– Suba las piernas, por favor.
La voz del doctor le recuerda la inminencia de unos hechos que ella ha decidido, los últimos instantes de esa maternidad que no buscó y ahora, apesadumbrada, permitirá interrumpir. Zoe sube las piernas, apoyándolas sobre unos parantes de fierro acolchados, y espera el momento del que, está segura, se arrepentirá. Pero algo en ella, una corazonada agónica, la detiene: abre los ojos, ve al doctor con la jeringuilla de anestesia que le va a inyectar, siente que le están por arrebatarle a ese bebé que es suyo y de nadie más, y, sin buscar razones, siguiendo un instinto poderoso, baja las piernas, se pone de pie y dice:
– No voy a abortar.
El médico, sorprendido, pregunta:
– ¿Está segura?
Esta vez, Zoe no duda:
– Sí -responde-. Absolutamente.
– Comprendo, señora. Como usted quiera. Si tiene dudas, tómese su tiempo.
Zoe se viste tan rápido como puede, paga el aborto que no se practicó, sale de la clínica y escucha los insultos de los manifestantes:
– ¡Asesina, asesina! -le gritan.
Zoe los mira con una enorme paz interior y sonríe. Sonríe porque sabe que ha hecho lo correcto, algo de lo que no se arrepentirá jamás. Mi cabeza me pide abortar, pero mi corazón me exige tener al bebé, piensa. Seguiré a mi corazón. Todos los días de mi vida que lo vea sonreír, sabré que hice lo correcto. Estás conmigo, mi bebé. Tranquilo, ya pasó el susto. No te voy a dejar ir. Te amo para siempre.
De regreso al hotel, Zoe se siente orgullosa de sí misma. Es como si, al negarse a abortar, hubiese renacido ella también.
Zoe sabe bien lo que tiene que hacer y por eso no vacila en hacerlo: nada más entrar en su habitación del hotel, coge el celular que le ha regalado Ignacio y marca el número dos. Aunque siente miedo, está segura de que, una vez más, está haciendo lo correcto.
Ignacio se sorprende de que suene el celular nuevo, cuyo número sólo ha grabado en la memoria de los teléfonos móviles que ha obsequiado a Zoe y a Gonzalo. Mira la pantalla. Dice Zoe. Sonríe. No fue una mala idea invitarla a jugar este juego, piensa.
– ¿Qué haces despierta tan temprano? -contesta con una voz muy cariñosa.
– Hola, Ignacio -dice ella, más seria, al parecer sorprendida de que él supiera que era ella quien llamaba-. ¿Puedes hablar?
– Claro, por supuesto. ¿No está lindo el día?
– Precioso -se alegra ella de sentirlo contento-. Salí a dar un paseo muy temprano.
– ¿No duermes bien en el hotel?
– La verdad, no muy bien.
Ignacio piensa decirle: ya sabes que puedes volver a la casa cuando quieras. Pero se contiene. No lo dice porque, en el fondo, tampoco desea que ella regrese. Por el momento, está contento así, a solas, libre, sin las tensiones tan desagradables de los últimos días que pasó con Zoe en la casa.
– ¿Te gustó el celular? ¿No está lindo?
– Sí, llamo para agradecerte. Me encantó. Es un lindo gesto de tu parte.
– Nada qué agradecerme, Zoe. Ya sabes cuánto te quiero. Yo sólo quiere que seas feliz.
Se hace un silencio. Ignacio espera. Zoe habla por fin:
– ¿Ignacio?
– ¿Sí?
– Quiero verte. Necesito hablar contigo.
– Encantado. ¿Cuándo?
– Ahora mismo.
– ¿Es urgente?
– Sí.
– Voy para allá.
– Gracias. Te espero. Habitación setecientos trece.
– Ya lo sé. ¿Pero está todo bien?
– Sí, tranquilo. Sólo que necesito hablar contigo, y cuanto antes, mejor.
– En quince minutos estoy allá. Pídeme un jugo de naranja. Estás sola, ¿no?
– Obviamente -responde ella, algo disgustada por la pregunta.
– Mejor así. Voy para allá.
