despedirá para siempre de esa vida que, siendo suya, siente que no le pertenece y a la que no es justo imponer un futuro tan incierto y cruel.

– ¿Está segura de que quiere abortar? -le pregunta, con aplomo, el médico.

Ella lo mira a los ojos, como si buscase ayuda, como si tuviera la esperanza de que él le dé un abrazo y la disuada de hacer eso que le provoca tanto dolor, pero encuentra una mirada ausente.

– Sí -contesta, resignada.

– Firme estos papeles, por favor.

Zoe no lee nada y firma.

– Recuéstese, por favor -dice el médico-. La dormiremos para que no sienta ningún dolor. No se preocupe, todo saldrá bien.

Zoe se echa en la camilla, cierra los ojos, acaricia su barriga, imagina a su bebé, lo imagina como lo vio en la pesadilla, rubio y bellísimo, rubio y aterrado, a punto de partir con un hombre de mirada pérfida, y se pregunta, una última vez, si realmente será capaz de cortar esa vida que es una promesa, una promesa de amor. Perdóname, mi bebé, por hacerte esto, piensa, desesperada. Lo hago por tu bien. Lo hago para salvarte de tanto odio, tanta maldad que caerán sobre ti. Lo hago porque te adoro. Perdóname. Te prometo que ya pronto estaremos juntos en un lugar seguro donde podremos ser felices. Te amo, mi bebé. Por eso te dejaré ir.