– Te espero.
Zoe cuelga el celular y piensa: ¿me voy a atrever a decírselo?
Ignacio se pone el saco y piensa: este juego lo voy a ganar yo, Gon-zalo. Estás perdido. Puede que Zoe te quiera más a ti, pero me necesita más a mí. Yo la conozco mejor. Conozco bien sus debilidades. Ya verás como, al final, se queda conmigo.
Impecablemente vestido con un traje azul, camisa blanca, corbata a rayas y zapatos negros de hebilla, Ignacio toca la puerta de la habitación en la que está seguro de que su mujer lo ha traicionado numerosas veces, haciendo el amor con su hermano. Al otro lado de la puerta, Zoe espera con impaciencia, mordiéndose las uñas. Viste unos vaqueros ajustados, botas de cuero y una blusa ceñida. La habitación luce bastante desordenada -la cama revuelta, un par de toallas en el piso del baño, ropa tirada sobre una silla, periódicos dispersos en la alfombra-, pero huele bien porque ella acaba de perfumarse y echar al aire gotas de esa fragancia exquisita; las ventanas abiertas dejan oír el bullicio del tráfico ahí abajo y el sol resplandece con fuerza a esa hora de la mañana en que ella está a punto de cambiar su vida de una manera irreversible.
– Hola -dice, al abrir la puerta, y le da un beso en la mejilla, y se siente rara al besar a ese hombre del que estaba harta y al que ahora recibe con alegría-. Pasa. Gracias por venir tan rápido.
– Hueles delicioso -dice él, echando un vistazo a la habitación, mirando las sábanas revueltas, pensando: acá han tirado como conejos este par de canallas.
– Gracias -dice ella, sonriendo-. Perdona que todo esté tan desorde-nado.
– No pasa nada -sonríe él, con cierta arrogancia-. Así es el amor, caótico, desordenado.
Ella prefiere no darse por aludida y le da el jugo de naranja que han traído para él hace unos minutos.
– Te ves muy bien. Estás guapísima, como siempre.
– Qué dices -sonríe ella-. Me veo fatal. Tengo unas ojeras de terror. Estos últimos días siento que he envejecido años.
– No me digas -se sorprende él, y bebe un sorbo de jugo, y en seguida se sienta en el sillón, cruzando las piernas-. Yo pensé que la estabas pasando estupendamente.
– No tan bien como crees -dice ella, y se sienta sobre la cama, frente a él, y como el sol le da en la cara, se pone sus anteojos oscuros.
– Para mí fue muy duro cuando te fuiste, pero ya estoy más tranquilo -dice él, mirándose las uñas, algo que a ella le irrita, pues suele pensar: cuando me hables, Ignacio, mírame a mí, no te mires las jodidas uñas.
– ¿Estás molesto conmigo?
– No, para nada. Estoy un poco apenado, no te voy a mentir. Pero te entiendo. Por eso estoy acá.
Entiendo que necesitaras unas vacaciones de mí, que tuvieras ganas de tirar con otro hombre, pero nunca entenderé que fueras tan puta de acostarte con mi hermano, piensa él. Sonríe dulcemente, sin embargo, y añade:
– Tú sabes que, hagas lo que hagas, yo siempre te voy a querer. Mi amor por ti es incondicional, Zoe.
– No digas eso -se emociona ella, y se pone de pie y camina hacia la ventana, dándole la espalda-. No lo merezco. No merezco que me quieras, después de lo que te he hecho.
– Quizás debería odiarte, pero no puedo. Estoy tranquilo, Zoe. Estoy bien. Estoy disfrutando de mi soledad. Y no quiero ser rencoroso o vengativo. Quiero ser tu amigo y darte todo el cariño que pueda. Por eso estoy acá. Dime en qué te puedo ayudar.
Soy un maestro, piensa él. Le digo exactamente lo que ella necesita oír.
– Estoy mal, Ignacio. Estoy desesperada.
Zoe habla de espaldas a él. Trata de no llorar. Se pregunta si será capaz de decírselo todo, sin mentiras ni ambigüedades.
– ¿Por qué? ¿Qué te pasa?